Jaime García-Máiquez | 21 de mayo de 2021
Pentecostés es la llegada al Arca de la Alianza de la Paloma con la esperanza cogida del pico, oxígeno puro en una atmósfera contaminada, el fuego con el que Jesús sigue incendiando el mundo.
Estaba uno decidido a escribir un tercer artículo sobre las pasadas elecciones, particular Tríptico Madrileño, brindándoselo con cariño a Pablo Iglesias, y dedicado a desenmarañar la diestra jugada de este siniestro político. Coartada de coleta, pensaba llamarlo. Pero, hete aquí que el domingo se celebra Pentecostés, y ¿qué queréis que os diga?, entre el Espíritu de la Verdad o la Carnaza de la Mentira…
Para un Diario como el Debate de Hoy, fundado por la Asociación Católica de Propagandistas, las inspiraciones del Espíritu Santo son el hipocentro de la Nueva Evangelización a la que todos los cristianos estamos llamados. En Tertio millennio adveniente (nº 45), Juan Pablo II subrayaba que «El Espíritu es también para nuestra época el agente principal de la nueva evangelización. Será por tanto importante descubrir al Espíritu como Aquel que construye el Reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a los hombres en su corazón y haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de la salvación definitiva que se dará al final de los tiempos».
Ya estamos en esa cuenta atrás, siempre lo estamos, y por tanto la celebración de un nuevo Pentecostés debe resonar en nuestros oídos como trompetas que nos adviertan de la muerte (la muerte de cada uno es la convocatoria intransferible de su fin del mundo particular, ¿no?), como una certeza que dará sentido a nuestro lento y fugaz paso por la existencia terrena, a «encarnar» el proyecto que Dios quiere para cada uno.
He utilizado sin querer (ha debido ser el Espíritu) la palabra «encarnar» (las comillas las he colocado luego), y no puede ser más oportuno, pues si Jesús es Hijo del Padre, se encarnó en María gracias al Espíritu Santo; en el Concilio de Nicea (325) y Constantinopla (381), el símbolo niceno-constantinopolitano que se reza en el Credo lo expuso con claridad «Por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre (…)». El que encarnó a Jesús en María también puede encarnar a Jesús en nosotros, es decir, hacernos santos. Lo dice mejor que yo Jacques Philippe (En la escuela del Espíritu Santo. Patmos. Madrid, 2005, p.16): «No tratemos de hacernos Santos por nuestras propias fuerzas, sino de encontrar el medio de actuar de modo que Dios nos haga Santos». Los andaluces que hemos vivido bajo la irradiación de la Virgen del Rocío, llamada precisamente la Blanca Paloma, tenemos el instinto sobrenatural de saber que si alguien puede trabajar por ti, hay que dejarlo hacer… Si el que trabaja por uno es Dios, pues nada, mejor que mejor.
Y eso empieza a fraguarse desde el Bautismo. Impresiona leer las palabras del que fue catedrático de las Sagradas Escrituras de la Facultad de Teología de San Dámaso, don Salvador Muñoz (El Espíritu Santo. Ed. Espiritualidad. Madrid, 1997, p.93) hablando de este Don: «Es un error muy extendido el creer que todos los hombres y mujeres somos hijos de Dios. Todos estamos llamados a serlo -y ahí radica la fundamental dignidad de la persona humana; pero solo terminan siéndolo de verdad aquellos que reciben por la fe al Hijo de Dios con mayúscula e, incorporándose a Él por el Bautismo, son hechos “partícipes de la naturaleza divina” -según la fuerte expresión de la epístola de san Pedro (1.4)- y renacen a una vida nueva».
Ya que el Espíritu Santo constituye el medio, el camino, para lograr lo más importante que en realidad tenemos que hacer, cabe preguntarse: pero a fin de cuentas, ¿quién es el Espíritu Santo? Para mí esto es sencillo de contestar: ni idea. Quiero decir, que para conocer el Espíritu Santo hay que tomar como punto de partida que es la tercera persona de la Santísima Trinidad –y aquí empieza como una paradoja borgiana- a la que no podremos comprender, pues aunque sea racional es incomprensible para nosotros.
La Santísima Trinidad la constituyen tres personas, sí, por lo que podríamos hablar de tres dioses, pero en ellos todo es común e idéntico hasta el punto de constituir (primer misterio) una sola Esencia Divina, en palabras de Francisca Javiera del Valle (esta costurera escribió Decenario al Espíritu Santo inspirada -qué cara tienen los santos- por el Espíritu Santo), en la que todo es lo mismo menos la relación de cada uno con los otros, que a su vez también es complementaria y perfecta (segundo misterio). Cómo estas cosas contradictorias pueden darse a la vez es el atributo central del Misterio (tercer misterio).
Os digo la verdad: conviene que yo me vaya. Si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros. Si me voy os lo enviaré. Cuando venga Aquel, os guiará hacia toda la verdadEvangelio de san Juan 16, 7
El Espíritu Santo es la personificación del amor entre el Padre y el Hijo, y por tanto se le atribuye el amor proyectado a los hombres. El gran papa León XIII, que fue el que tuvo la astucia de nombrar cardenal a John Henry Newman (1801- 1890) consagrándolo exclusivamente a los estudios teológicos, escribió en su encíclica Divinum illud munus que «Jesús no quiso, según altísimo designio divino, realizar y completar del todo su oficio santificador; antes bien, lo que el Padre le había encomendado se lo encomendó Él al Espíritu que lo llevará a término». Ya se ve que en las acciones de la Santísima Trinidad hay un contubernio luminoso que quizá solo nuestra estúpida ceguera puede imaginar «casual». Seguro que cuando veamos a Dios cara a Cara comprenderemos que esta diversificación estaba más cerca de las matemáticas que de la casualidad.
Tiene Gracia que la única mención en la Biblia a los siete dones del Espíritu Santo (sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios) los cite Isaías. 11, 1-2., en referencia al Mesías. Y también tiene Gracia que acabara siendo Él, Jesús, el que desentrañara sus desentrañables misterios.
Satanás, después de tentar -qué miserable-, acusa: el Acusador (Apocalisis 12:10), «el gran Acusador» se le llama. Y frente a él, diametralmente opuesto a él, el Paráclito, cuyo mismo nombre viene del griego παράκλητος, que significa defensor, el «abogado defensor». En este sentido, me sonrío imaginando los confesionarios como una suerte de sagrarios de la Trinidad, donde Jesús escucha y consuela, el Espíritu intercede y defiende, y el Padre perdona.
Una de las frases más melancólicas de Nuevo Evangelio (Jn, 16-7), diría que de los setenta y tres libros que componen la Biblia, es aquella en la que Jesús suspiró: «Os digo la verdad: conviene que yo me vaya». A continuación, un Cristo que no nos deja respirar a los que tenemos propensión a la tristeza explicó que «si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros. Si me voy os lo enviaré (…). Cuando venga Aquel, os guiará hacia toda la verdad». Es increíble, se estaban secando los apóstoles todavía las lágrimas de alegría por la Resurrección, cuando un viento recio «llenó toda la casa donde estaban sentados» (Hechos, 2-3). Era una libertad inédita irrumpiendo en la vieja casa del hombre.
Emociona releer que los «Partos, medos, elamitas y los que habitan en Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto y en Asia, Frigia y Panfilia, en Egipto y las partes de Libia que están junto a Cirene, y los peregrinos romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes les oímos hablar en nuestras lenguas las grandezas de Dios. Estando, pues, todos fuera de sí y perplejos, unos a otros se decían: ¿Qué significa esto?».
Significaba el comienzo de una nueva Era, eterna. Tras la salida de Egipto, tras vagar por el desierto, tras el Diluvio… Pentecostés es la llegada al Arca de la Alianza de la Paloma con la esperanza cogida del pico, oxígeno puro en una atmósfera contaminada, el fuego con el que Jesús sigue incendiando el mundo.
La Sábana Santa es infinitamente más que una pintura. Constituye un escándalo para muchos, una alegría para unos pocos y una señal para todos: la imagen del cuerpo de Cristo tras la Pasión es casi una fotografía de la transustanciación eucarística.
«Contra la indignidad de los cristianos» incluye cinco ensayos de Nikolái Berdiáiev que todo cristiano (y no cristiano) debería leer.