Jesús Montiel | 09 de mayo de 2021
Cada vez leo menos, cada vez leo más lento y cada vez lo que leo me resulta más vitamínico. Gracias a Guigo, un cartujo medieval, voy por buen camino. Siento dentro de mí un crecimiento.
Hace tiempo me impuse una tarea: leer no más de dos libros a la vez, leerlos sin urgencia y no comenzar otra lectura antes de terminarlos. Porque sucede que las lecturas pendientes se acumulan, y a veces, pensando uno en las que lo esperan, no aprovecha la que tiene entre manos, y al final ninguna lo alimenta. De esto me daba yo cuenta antes de abandonar mi glotonería lectora, esa enfermedad de encadenar un libro más otro, como les pasa a los bulímicos con la comida.
En siglo XII, un cartujo expuso en su Scala Claustralium las etapas de la Lectio Divina, llamada también «lectura orante». Leer, meditar, orar y contemplar son los cuatro peldaños que llevan al monje de la tierra al cielo, dice. Cuatro pasos para adentrarse en las Escrituras y extraer el zumo místico que contienen. Procedimiento que la Iglesia recomienda no solamente a los monjes sino a todo aquel que pretende una intimidad con su Creador. Lo importante es el saboreo, no se trata de una lectura cerebral. Es un manual para leer gota a gota. Cada texto, cada frase de la Escritura, dice este cartujo, ofrece una uva al alma sedienta. Para beber su mosto uno ha de masticar lo que ha leído, trabajarlo con lentitud y luego transformarlo en oración que quizá se transforme en vida.
Este proceder puede aplicarse muy bien a la poesía, o a cualquier literatura que tenga un mínimo de aliento vital: elegir una frase o un pequeño párrafo, releerlo despacio, meditar lo que dice y su relación con nuestra vida y convertirlo en una súplica o una acción de gracias. Una costumbre se mata con otra costumbre, se dice en el Kempis. De modo que he sustituido la lectura compulsiva por esta lectura meditativa, menos urgente, y el resultado es un hombre que leer mejor, sin duda. La sabiduría monástica es válida para el hombre de nuestro siglo. Un monasterio es un laboratorio de todo lo humano. La experiencia que de allí brota, con el correr de los siglos, ofrece tesoros incontables, una pedagogía saludable que puede curarnos de muchos de nuestros males. A mí, ya digo, me hacía falta abandonar la fiebre lectora, esa avidez. Y gracias a Guigo, un cartujo medieval, voy por buen camino. Cada vez leo menos, cada vez leo más lento y cada vez lo que leo me resulta más vitamínico. Siento dentro de mí un crecimiento, la promesa de un árbol que va ganando altura, capaz de no doblarse debajo de las calamidades. Más alto que la muerte.
En estos años de cultura de la confrontación, nos están «colando la bacalá» de que hemos de elegir entre la Naturaleza y nosotros, cuando la verdadera cuestión es ser nosotros en la Naturaleza.
El odio está siempre al final, acechante. Cuando todas las posibilidades se han agotado, solo quedan él y la humildad, ese raro don de los cielos.