Diego Vigil de Quiñones | 18 de abril de 2021
Ninguno seremos a priori capaces de tener una aparición extraordinaria como la que tuvo Pablo. Pero, si somos fieles a las sugerencias que nos hacen san Ignacio y el padre Ayala, sí podríamos aplicar los sentidos a las apariciones del Resucitado.
En estos días de Pascua, se hace especialmente apropiado meditar y contemplar las apariciones de Jesucristo una vez resucitado. San Ignacio, en sus Ejercicios espirituales (EE), recomienda dedicar la cuarta etapa (cuarta semana, cuando se hace el mes de Ejercicios) a meditar las apariciones haciendo una composición de lugar, contemplando la escena (viendo las personas y lo que hacen, «escuchando» lo que dicen, y en ello sacando algún provecho) y finalizando con un coloquio o varios (uno con el Padre, otro con el Hijo, otro con la Virgen).
Para alcanzar la contemplación del Resucitado y que cambie nuestras vidas, san Ignacio sugiere ir una por una por las 13 apariciones del Resucitado (cfr. EE 299 a 311), a saber: una hipotética y razonable (aunque no reflejada en la Escritura) aparición a la Virgen, las diez apariciones de las que da noticia la Escritura, una hipotética aparición a José de Arimatea y la aparición a san Pablo, de la que el apóstol de las gentes da testimonio en la primera carta a los Corintios (15, 8).
De varias de dichas apariciones tenemos un generoso relato en algún pasaje del Evangelio, como ocurre por ejemplo con las apariciones a los apóstoles en el Cenáculo (con y sin santo Tomás), la aparición a los dos discípulos que iban camino de Emaús (Lc 24, 13-35), o la aparición al grupo de apóstoles que habían salido a pescar en el mar de Galilea (Jn 21). De otras, apenas tenemos noticia. Por ejemplo, la aparición a san Pedro por separado (Lc 24, 34), sobre la cual san Ignacio hace un esfuerzo de imaginación, suponiendo que Simón se retiró a meditar tras ver el sepulcro vacío y entonces se le apareció el Señor (EE 302).
Entre estas apariciones que podemos meditar, quisiera centrarme en la aparición a san Pablo, de la que da noticia él mismo en el pasaje indicado (Cor 15, 8). San Ignacio señala que dicha aparición fue «después de la Ascensión» (EE 311), lo cual es lógico, porque san Pablo no formaba parte de la Iglesia todavía entre la Resurrección y la Ascensión. No sabemos si san Pablo se refiere a la aparición ocurrida al caer del caballo en el camino de Damasco, o si tuvo lugar un encuentro más íntimo y menos dramático en otro momento.
Sea como fuera, valdría la pena hacer el esfuerzo de imaginación de aplicar los sentidos sobre dicha aparición. ¿A qué nos referimos con aplicar los sentidos? Indica el padre Ayala, en sus Ignacianas, que «consiste este modo de orar en aplicar los sentidos interiores a una materia de oración cualquiera. Estos sentidos pueden ser imaginativos o espirituales. Con los imaginativos nos figuramos con la fantasía que vemos, oímos, olemos, gustamos o tocamos las cosas o personas que intervienen en la materia de una meditación. Con los espirituales del alma vemos con la vista intelectual las cosas o las personas, oímos con el espíritu palabras y voces interiores de Dios; con el olfato sentimos fragancias de virtudes; con el gusto gustamos sabores sobrenaturales, y con el tacto tocamos y experimentamos mociones muy íntimas, con las que Dios nos mueve a amar la virtud» (Stvdivm, Madrid 1955, p.128). Admite que los sentidos imaginativos son más sencillos de ejercitar, pero sostiene que los sentidos espirituales son accesibles a «todas las personas de vida sobrenatural intensa y no solo a ciertas almas agraciadas», pues «al fin, no son sino luces, palabras internas, mociones y gustos del espíritu, que toda alma en gracia y virtuosa puede experimentar sirviendo a Dios».
Lo que cuenta es poner en el centro de nuestra vida a Jesucristo, de manera que nuestra identidad se caracterice esencialmente por el encuentro, por la comunión con Cristo y con su palabraBenedicto XVI
Sin duda que la aparición del Resucitado a san Pablo, aunque tuvo algo de extraordinario, se produciría en buena medida a través de estos sentidos espirituales. Aunque el relato de la aparición que realiza Lucas en los Hechos de los Apóstoles relata un acontecimiento realmente extraordinario que vale la pena recorrer (Hch 9, 1-22), lo cierto es que san Pablo se refiere luego a su encuentro con el Resucitado como una visión (1 Cor 9,1), una iluminación (2 Cor 4,6), una revelación y vocación (Gal 1, 15-16), lo cual no hace descartable un encuentro más sosegado e íntimo. Fuere uno u otro, fue un encuentro a partir del cual todo lo anterior lo considera basura comparado con Cristo (cf. Flp 3,7-10). Un encuentro, en fin, en el que se ve con claridad la maravilla de la redención, y que hace ser consciente de la santificación que Cristo viene a traer a nuestras vidas (Rm 3,24). Una santificación que elimina toda soberbia, y que lleva a no gloriarse sino en el Señor (1 Cor 1,31) y en la cruz de Cristo (Gal 6,14).
Por ello, diría el papa Benedicto XVI en una de sus catequesis sobre san Pablo que «de aquí se deriva una lección muy importante para nosotros: lo que cuenta es poner en el centro de nuestra vida a Jesucristo, de manera que nuestra identidad se caracterice esencialmente por el encuentro, por la comunión con Cristo y con su palabra. A su luz, cualquier otro valor se recupera y a la vez se purifica de posibles escorias» (Audiencia 25 de octubre 2006).
Ninguno seremos a priori capaces de tener una aparición extraordinaria como la que tuvo Pablo. Pero, si somos fieles a las sugerencias que nos hacen san Ignacio y el padre Ayala, sí podríamos aplicar los sentidos a las apariciones del Resucitado. Entre ellas, la de Pablo. Y seguramente con esos ejercicios espirituales de Pascua se podrá tener ese encuentro y alcanzar esa luz capaz de regenerarnos de tantas oscuridades que con frecuencia dificultan nuestra vida.
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