Jesús Montiel | 11 de abril de 2021
El odio está siempre al final, acechante. Cuando todas las posibilidades se han agotado, solo quedan él y la humildad, ese raro don de los cielos.
Odio esas galletas. Lo ha dicho uno de mis hijos, desayunando. Y sé que es una frase hecha: odio. Pero siempre me ha escandalizado esta expresión, consciente de que las palabras no solo nombran, sino que además construyen la realidad. Odio los lunes, a los políticos, te odio, no hay cosa que odie más que mi trabajo, esa persona es odiosa. Decimos odiar con bastante facilidad, hemos incorporado este verbo a nuestro léxico más cotidiano. Odiamos igual que bebemos Coca-Cola. Galletas, pero también días con lluvia o el verano, las clases sociales o un equipo de fútbol. Todo puede ser odiado. También las personas, sobre todo aquellas a las que más hemos querido, de las que más amor esperamos.
Odiar a alguien es tan fácil como odiar las galletas. A mí está a punto de sucederme. Una persona cercana, a la que se quiere, puede volverse una mala persona. Ser un infierno para quienes lo rodean. Hacer daño, y adrede. Somos una delicada aleación de buenos propósitos y oscuridad, y a veces gana esa parte más sombría y esa persona se convierte en un demonio, decimos. Alguien que destroza el orden afectivo o familiar, y de qué manera. Antes uno lo ha intentado, ha usado palabras suaves, abrazos, lo ha invitado a un cambio de dirección. Pero cuando vemos a esa persona empeñada en el mal que lo ha engullido, entonces uno experimenta la cercanía del odio. La tentación del odio. El odio está siempre al final, acechante. Cuando todas las posibilidades se han agotado, solo quedan él y la humildad, ese raro don de los cielos.
El odio llega por la noche, sobre todo. Entonces el rostro de la persona a la que odiamos se nos aparece como un espíritu, en el silencio de nuestro lecho. Vemos todo el daño que nos ha hecho. Nos asaltan recuerdos, escenas que no deseamos, que querríamos mandar lejos. De una patada, igual que se hace con una pelota. Odiar es tan sencillo como no espantar esas imágenes. Se trata de ceder a su poder hipnótico y continuar esa película que se proyecta debajo de los párpados. Si lo hacemos, ese odio nos llevará a más odio. El odio es un visitante que nos parece amable, proporcional, pero que una vez entra en casa, si se le invita, se adueña de todo de malos modos y quema nuestras habitaciones. Odiar no conduce a nada. Nunca he visto una sola persona que se haya sentido mejor tras hacerle caso al odio. Que le haya ido bien en la vida odiando. Nadie es inmune al odio, pero no tenemos la obligación de odiar.
Llevo días a punto de caerme en el odio, pero el odio conduce a más odio y enferma cada minuto. Hay un poema que empleo como jarabe, de Enriqueta Arvelo. Dice así: No quiero mirar a ese sitio;/ ahí está el odio./ Tiene los ojos curtidos/ de mal fuego./ Lo esquivo./ No quiero saber siquiera/ cómo hace sus incendios./ No quiero ver su factoría./ Lo rehúyo abiertamente./ Y yo no soy su blanco.
El cortijo de mis padres, donde almorzamos los domingos, se parece más al Serengueti que a Cantora. Hay que contar 19 adultos y 12 niños. Y siendo ya vida suficiente, aún habría que desglosar la bichillería.
La adversidad, tan denostada en nuestros días, ha sido siempre un maestro efectivo. El sufrimiento me ha hecho madurar a lo largo de mi vida.