Estrella Fernández-Martos | 11 de abril de 2021
En estos años de cultura de la confrontación, nos están «colando la bacalá» de que hemos de elegir entre la Naturaleza y nosotros, cuando la verdadera cuestión es ser nosotros en la Naturaleza.
Me siento a escribir escuchando unas apenas perceptibles notas de piano y pajarillos y hojas de árboles danzando en sus ramas al sol de la tarde de un día de primavera; notando un sol que me calienta el cuello y los hombros, mientras acaricia mi espalda a través de una camisa clara, de aquellas antiguas masculinas de dormir. Se recuesta una en este claro esta tarde y apetece caminar descalza sobre la hierba para recoger aquellas flores blancas que brotaron hacen unos días para que mañana adornen la mesa. Llegan aromas a lavanda y romero. Y a futuro calor. Esta es la hora en que mejor se escuchan los sonidos sencillos y se perciben los olores tenues. Me siento a escribir rodeada de naturaleza, de toda la naturaleza de la que es capaz de reproducir mi iPad a través de la conexión bluetooth con el altavoz que una de mis hermanas me regaló por Navidad.
Es paradójico necesitar conexión para acceder a la paz que nos proporciona la observación de una Naturaleza a la que pertenecemos en esencia y de la que nos hemos ido desconectando siglo a siglo. Y, sin embargo, es allí, donde no llegan la fibra o el wifi, que estaríamos inmersos en nuestro hábitat natural, en nuestra verdadera conexión con el mundo, nuestro poder sobre él, nuestra debilidad, y parte de nuestro abismo existencial, individual y como especie.
Cuando hablamos de Belleza, instantáneamente, evocamos paisajes de todo tipo: marinas, montañas, desiertos, selvas. Sus olores, sus sonidos, flora, fauna. Algo hay en nosotros que, por más urbanitas que seamos, nos empuja a reconocer que cuando termina el asfalto empieza un maravilloso mundo de comunión con nuestro planeta. Con todo él. Y con nosotros en él. Es cierto que podemos acudir si queremos, pero cada vez es más difícil, no solo porque cada vez lo tenemos más lejos, sino porque, al conocerlo menos, nuestra ansia de él no nos lleva a recuerdos, vivencias, no sabe dónde buscar. Una gran necesidad habita en el ser humano, pero cada vez le resultará más difícil identificarla, porque una cosa es ser consciente de un vacío y otra muy distinta, reconocer las formas que le faltan sin tener referencias reales previas.
Se humaniza a los cachorros de los animales mientras se deshumaniza a los de los hombres, al Hombre mismo. Esta infantilización del ser humano lo lleva a abandonar la razón para las cosas reales y a basar sus decisiones en emociones, querencias o apetencias, al tiempo que reniega de la verdadera cara de la Naturaleza. Pues, si bien es cierto que los cachorrillos nos llenan de ternura, algunos pretenden no ver que el animal adulto caza para alimentarse a sí mismo y a sus criaturas, que algunas especies se organizan para adaptar el paso de la manada a los más débiles y/o mayores de su clan, y que la vida individual conlleva decisiones y sufrimiento elegido para conseguir un objetivo y gran mejora, como el águila, que a determinada edad se construye un rincón protegido en las montañas, se arranca el pico, las uñas y las plumas y espera entre dolor, inseguridad y hambre, a que vuelvan a crecer, para poder seguir viviendo una media de treinta años más. La vida es difícil y dura, la Naturaleza lo muestra. Está ahí, no lo esconde.
Pero también es asombrosa, maravillosa toda ella. Se abre paso en cualquier circunstancia, se adapta, gana. Es sobrecogedor el manto de belleza con el que han cubierto las ruinas de Chernobyl desde la tragedia. El ser humano no puede vivir allí, pero la naturaleza cubre todo con su manto. Cualquiera puede encontrarse en un paseo por cualquier ciudad una plantita que se abre paso entre los adoquines, iluminando el gris del asfalto con su verde sapo. Son avisos de la tierra, llamadas de atención para que preguntemos por ella, por sus desiertos de hielo, de arena, de sal. Sus bosques, mares, sabanas. Desfiladeros, cañones, ríos. Nos quiere allí, en ella. Arando, pastoreando. Tumbados al sol viendo pasar las nubes, escuchando sus sonidos. Advirtiendo, al caer la tarde, la Luna, Venus, las estrellas. Nos quiere enseñar la Aurora Boreal, descubrir sistemas, galaxias, vías. Que nos preguntemos qué hay ahí fuera, cómo es de grande el Universo, cuán pequeños nosotros. Cómo suenan otros planetas, otras atmósferas, otras vidas. Tanto por ver, por descubrir, por aprender, ¡por formular todavía!
Es paradójico necesitar conexión para acceder a la paz que nos proporciona la observación de una Naturaleza a la que pertenecemos en esencia y de la que nos hemos ido desconectando siglo a siglo
La vida se abre paso en cualquier condición. Es fascinante un mundo que alberga criaturas marinas que nos helarían la sangre y aún no hemos sido capaces de descubrir, y criaturas pequeñitas, coquetas, que sobreviven gracias a su belleza como las arañas con mosaicos de espejos que más parecen broches de joyería que animales. Un mundo que encierra los secretos de la geometría en sus flores más sencillas, aunque se muestre exuberante y, aparentemente, desordenado. Una fauna que nos acompaña, alimenta y mejora el trabajo.
En estos años de cultura de la confrontación, nos están «colando la bacalá» de que hemos de elegir entre la Naturaleza y nosotros, cuando la verdadera cuestión es ser nosotros en la Naturaleza. Viviendo, cuidando, protegiendo y sirviéndonos de ella. En estos años de destrucción de esta comunión, es importante manifestar nuestro asombro por la Creación, por su belleza, por nuestro lugar en ella. Y hacerlo en cada momento, porque aunque nosotros no lo veamos, quién sabe si en en el futuro seremos esa florecilla que, abriéndose paso entre las grietas del asfalto, llame la atención de alguien que lleva tiempo viviendo de artificio pero con la sospecha de que se la han dado con tofu.
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