Ricardo Franco | 13 de mayo de 2021
Allá donde vayas, las ciudades pierden poco a poco su singularidad y su nombre, y en su lugar encuentras la misma estética fría, dominadora y colonizadora del corazón.
Hace una semana pude pasear por la Gran Vía de Madrid. Los transeúntes caminaban tristemente alegres con su bolsa de satisfacciones colmadas, y hablaban despreocupados mientras entraban y salían devotamente de los templos que ni tan siquiera la pandemia ha podido arruinar. Me llamó la atención especialmente uno, de un blanco inmaculado, limpio y puro, que iluminaba media calle como si fuera la entrada al más allá. Pero solo era una tienda más de telefonía móvil, justo enfrente de la pequeña zapatería -desgraciadamente cerrada- en la que una vez compré aquellas botas de bordados tan discretos desde la punta hasta la caña.
Allá donde vayas, siempre encuentras esa misma calle, con esos mismos templos fascinantes y su vulgar y estridente forma de atraer -y esclavizar- los sentidos y el deseo. Allá donde vayas, las ciudades pierden poco a poco su singularidad y su nombre, y en su lugar encuentras la misma oferta, con los mismos rostros de ilusa satisfacción, la misma música, la misma luz, el mismo letrero en ese idioma que no todo el mundo tiene por qué entender, y la misma estética fría, dominadora y colonizadora del corazón.
Desde que dejé Madrid, cada vuelta a la capital ha sido más traumática. No sé si por la nostalgia de no encontrar mis antiguos lugares de esparcimiento, como esa cueva de la que salíamos a las claras del día después de bebernos los cantes y otras cosas, y ahora es una vinoteca más -por supuesto, cerrada-, con mil vinos distintos y tapas diminutas. O quizá sea el hecho de vivir ahora en un lugar tan de otra época como el Albaycín: paralizado en el tiempo, resquebrajándose poco a poco por los temblores que llegan de Santa Fe y donde, afortunadamente, jamás habrá una tienda con fotos gigantes de futbolistas o de corredores felices y embutidos en mallas fucsia, venciéndose a sí mismos en su absurda competición.
Pero lo peor no son las tiendas, sino las personas con las que te cruzas: paseantes-transportistas de bolsas, porteadores de deseos cumplidos, compradores de lujo más o menos barato; con el móvil y el café para llevar en la misma mano, y esa mirada indescriptible de haberlo conseguido todo hasta la siguiente tienda o el siguiente sueldo, si tienen la dicha de conservar aún el trabajo; creyentes de la nueva religión sin estampas ni plegarias, ni cirios ni confesiones, excepto las que le hacen al amigo sufridor de su monólogo sin escucha ni propósito de enmienda. Y lo llaman amigo, pero debería llamarse sparring pugilístico o víctima propiciatoria de las divagaciones que solo giran en torno a un «yo», repetido hasta la náusea y el hartazgo de las relaciones.
Porque ese hartazgo, esa saciedad, ese empacho vomitivo del yo, la hinchazón y la exagerada devoción al yo, es la verdadera razón del cambio progresivo de todo, convirtiendo a las ciudades y a las personas en lugares sobre los que esparcir ociosamente ese yo inmenso con sus problemas, sus preocupaciones, sus miedos, y su ombligo… y su «otro» yo: el que se esconde para no asustar al prójimo, y a veces se queda en silencio, pensando al final del día, a solas en la cama, y una bendita pena mansa se posa como una sombra sobre las compras, el móvil, las series vistas en bucle, recordándote que no basta lo que haces para ser feliz, mientras en las calles, de noche, los contenedores incendiados vuelan como cometas de plástico y humo bajo un cielo negro, estrellado, paciente, maravilloso e infinito como Dios.
Así que hago mis cosas y vuelvo a las carreteras solitarias, donde se aparecen los rostros que has dejado atrás, al toro que espera mi capotazo y triunfo definitivo en Madridejos y a la campiña andaluza, que no necesita disertaciones intelectuales ni barricadas para reverdecer ella sola en su belleza, año tras año; con sus almendros y sus olivares alineados perfectamente, como si el ángel de esta tierra hubiera peinado las colinas con la última pluma de su ala. Y al final, siempre el amor de Granada, todavía sin cante ni baile, donde me espera Manuel, el de la Loles: tocaor, maravilloso gitano, con la caridad y la gracia suficiente para hablar lo justo en nuestros paseos al atardecer de hombres libres frente a la Alhambra, y al que no le importan lo más mínimo estas tonterías que escribo ni lo que os pasa allí, en el gran ombligo lleno de tiendas y egos de la capital.
Lorenzo Silva y Noemí Trujillo publican «Si esto es una mujer», una novela policíaca que se desarrolla en los lugares menos luminosos de Madrid.
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