Armando Zerolo | 08 de diciembre de 2020
La tolerancia es el lustre de una cultura, el punto en el que más brilla, aquello por lo que debería ser juzgado un proceso civilizatorio. Pero se esfuma si no es alimentada de nuevo.
La tolerancia es la virtud cívica más débil, pero sobre ella cargamos el peso de todas nuestras discordias. Es el hermoso resultado de una larga fermentación social, de una evolución cultural lenta, y de unas raíces religiosas sin las cuales sería imposible. Es el colofón de un edificio, la pincelada final de un cuadro, o la coma de última hora. La tolerancia es el lustre de una cultura, el punto en el que más brilla, aquello por lo que debería ser juzgado un proceso civilizatorio.
Pero igual que de una hoguera lo primero que desaparecen son las llamas, así la tolerancia se esfuma si no es alimentada de nuevo. Queda el calor donde apareció la llama, el lugar donde se alimentó el fuego, y el recuerdo de una habitación teñida de naranja. O metemos más leña, o nos quedamos en ascuas. A menudo confundimos el tronco con el fuego, y exigimos la llama cuando no queda madera.
Cuando un pueblo se fragmenta en sus creencias, cuando las ideas sobre la vida y sobre la muerte difieren, cuando el destino no es algo compartido, y el futuro de los demás nos importa menos que nuestras vacaciones, inevitablemente nacen grupos dentro del gran grupo. Salen los verdes, rojos, azules, blancos y negros, y cada uno, perdido en la maraña social, se ve obligado a defender con igual contundencia que simplicidad su «verdeidad», «rojeidad» o «azuleidad». El identitarismo es el grito del ahogado. Lo último que podemos hacer es dejar de ser lo que hacemos, y si lo que hacemos no es reconocido por nuestros semejantes, entonces lo defendemos. Le pasa a los escritores mediocres y a los incomprendidos en general. El pobre blanco que no es reconocido por el azul se reafirma en su «blanqueidad”, amenazada por la «azuleidad» del otro, que lo mancha y lo hiere. Y unos y otros, incomprendidos, se encierran en sus colores y pregonan sus identidades.
El miedo generado por la incomprensión del mundo social en el que vivimos, la desconexión con las grandes preguntas de nuestra época, y la incertidumbre ante un futuro desconocido, provocan la vuelta a la tribu. El tótem y el gurú ofrecen el abrigo que la jungla desconoce. En el claro donde se asienta la aldea tribal, la frondosidad de la maleza es más una barrera que una fuente de oportunidades, y todo lo que la atraviese es un peligro. La hoguera nocturna hay que dejarla encendida porque es nuestra defensa frente a los salvajes.
La tribu dominante tolerará a las demás siempre y cuando no tengan la fuerza suficiente como para medirse con ella. Cuando las fuerzas son parejas, pero los sentimientos son opuestos, las condiciones para la tolerancia se hacen difíciles. La tolerancia nace del afecto mutuo, de la confianza por los ritos comunes, los deseos compartidos y las razones escritas en leyes. Pero de la tolerancia, por sí misma, no nacen ni la amistad, ni la concordia, ni la paz. La tolerancia es una consecuencia de la convivencia, nunca su causa.
No se puede plantear un escenario de guerra en el que la norma suprema sea la tolerancia. Si es guerra, es guerra; si es amistad, es amistad. Y a la guerra le corresponden las batallas como a la amistad la tolerancia. La censura, el engaño y la emboscada son el pan de cada día de la guerra. El diálogo, la conversación y la libertad de expresión lo son de la amistad.
Qué bellas resuenan las palabras de Voltaire, al final de su Tratado sobre la tolerancia y, al tiempo, qué música de fondo tan triste para el canto de un cisne:
«¡Ojalá todos los hombres se acuerden de que son hermanos! ¡Que odien la tiranía ejercida sobre sus almas como odian el latrocinio que arrebata a la fuerza el fruto del trabajo y de la industria pacífica! Si los azotes de la guerra son inevitables, no nos odiemos, no nos destrocemos unos a otros en el seno de la paz y empleemos el instante de nuestra existencia en bendecir por igual, en mil lenguas diversas, desde Siam a California, tu bondad que nos ha concedido ese instante».
Voltaire escribió sobre la tolerancia precisamente cuando la Ilustración llegaba a su fin. Su Tratado es, paradójicamente, el acta de defunción de una época. Bello tratado y mejores intenciones incapaces de reflotar un siglo XIX que se sumiría en los abismos del romanticismo, y que buscaría en la oscuridad lo que las luces de los fuegos ilustrados no supieron alumbrar.
Ni hubo convivencia real entre «las tres culturas», ni hay una «tercera España». Ambas son imágenes preciosas que expresan un deseo elevado del alma humana, una hipótesis de futuro, pero al mismo tiempo ignoran que la convivencia es hija de la comprensión, y no de la tolerancia.
El drama de la «guerra cultural» consiste en que a veces uno tiene la sensación de que se trata de una guerra dentro de una guerra de espejos que reflejan, despiadadas como son, las trifulcas de cortesanos de Versalles sobre el fondo de una postal de un paisaje del Bosco.
Las ideologías rencorosas que buscan cambiar el miedo de bando están prontas a llamar machista a todo el que las discute, en la confianza de que un eco sin identidad les servirá de coro para acallar e infamar al que discrepe.