José María Contreras Espuny | 11 de febrero de 2021
La vida está llena de acontecimientos, o lo que es lo mismo, cosas que pasan debido a los encuentros y desencuentros de las cosas que son.
Salvo porque hay que vivirla, la vida es maravillosa. Está llena de cosas; cosas en su sentido más amplio, en su primera acepción: «Lo que tiene entidad, ya sea corporal o espiritual, natural o artificial, concreta, abstracta o virtual». Es decir, de todo, cosas. Y como las cosas no siempre se están quietas, la vida también está llena de acontecimientos, o lo que es lo mismo, cosas que pasan debido a los encuentros y desencuentros de las cosas que son. Y todo resulta fascinante, tanto lo que es como lo que pasa.
Un ejemplo: pensemos en algo que sea, pensemos en A. Digamos que A se ha comprado un B porque le queda como un C y cree que puede ayudarlo a conquistar a D. Pero D, lo saben todos menos A, pretende a E. Así que, con toda F, a A se le romperá el G en mil H. Luego, cuando llegue a su I, se quitará el B, lo mirará con J en sus K y lo desgarrará desconsolada, mordiendo la almohada, maldiciendo su vida. Sin duda, ha sido un acontecimiento entretenido para todos, salvo para A y B, pero como B es un vestido que ni siente ni padece, tampoco es para derramar jotas.
Pero A, ay pobre A… Al sufrirlo en sus carnes, no ha podido degustar los sabrosos matices del acontecimiento. Cuando pegó el vestido sobre la ropa que llevaba y giró las caderas frente al espejo, nosotros paladeamos su esperanza, enriquecida además por el amargor de un fracaso inevitable que la propia A no vio venir. Ella no disfrutó la experiencia, únicamente la sufrió. Fue su esclava. Porque para disfrutar hay que estar por encima, y A, ingenua, anhelante, pintándose por primera vez los labios de rojo, no lo estaba. Por eso se ofendería si supiera que estamos aquí, deleitándonos con lo que considera una desgracia terrible. Solo los años le permitirán compartir nuestra perspectiva.
Este convencimiento –la vida es mejor en pellejo ajeno– me llevó a tomar una decisión antes de los 20. Estaba entonces tan encandilado por cuanto era y bullía a mi alrededor que determiné adoptar un papel pasivo en adelante. Me jubilaría: rondaría la vida como los viejos rondan las obras. Nada de intervenir, solo observar, echar la mañana. Y así lo hice. Y pasé horas sentado en las terrazas: el cigarro en la boca, el vaso en la mano, los ojos y la mente en la concurrencia.
Iba a las discotecas y no hablaba con nadie. Por feo y por varón tampoco nadie hablaba conmigo. Así podía dedicarme a admirar cómo mi generación se manejaba por aquella ruidosa penumbra. Lo que más me gustaba con mucho era el delirio dionisiaco y estroboscópico de las últimas canciones. Ahí se vaciaban y el aire quedaba saturado de vida; no de la mía claro, sino de la suya, ordinaria, caliente, apasionante. Y esa era la idea: renunciar a la vida para disfrutarla al máximo. De hecho, habría acabado filósofo si no fuera porque no entiendo la filosofía.
Después todo se torció. Para desviarme –mi madre utilizaría un verbo más providencial– irrumpió la que ahora es mi mujer. Era guapa de una manera improbable y estaba viva con una extraña y tentadora naturalidad. Y no solo es que estuviera viva, sino que, como tuve ocasión de comprobar, tenía tendencia a dar vida a su vez. Albergaba la descabellada idea de que la felicidad consistía en traer personitas al mundo y cuidarlas luego. Le dije que aquello era absurdo, pero no importó.
Cinco años de matrimonio, tres hijos. Una cantidad considerable de gente viviente a la que, desde los Reyes de este año y contra mi voluntad, hay que sumar un conejo. Yewi-Mik se llama y es motivo de angustia constante para Matilde. Le angustia que pase frío. Le angustia porque cree que se ha torcido una pata. Le angustia tenerlo dentro porque no le da el aire. Le angustia tenerlo fuera porque lo merodean los gatos. Y entiendo a los gatos: Yewi-Mik es una presa como hay pocas, entrañable y con la mirada vacua y asustadiza que cualquiera con colmillos traduce por «cómeme». A mí el conejo me da un poco igual, la verdad, pero como no es agradable vivir con alguien angustiado porque la angustia salpica, lo mejor será que algún gato demuestre ser digno de la reputación de su especie.
Mientras tanto, sigo en la lucha. Y aunque Matilde me fuerza a estar más vivo de lo que habría deseado, concentro mis esfuerzos, por lo común titánicos, en lo que este tiempo inquieto calificaría como no hacer nada.
Pero es difícil. Primero, porque los niños emiten una especie de radiación dinámica y desasosegante. Segundo, porque mi misión es que sigan haciéndolo, y para ello he de estar activo, y activo de forma remunerable. Y si bien rascarme la barbilla es una actividad, no hay quien me pague por ella. Así pues, he de sacrificar mi tiempo. Por su cadáver me dan dinero. Después voy al Mercadona y aceptan ese dinero a cambio de alimentos para los vivientes de mi casa, incluido el conejo. Por último, se defecan esos alimentos y, como se está acabando el papel, volvemos al Mercadona. El ciclo de la vida.
Por otra parte, podría decir que la familia exige también cierta actividad propia de conserje: apretar tornillos, cambiar bombillas, engrasar bisagras, imponer moderación a la cisterna con ínfulas de manantial… Pero la realidad es que soy un inútil. Según creo, tenemos un destornillador, o teníamos, no sé.
La vida es un espectáculo sin igual, siempre y cuando no se forme parte de él
Ahora bien, aunque ni la ronquera de la Thermomix ni las plumas que desertan de los cojines me mueven a la acción, sí me hacen pensar. Y pienso en cómo esclavizan las posesiones, en cómo la entropía de los cacharros me obliga a seguir cambiando tiempo por dinero para después cambiar ese dinero por el tiempo de un manitas que frene, porque parar no puede, la tendencia a la desorganización de lo frágilmente organizado. Te fijas en los muebles, en esta litera que acabamos de comprar por una hecatombe de tiempo. Parece firme pero es una ilusión: por dentro ya se está desmoronando.
Además, quienes me preceden en la paternidad aseguran que esto no es nada, que todo se agravará cuando crezcan los niños; en parte por las pertenencias –una pared pintarrajeada hoy será un rayón en el coche mañana–, pero sobre todo en lo relativo a la vida. Ahora, con 4, 3 y 1 año, mis hijos están alborotadamente vivos, pero de una forma muy sencilla, como cachorros. Con tenerlos alimentados, con Apiretal en las venas y sin despeñar, te dan el diploma. En una década, sin embargo, todo será diferente según dicen, más complejo y comprometedor. Lo chichones pasarán a ser traumas, decepciones, aspiraciones, ansiedades, parejas, desparejas, rebeldía, la Erasmus… Cuánto disfruté la Erasmus. A ver si la quitan.
Por tanto, solo queda la posibilidad de que alguno de los tres, si no los tres, salgan a su padre y descubran que la vida es un espectáculo sin igual, siempre y cuando no se forme parte de él. Ojalá renuncien pronto y se estén quietecitos, viendo, pensando. Y que perseveren, que no se distraigan, porque luego se les cruza alguien como a mí se me cruzó su madre y acabas en el Mercadona por amor, frente a la caja, con un paquete de papel higiénico en cada mano.
La maternidad numerosa -para el ethos que va consolidándose en nuestra sociedad a golpe de decreto y con la corriente de la liquidez posmoderna empujando- es un capricho.
La montaña no se mueve, no se derrumba ni cambia de postura. Acepta el cielo del invierno y calla bajo la nieve, helándose cada noche.