Jesús Montiel | 14 de marzo de 2021
La adversidad, tan denostada en nuestros días, ha sido siempre un maestro efectivo. El sufrimiento me ha hecho madurar a lo largo de mi vida.
Aunque no lo expresase en público, vivía mis cenas con culpa. Tras acostar a los niños, tomaba asiento en el sofá, al lado de mi mujer, encendía el televisor y cenaba opíparamente, siempre con Coca-Cola, y tras la cena ingería un helado como postre. Todos los días, hasta en invierno. Estos elementos -televisión, Coca-Cola y helado- eran para mí los ingredientes del paraíso. Un paraíso artificial pero indispensable. Así que yo, que anhelo la vida sencilla, me preguntaba cómo era capaz de correr treinta kilómetros semanales tras haber fumado un paquete diario durante quince años, cómo en una sola década he podido escribir quince libros y tener seis hijos y no ser capaz de abandonar los helados ni la televisión. Ese ratito gratificante y nocturno, cuya enfermiza necesidad solo conocía mi mujer. Por más que lo intentaba, chocaba con un límite. Y eso, mi imposibilidad para vencerme, ratificaba mi creencia: no era algo inocuo sino una adicción, algo así como un calmante con el que escapaba de mis tensiones.
Hace no mucho, varios terremotos sacudieron Granada. Al vivir en un sexto piso, los temblores se sienten con más intensidad. Tanto es así que una noche, tras dos que superaron los cuatro grados, bajamos con los niños a la carrera y permanecimos con otros vecinos en un descampado hasta la madrugada. Desde niño me han dado pánico los terremotos. De hecho, al venir a este piso de alquiler hace nueve años, mi única pega fue la altura, todas las escaleras que tendría que bajar en caso de un hipotético temblor. Llevamos desde entonces semanas de enjambre sísmico, y su término y duración son impredecibles, según los expertos. De modo que me acuesto vestido, y cualquier rumor me sobresalta. Hasta muevo, para permanecer tranquilo, las lágrimas de nuestra araña del salón una vez tras otra, como un hechizado.
Mañana puede haber otro seísmo, lo ignoro. Y no saberlo me da miedo. Sentado en mi banquito de madera no intento eliminar esa sorpresa desagradable, es imposible. Intento aceptarla, vivir siendo discípulo de mis límites. De momento me acuesto antes, ya no como helado, y hago cosas más interesantes que ver un programa entretenido. Sí, he de admitirlo: la adversidad, tan denostada en nuestros días, ha sido siempre y es en este caso un maestro efectivo. El sufrimiento me ha hecho madurar a lo largo de mi vida. Aquel rato sagrado, mi paraíso artificial, no existe. Lo ha destruido el terremoto. Así que ya no como helados.
Todo cuanto buscamos pensando en el futuro, escarbando en el pasado, está sucediendo ahora mismo.
Lugar de ensueño que enamoró a sultanes, reyes y emperadores, perla del Romanticismo redescubierta por Washington Irving y David Roberts, la Alhambra ha sido cantada por los más grandes poetas desde el Siglo de Oro.