Estrella Fernández-Martos | 18 de julio de 2021
El silencio interior es requisito para un mejor y profundo desarrollo personal, pero también imprescindible para que nuestra propia belleza, sea cual fuere, brote desde la raíz y fluya a través nuestro.
Cada vez era más consciente de que tanto ruido le pesaba por dentro. No eran solamente los sonidos invasivos ajenos a él los que le causaban desasosiego y malestar. Una necesidad interior de silencio le gritaba desde hacía ya demasiado tiempo como para seguir ignorándola. Es cierto que en ocasiones aisladas pueden surgir obras bellas forzando el talento y la voluntad, pero la belleza profunda sólo brota y fluye desde el silencio interior. Así pues, miró a su alrededor, se sintió cómodo con lo que vio, se reconoció en un camino sin trazo fijo y al fin se decidió. Apagó el móvil, lo guardó en un cajón y se dispuso a hacer su primer rato de silencio.
En la cultura occidental a la que aún pertenecemos, la de tradición cristiana, se ha explicado mal el principio regulador esencial que ordena «ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo». Por un lado, el mandato de amar a Dios sobre todas las cosas puede generar una conversación distinta al tema de hoy, según sean las creencias de cada uno y su concepto de la trascendencia. Por otro, la segunda parte, ese «al prójimo como a ti mismo» es un principio que nos ha sido hurtado, como si amarnos a nosotros mismos sólo fuera signo de egoísmo.
A lo largo de estos meses de mayor introspección he descubierto algo que siempre supe necesario pero que nunca había relacionado directamente con la Belleza, a saber: el silencio interior es requisito para un mejor y profundo desarrollo personal, pero también imprescindible para que nuestra propia belleza, sea cual fuere, brote desde la raíz y fluya a través nuestro. No sólo es útil para ser más hermosos por dentro, sino para poder apreciar la belleza en otros y descubrir el lenguaje de lo Bello con mayor profundidad.
Podemos pasar mucho tiempo observando hacia fuera, pero nos cuesta un ocho mil centrarnos en nuestro interior, más allá de nuestro propio ego o de la idea que creemos que otros tienen de nosotros. Todas esas proyecciones, vergüenzas y supuestos sueños, son sólo una pequeña muestra del ruido interno. Desnudarse de ellas es un proceso largo y difícil y, probablemente, inalcanzable en plenitud. Debe ser así de hecho. Pues, ¿acaso no es este el verdadero viaje de la vida?
Vivimos en un momento de constante buenismo que arrastra una gran dureza en el juicio al otro y a nuestro yo. Nos miramos desde el juicio ante los fallos o carencias y no desde las posibilidades. No quiero decir que todo en nosotros sea bueno, ni mucho menos, hemos de ser conscientes de nuestras limitaciones y fallos. Pero no nos perdamos nuestra esencial belleza por nuestros fracasos. Es algo de lo que nunca podremos ser conscientes mientras no acallemos las interferencias ni nos permitamos cambiar nuestro punto de vista personal. Me refiero al punto de vista desde el que nos observamos, no a lo que hemos de mirar, que no es otro que ese yo desconocido pero real.
Los cuadros que generalmente nos conmueven, lo hacen no sólo por el tema que muestran sino por cómo este ha sido tratado: la luz, el encuadre, la técnica que se emplea. Igual nos pasa con este primer acercamiento interior. En los primeros pasos descubro que no se trata de enfrentarnos al espejo, frontal y fríamente. La desnudez interna, si bien ha de buscarse y procurarse activamente, ha de ser cuidada también en sus primeros pasos. Bastante árido y complejo es el camino como para tratarnos con agresividad. Hemos de mirarnos con dulzura.
Una de las primeras certezas de las que tomo conciencia es que somos observador y observado, idea preconcebida y realidad desconocida, carácter temido y talento inexplorado. Heridas abiertas y mala hierba cubriendo la gran belleza de nuestra esencia: la de aquel rincón donde no nos atrevemos a mirar pero desde donde nos sostiene Dios, que también nos habita.
Nuestra donación al otro depende de la aceptación y percepción de nuestra esencia personal, de nuestra luz y propia textura
El camino del silencio es un camino exigente y necesario. No puedo aún desarrollar una tesis completa porque es un recorrido que apenas empiezo, pero sí puedo afirmar, y afirmo, que es uno de los pilares que conforman una vida de búsqueda, exigencia y crecimiento. Es desde ahí que empiezan a brotar verdaderas preguntas: ¿quién soy?, ¿cómo soy de verdad?, ¿qué quiero realmente?
Este no es un camino de egoísmo, como muchas veces nos han hecho creer, sino un camino de equilibrio y de mejor amor al otro. Sólo amándonos por lo que realmente somos, podremos ser libres para amar al otro como verdaderamente es. En la medida en que nos descubramos y aceptemos, amaremos y aceptaremos a los demás. Nuestra donación al otro depende de la aceptación y percepción de nuestra esencia personal, de nuestra luz y propia textura.
Toda esta belleza que nos conforma, toda esa verdad profunda, sólo la alcanzaremos, más allá de experiencias excepcionales, a través de la perseverancia en el silencio. Un silencio que no es sustituto ni sustituible por la oración, la liturgia, la adoración o la contemplación del otro, sino complemento. Un silencio que es otro de los fundamentos de la Belleza y su lenguaje, que es, en definitiva, nuestra guía vital este año.
La mayoría de las veces, al hablar de la belleza del entorno se piensa en palacios o viviendas de determinadas características que no todo el mundo puede adquirir. Esta falsa creencia de que la belleza solo es patrimonio del que se la puede permitir holgadamente me entristece.
El profesor Alfonso López Quintás es uno de los pensadores más destacados de Hispanoamérica y un referente en el humanismo cristiano.