Ricardo Franco | 18 de enero de 2021
Escribir es el intento de poseer y de retener un poco de ese trocito de belleza revelada en el instante, casi divino, en el que el asombro vence por fin a la distracción.
A petición de un amigo, voy a divagar el rato que me dejéis sobre el acto de escribir. Acto raro en sí mismo, teniendo en cuenta que la mayoría de la gente lee poco, o nada, más allá de las instrucciones del móvil y las cartas de amor del banco; y la mayoría de los efluvios literarios de tantos y tantos escritores, ensayistas, poetas y narradores, se pierden por el sumidero cultural de los libros de saldo en ferias provinciales y paseos marítimos de nuestra costa.
Y, sin embargo, todavía hay gente que gasta tinta y teclado buscando y rebuscando palabras con la necesidad imperiosa de nombrar algo que aparece velado en la bruma cotidiana de los días, o como una señal lejana en la tempestad nocturna del océano. Quien pierde el tiempo escribiendo lo hace atraído por una intuición, por un presentimiento, o una certeza, o por un dolor que solo parece encontrar un poco de consuelo en la palabra adecuada y en la expresión escrita.
Se escribe, entonces, por la profunda conmoción que produce algo o alguien: una voz; unos ojos: esos ojos en los que todo poeta querría zambullirse y que, de repente, te miran a ti, y solo a ti. Por eso, se escribe siempre provocado por una presencia que te inunda como un atardecer, o por una ausencia asfixiante a la que llamas a voces sobre un papel para dejar constancia del impulso creativo que ha incendiado nuestro ánimo. Pero, claro, hay que amar mucho la vida para describir ese incendio. Sentir su ímpetu amoroso y amargo en el pecho. Amarla tanto que absorba toda la atención, toda la mirada cuando ves la vida florecer o decaer; o adviertes los matices que adquiere el cielo y el eco que provoca en tu corazón, si está atento. Porque para escribir, hay que estar vivo; es decir, estar atento. Despierto.
Personalmente, yo no escribo por un afán educativo o pedagógico que ilumine a la masa ignorante, o por la defensa de aquello que no tiene necesidad alguna de ser defendido. Solo sé, y así os lo digo, que necesito expresar de esta pobre, irónica e inadecuada manera, el silencio que me absorbe, en ocasiones quizá demasiado, cuando veo algo bello y me atrapa en su halo dorado e inaprensible. Escribir, para mí, es eso: responder de alguna manera al eco insistente de la belleza en el corazón. Escribir como respuesta a una llamada, tal y como la hoja responde tímidamente enrojecida al abrazo impetuoso del otoño, sabiendo que va a morir.
Yo escribo, cuando escribo, para responder a esa insistente llamada que a veces me llena de alegría, y otras tantas de dolor; para responder y, en cierto sentido, consignar en el tiempo, para la eternidad y para el paciente lector, esta belleza vibrante que ilumina las cosas desde dentro y las vivifica, dotándolas de una vida que resplandece ante los ojos de quien quiere ver.
Escribir, para mí, es responder de alguna manera al eco insistente de la belleza en el corazón
Yo escribo, cuando escribo, y quizá no debiera hacerlo, para expresar de alguna manera esa atracción que producen las cosas que se posan delante de mí y me llaman, me susurran y me desvelan un poco de su infinita belleza. Puede ser una rama del naranjo que se retuerce como se retuercen mis penas; o la memoria de alguien querido que me recuerda mi eterna finitud, y siento encenderse de nuevo la pasión en este corazón frío y ciego. Por eso, en cierto sentido, escribir también es el intento de poseer y de retener un poco de ese trocito de belleza revelada en el instante, casi divino, en el que el asombro vence por fin a la distracción; ese segundo eterno en el que descubres el resplandor fascinante de la vida latiendo delante o dentro de ti, y que hasta ahora había pasado desapercibido.
Entonces, es maravilloso poder mirar, y mirar es vivir, y describir el lento decaer de la luz solar, o el incendio de las nubes sobre el ocaso, entre las campanadas de San Salvador y la oración a Alah, mientras el bramido de las aguas del Darro ahonda la herida de esta ciudad, de nuevo casi desierta. Y nosotros, pequeños y cansados seres, vemos desde la ventana las últimas chispas doradas del sol en los cristales, y un poco fatigados de otro día igual, pensamos ya en el lecho o en el abrazo del olvido, o en la ternura del Señor… ¿Quién sabe? Quizá la radio repite machaconamente las mismas y preocupantes noticias, o da cuenta del cambio del clima, y que la nieve ha invadido la sierra, adornando a la Alhambra con un marco de plata fría. Y miras hacia el Generalife y más allá, a la ermita de la Virgen de las Nieves para comprobar que, efectivamente, un telón de fondo blanco y rosado se cierne sobre Granada, como el presagio del duro invierno que se cierne sobre todas las almas, vivas y muertas.
La tolerancia es el lustre de una cultura, el punto en el que más brilla, aquello por lo que debería ser juzgado un proceso civilizatorio. Pero se esfuma si no es alimentada de nuevo.
La ciudad me devuelve cada mañana la cordura que pierdo cuando se rompe la pertenencia que me une a la obra común. Cordura que ata con doble lazo lo que soy al lugar donde vivo, porque vocación y tarea es un camino de ida y vuelta.