Armando Zerolo | 10 de noviembre de 2020
La ciudad me devuelve cada mañana la cordura que pierdo cuando se rompe la pertenencia que me une a la obra común. Cordura que ata con doble lazo lo que soy al lugar donde vivo, porque vocación y tarea es un camino de ida y vuelta.
A las siete de la mañana la ciudad aparece dormida, tan apagada como mis fuerzas. La niebla filtra las luces de los coches y semáforos, y las difumina en un halo que no es de misterio sino de pesadumbre. En esa hora del día en la que está todo por delante, las tareas pendientes pesan más que las derrotas, pues al fin y al cabo los fracasos ya han quedado atrás. En esos momentos me gustaría tener la claridad de vivir con ilusión lo que está por venir, pero el ánimo pesa y el café no es una poción mágica que me dé la vuelta como a un calcetín. La cara desanimada y cansada pesa plomiza, y la moneda cae siempre del mismo lado.
El momento del crepúsculo matutino, el momento previo a lo previo, lo que va antes de lo primero, lo que todavía no ha sido, ni parece ser, es el momento de las disociaciones. Ando, y me miro andar, como si mis pasos no me perteneciesen. Me asombro de mi cuerpo levantándose cuando todo dentro de mí grita que no hay fuerzas. Me descubro dentro del autobús que me lleva a mi destino como si alguien me hubiese metido allí. Yo no me he movido todavía y ya estoy camino del trabajo. Mi voluntad no ha tenido ocasión de pronunciarse sobre lo que le da la gana, y el cuerpo lleva ya media hora andando suelto por el mundo. Crepúsculo y locura son el momento físico y el estado mental que en mí coinciden todos los días cuando aún no ha amanecido.
Ser y hacer se muestran enfrentados en las mañanas de otoño y en mi vida también. Saber hacer algo sin saber para qué hacerlo. El talento, da igual cuánto tenga, ha sido a lo largo de mi vida un problema. Escribir fácil, hacerlo rápido, «con la minga», como me dice un amigo, «tienes que escribir más», me dicen otros, «haz Humanidades», me decían en el colegio, ¿para qué? Aquello me abrasaba como si Dios me hubiese querido castigar concediéndome la facilidad de la escritura. Me hablaban de lo que se me daba bien, y determinaban mi vocación valorando mi talento. ¿Pero y yo qué?, me preguntaba. ¿Para qué quiero pasarme la vida escribiendo si cuanto más hago más me deshago? Honores, decía Platón, no son lo que queremos, porque dependen del reconocimiento de otro. Y el talento me daba honores, pero no me liberaba de la carga de vivir. Hacer las cosas «con la minga» me condena al ostracismo.
Agassi jugaba bien al tenis, y en cada golpe se le iba una gota de humor y una parte de su columna vertebral. Cada victoria dolía tanto o más que la derrota. El tenis era una fuerza bestial que lo poseía, pero no lo construía. Era lo que sabía hacer, pero no lo ayudaba a ser. Chillida pintaba tan bien con una mano que empezó a pintar con la otra. El virtuosismo le ahorraba la responsabilidad de ser. Dibujaba tan bien que la actividad no le exigía nada. En un hacer demasiado fácil su ser se escondía. No hay que ser ni Agassi ni Chillida para descubrir que es muy fácil esconderse, a veces tan bien, que nos perdemos. Perderse en el mundo es tan sencillo como hacer lo que se nos da bien, o lo que los demás nos reconocen, olvidando que detrás de lo que hacemos estamos nosotros mismos.
El autobús llega a Moncloa y me quedan las cuestas de Isaac Peral para llegar a clase. La vida es cuesta, es exigente, y el cuerpo se resiste. Pero sigo paso a paso, y los coches se mueven a su ritmo, que no es el mío. Las farolas alumbraban las aceras mucho antes de que yo llegase, y los semáforos impiden o autorizan mi paso. La churrería enfrente del cartel de Urgencias humea, y algunos se detienen. Unos jardineros adecentan las praderas y otros se empeñan en destoconar un viejo olmo, mientras acacias recién plantadas colorean de amarillo los adoquines. El muro de contención del Poveda, que ya no contiene nada, está siendo reparado para que dure al menos otros cien años más. Ni el que plantó el viejo olmo muerto vive ya, ni los que plantan acacias o reparan muros verán el final de su obra. La vida sigue su ritmo. Y avanzo por la calle, ahora cuesta abajo, y las luces de mi aula se ven a lo lejos. Ya están encendidas antes de que yo llegue, y mi cabeza llega allí antes que mis pies. Por primera vez en el día el pensamiento adelanta a la acción. Ya me veo dentro, estoy saludando, me apetece ver a mis alumnos. ¿Cómo empezaré? No me gustan los chistes, prefiero la actualidad. La comentaremos.
La realidad se vuelve hostil y me defiendo de ella, la ataco porque me ataca, y me ataca porque la ataco
He tardado quince minutos en recorrer la calle, los quince minutos que ha durado la sinfonía de la ciudad, lo que tardo en darme cuenta de que mi estado de ánimo no tiene por qué coincidir necesariamente con el estado del mundo. El espacio que me ha devuelto el tiempo, lo que he tardado en introducirme en el ritmo del diapasón para poder tocar con el resto de la orquesta. La ciudad me devuelve cada mañana la cordura que pierdo cuando se rompe la pertenencia que me une a la obra común. Cordura que ata con doble lazo lo que soy al lugar donde vivo, porque vocación y tarea es un camino de ida y vuelta. Cuando se rompe el lazo que nos ata al mundo, nuestra tarea se convierte en acción desnuda, y desatada, actúa como una fuerza disolvente tanto del mundo como de mí mismo. La realidad se vuelve hostil y me defiendo de ella, la ataco porque me ataca, y me ataca porque la ataco. Lo que era un círculo virtuoso en el que la vida, la vida de la ciudad, me devolvía mi propia vida, se puede convertir en círculo vicioso, viento huracanado que nos lleva por delante.
Entregarme en holocausto en el preciso momento en el que parece que la locura ha llegado al extremo, en el preciso instante en que me descubro perdido en un mundo de ideas y batallas que ha dejado de pertenecerme, me devuelve a mi propia necesidad y me recuerda que mi corazón reposa en una realidad cotidiana que me rescata con su armonía misteriosa.
La muerte ha sido expulsada de nuestros hogares. Se la ha sacado a rastras para encerrarla en edificios con profesionales y máquinas.
Pensé que, quizá, lo que me faltaba, aquello que buscaba como una oquedad por el Paseo de Zorrilla entre el vendaval sensato de este otoño indeciso era precisamente eso, una mujer, una compañera, una humillación a la que volver estos viernes de ciclogénesis.