José F. Peláez | 09 de octubre de 2020
Pensé que, quizá, lo que me faltaba, aquello que buscaba como una oquedad por el Paseo de Zorrilla entre el vendaval sensato de este otoño indeciso era precisamente eso, una mujer, una compañera, una humillación a la que volver estos viernes de ciclogénesis.
Cuando terminé de comer noté que me faltaba algo. Era algo concreto, algo físico, nada que ver con la falta lacaniana, la falta del ser propiamente hablando, ni tampoco con una falta entendida como metáfora o como mero capricho. Era más bien un vacío en el futuro inmediato, una gran pompa transparente que se movía frente a mí como si todavía nada hubiera sido escrito y, por lo tanto, todo fuera posible. No sabría definirlo con claridad, pero la sensación existía, era real, estaba ahí delante y era cada vez más fuerte.
En total, había sido una caña en la barra mientras esperaba a los otros dos comensales y media botella de vino ya en la mesa, aunque, en realidad, lo de la mesa fue lo de menos, ya se sabe, lo de siempre, cuatro o cinco platos ejecutados de modo aceptable, correctos, de esos que al principio te hacen soñar con que esta vez sí, pero que al final, como siempre, es que otra vez no; ese tipo de cocina que, si te fijas, deja entrever el programa de gestión para cocineros de la Cámara de Comercio y que cuenta a gritos que el menú ha sido creado partiendo del precio y no del amor, como suele pasarles a estos chefs con cara de llamarse Álex que aún no han decidido si quieren ser vascos o tailandeses.
Para rematar, un gin-tonic de compañerismo que al final fueron dos. Son gin-tonics que juraste no tomar, pero que, al final, es viernes y hemos cobrado y, si uno quiere copa, la queremos todos. Dejar bebiendo solo a un comensal que quiere un gin-tonic es una inmoralidad grave, de las de no volver a llamar nunca, porque comer y beber bien es hacerlo en buena compañía, es decir, con generosidad, complicidad y con el afecto infinito que se genera entre seres imperfectos con una vergonzosa falta de personalidad para decir que no. Aunque, en realidad, siempre he pensado que cuando dices que no a una cosa estás diciendo que sí a todas las demás. Y prefiero decir que no a mi dieta que a mis principios. Cosas de tíos y solidaridad entre hombres capaces de ver que lo que se esconde tras la insistencia de tu amigo en esa esa copa no es una persona que quiera ginebra y tónica sino, tal vez, un corazón roto que no sabe cómo decir que no quiere poner punto final a esta comida, porque eso implica que comienza el fin de semana, que se acabaron las excusas y que ha de volver a casa a sufrir la humillación de siempre, a soportar la frustración de una mujer que le hace sentir culpable de su propia insatisfacción y quiere hacer siempre exactamente lo contrario que él. Tras ese gin-tonic hay una mujer que lo humilla, que lo castra y que le jode la vida y la esperanza un poquito cada viernes. Yo soy yo y tus circunstancias.
«Es cierto que una mujer te pone siempre en falta», me dije al despedirlo. «Es cierto que la falta del hombre es la mujer, mientras que, quizá, la falta de la mujer sea la propia vida». Y fue justo ahí cuando pensé que, quizá, lo que me faltaba, aquello que buscaba como una oquedad por el Paseo de Zorrilla entre el vendaval sensato de este otoño indeciso era precisamente eso, una mujer, una compañera, una humillación a la que volver estos viernes de ciclogénesis.
Pero no. No era eso. Era otra cosa, era otra cosa. Mientras lo decidía, caminaba con cara de tener muy claro dónde ir, saludando con la barbilla a todo aquel que me saludaba y que, por supuesto, jamás conozco. Y entonces recordé un local en la Acera de Recoletos, en el corazón del Valladolid más burgués, que se llamaba El Escorial, un bar tremendamente pijo, caro y de gente que entonces me resultaba muy mayor, pero que, supongo, serían más jóvenes de lo que yo soy hoy en día. Pero no existe, y mi cabeza me llevó a Molina 7, frente al Roxy, local al que, a finales de los noventa, iban los jefazos, los políticos, los empresarios, los artistas, la gente de la noche y, en definitiva, todo aquel con dinero que al día siguiente no tuviera que madrugar. En aquellos años aún no había móviles, pero había mucho humo, por lo que todas las noches parecíamos Bogart. Ahora parecemos Los Serrano.
Yo no estaba buscando algún bar oscuro al que poder ir mientras fingía ir a cualquier otro sitio. Yo no quería la soledad de un mundo con móviles y mascarillas
Fui para allá como un rayo, bajé las escaleras como quien baja al infierno y me pedí otro gin-tonic, claro. Eran solo las seis de la tarde, pero estaba completamente solo. Me senté en una mesa y me quité la mascarilla. No tenía planes, ni compromisos. Tenía tiempo y tenía dinero. Pero entonces supe que tampoco era eso. Yo no estaba buscando algún bar oscuro al que poder ir mientras fingía ir a cualquier otro sitio. Yo no quería la soledad de un mundo con móviles y mascarillas.
Lo que yo quería es que allí estuvieran mis amigos, cientos de conocidos y muchas mujeres sonrientes con letra de colegio de monjas y una belleza evidente, no debatible, una belleza de meteoróloga. Yo quería expectativa de milagros y sonrisas como bandas sonoras. Lo que yo quería es que fuera 1996, porque lo que yo llevaba echando en falta todo el día no era el tiempo ni el espacio, no era a una persona o un ambiente concreto sino a mí mismo, a la mirada limpia, a la vida como tenía que haber sido, a la soberbia de la inocencia, a la felicidad de volver a mirar sin cinismo y de recorrer esta tarde como si no fuera en realidad un libro de Elige tu propia aventura en el que ya me he leído todos los finales.
Al llegar a casa, mientras me descalzaba sentado en el borde de la cama azul, pensaba que la falta lacaniana, esa falta entendida como la falta del ser propiamente hablando, es una basura. «La única falta es la Dios. No estamos completos porque a quien echamos de menos es al Padre», y me metí a la cama acordándome de las palabras de Unamuno: «¡Ser, ser siempre, ser sin término, sed de ser, sed de ser más!, ¡hambre de Dios!, ¡sed de amor eternizante y eterno!, ¡ser siempre!, ¡ser Dios!». Y me quedé dormido en una media sonrisa.
El mundo tendría peor ventilación sin alguien lanzando los ojos al techo de la oficina o dibujando monigotes en los márgenes de un libro de texto.
Ignacio de Loyola, a quien se ha definido como «contemplativo en la acción», se entregó toda su vida a una incansable actividad en la contemplación.