Estrella Fernández-Martos | 08 de agosto de 2021
Hay palabras hermosas por lo que designan, otras nos horrorizan justo por eso; las hay que nos enamoran por su sonido aunque su significado sea enclenque, y luego tenemos las que ni fu ni fa.
Una de las opiniones más extendidas en cuanto a la belleza física es que, cuando es solo externa, es una belleza vacía, fría. Se puede disfrutar pero no llega a amarse. Hace falta también belleza interior. Esta condición es todavía más destacable en el ámbito del lenguaje, pues nada hay más peligroso que el engaño y la tergiversación de la Verdad.
Miñambres, azul, miriñaque, polisón, dictadura, miríada, algarabía, bullicio, patria. Alegría, yegua, padre, fiereza, potro, luciérnaga, brío, gentío, añil, hechuras, volantes. Lunares, talle, cintura, escote, maceta, pertenencia, corazón, ojiplático, edificio, tolili. Bambalina, afilador, rasgueo, cariño, felicidad, comendador, balcones. Quisicosa, perdón, madre, sombrilla, papá, tierra. Tu nombre.
Palabras, muchas palabras. Bonitas, sonoras, feas, con significados agradables, graves, tristes, divertidos. Unas nuevas, otras antiguas en desuso y alegremente recuperadas. Tantas cosas por decir y tantas posibles maneras de decirlo.
El ser humano tiene la capacidad innata de representar pensamientos, sentimientos y emociones abstractas a través del lenguaje, a través de las palabras. Una capacidad que solo nosotros tenemos. Y que, si bien puede abrirnos al conocimiento y a un mundo mayor, también puede encerrarnos en cárceles sin barrotes de realidades inventadas y dañinas.
Después de habernos adentrado en el silencio con el único acompañamiento de sensaciones e intuiciones, ansiamos nombrar qué es eso que hemos sentido, detectado o aprendido. El ser humano es así, necesita nombrar las cosas. No solamente a los animales y las plantas, mediante lo cual, según la tradición judeocristiana, tomó posesión de la Creación. El Hombre necesita nombrarse a sí mismo, sus emociones, sus ideas, sus amores.
Y a su dimensión espiritual, expresada también mediante palabras. Nuestros místicos verbalizan sus éxtasis y deseos con términos que adecúan verdad y belleza, pues todo lo espiritual está dirigido a lo ciertamente Bueno y Bello.
Dicen que Dios tiene un nombre para cada uno de nosotros, que conoceremos al morir. Quizá por ese innato anhelo de oírle pronunciar nuestro verdadero nombre, en la espera de saber quiénes somos en plenitud, la palabra a la que el ser humano mejor reacciona, aún en las peores condiciones, es, precisamente, su nombre propio.
Una de las cualidades del lenguaje es que articula nuestros pensamientos. El lenguaje no solo señala o define aquellas ideas o emociones que ya tenemos y nombramos al detectarlas. Tiene también la cualidad de formar el pensamiento a través de la transmisión de conceptos y de la atribución de significado y sus consecuencias. Este camino de doble sentido otorga al que lo utiliza, tanto capacidad de liberación como de manipulación. Depende de su uso. El lenguaje empleado ha de ser preciso y cierto, pues, de otro modo, genera confusión, primero, y ausencia de referentes intelectuales, después.
Ya convivimos con generaciones que han sido formadas mediante conceptos líquidos, se les ha hurtado la Verdad de lo que significan. Y la conciencia de Verdad. Porque se ha pasado de enseñar el lenguaje común a propagar un lenguaje inventado que desvincula al Hombre de su herencia intelectual histórica. Al quebrar artificialmente la evolución lingüística natural, se leerán los clásicos de cualquier cultura divorciados de su significado original, no se entenderán las raíces culturales de los antepasados porque se les ha dado un código falseado. En definitiva, esta neolengua aplicada convierte al Hombre que la habla, y por la que es conformado, en un ser humano aislado de sus referencias como especie. Le hace ajeno a su pasado, con un presente demasiado voluble como para permitirle ser el actor principal y triunfante que, como relevo generacional, le corresponde ser.
El hecho de que podamos mentir, utilizando los mismos códigos establecidos que empleamos al hablar con verdad, vincula nuestra capacidad de comunicación a los valores morales de cada uno. Nos otorga una gran libertad y nos exige responsabilidad. Es justo la filiación a la Verdad del lenguaje lo que le otorga una belleza perdurable. Las posibilidades de invención no se agotan con este compromiso con la Verdad.
Hay palabras hermosas por lo que designan, otras nos horrorizan justo por eso; las hay que nos enamoran por su sonido aunque su significado sea enclenque, y luego tenemos las que ni fu ni fa. A veces nos alejan a unos de otros y generalmente nos acercan. O deberían. Se definen reglas para su uso en todos los idiomas, se piden prestadas, en ocasiones triunfa la jerga. Cualquier cosa puede pasar en una lengua viva. Pero de entre todas las normas, hay una que no figura en los manuales de gramática: la que dice que las palabras más bonitas son las que tú pronuncias. Y esto es tan cierto como que todas las palabras hermosean cuando las utilizas tú.
El amor, la muerte, el odio, la vida, la guerra. La Resurrección, la familia. Historia, Arte, Filosofía. Manuales, prospectos, instrucciones. Todo está contado. Y, sin embargo, seguimos queriendo contar de nuevo. Porque así somos y eso necesitamos: una manera propia. Nos recreamos y alimentamos de la belleza bellamente descrita por otros, mientras buscamos la nuestra.
Este navegar por las pasiones y conceptos abstractos, permite al Hombre recrearse en realidades inventadas, mejoradas, amores perfectos, dolores intensos. Vivir, en definitiva, tantas vidas, tan profundas y elevadas, como deseo tengamos.
Palabras bellas que nos permiten caminar los círculos del Más Allá, amar patria y doncella mientras batallamos contra molinos de viento, o ser uno de los felices de aquella banda de hermanos. Palabras, sí, pero ¡qué palabras!
La búsqueda del matemático comparte afán con la del poeta, ambos se nutren de anhelos, de pasión, de abismo. Ambos se asoman a la inmensidad del infinito amor explicando la perfección tangible de una rosa. Y como puente entre ambos lenguajes, el compositor.
En estos años de cultura de la confrontación, nos están «colando la bacalá» de que hemos de elegir entre la Naturaleza y nosotros, cuando la verdadera cuestión es ser nosotros en la Naturaleza.