Mariona Gúmpert | 22 de junio de 2021
La voluntad y el tiempo es lo único que poseemos estrictamente hablando, de forma que el amor de tu vida no es aquel chico que has conocido hace dos días en un bar. Es aquel a quien has decidido darle tu tiempo y tu voluntad de amarlo en toda circunstancia.
Hace un par de años, me fui con mi prima a un parque de atracciones. No, no estuvimos pasándolo bomba entre una montaña rusa y otra. Fuimos con nuestros maridos y los churumbeles a un sitio pensado para niños. Así de sacrificados somos los padres, quien lo probó lo sabe. En determinado momento, mi hijo -cinco años tenía entonces- escuchó a mi prima decirle a su tropa «venga, id a jugar un poquito con el primo Manuel y con la prima Irene». Mi primogénito puso cara de extrañeza, y me preguntó: «Mamá, ¿yo también soy primo?». Evidentemente, los otros eran sus primos, pero a él debía tocarle otra categoría: si él era hijo de sus padres, sobrino de sus tíos, y nieto de sus abuelos, seguramente debía existir una palabra distinta para él, que tenía primos, no siendo él un primo.
Me pasa algo parecido con «la gente». Porque la gente son los demás, no yo. El otro día estaba esperando en la cola del supermercado, y oí a una pareja detrás diciendo: «Vamos a otra caja, aquí hay demasiada gente». Mi diálogo interior no pudo evitar exclamar: «Vamos a ver. Yo no soy ‘gente’. Yo soy Mariona, y me conozco de maravilla. Bueno, me conozco más o menos. Pero de ustedes no sé nada. La gente son ustedes, por supuesto, ¡a ver quiénes se han creído!».
La gente son siempre los otros. No por una cuestión de ego, sino porque lo que indica el concepto es precisamente eso: un conjunto de personas de las que no sabemos nada más allá de que son gente. Es el mismo mecanismo mediante el cual decimos «los perros», o «los políticos». O «los perros de los políticos», tanto da. No me sean malpensados, que los políticos también pueden tener perros. O bueno, sí, sean mal pensados. Al menos, honestos consigo mismos: normalmente, cuando pensamos en «la gente» lo hacemos en términos peyorativos, reconozcámoslo. Cuando no es así, decimos «las personas». A no ser que seamos políticos, entonces ensalzaremos «al pueblo» en mítines y medios de comunicación, y después nos iremos a pasear a nuestros perros mientras nos reímos de lo tonta que es la gente.
Para muestra, un botón. De nuevo mi hijo, en su versión pitufo gruñón. Cinco años tenía, estábamos haciendo una cola interminable para disfrutar de una atracción de feria. Estaba muy enfadado por tener que esperar tanto, y traté de distraerlo jugando a «veo, veo». Primera ronda:
Manuel: Veo, veo.
Yo: ¿Qué ves?
Manuel: Gente muy tonta que no nos deja pasar.
Por eso me pasma cuando los demás me consideran gente. No tanto por lo peyorativo del término, tengo muchos defectos individuales -marca registrada- que debo corregir. Lo que me sorprende es que para los demás formo parte de una masa amorfa, completamente despersonalizada. En algún momento, en muchos, alguien se habrá enfadado con la gente que veía por un motivo u otro, y yo estaba incluida en ella.
No se trata del narcisismo de esperar que todo el mundo me conozca. De hecho, me horrorizaría ser famosa y no la perfecta anónima que soy: puedo caerme de mi patinete de forma aparatosa y aquí paz y después gloria. Aquí no ha pasado nada, sigan circulando. Lo que siento a veces es cierta saudade de saber que quizá esa persona que ahora me está odiando –aunque sea de forma impersonal- podría llegar ser alguien especial para mí, un gran amigo con quien pasaría horas hablando y riendo. Todos sabemos que la vida adulta apenas nos deja tiempo para cuidar lazos con las personas que ya amamos. Quizá se entienda mejor desde el punto de vista de alguien que está soltero, pero preferiría no serlo. Miguel d’Ors nos transmite esta sensación de una forma certera y melancólica:
A ti, que serás siempre La Ignorada,
a ti, que llegaste a quién sabe qué lugar
cuando yo acababa, ay, de salir de él,
o perdiste aquel tren, no sé cuál, que te hubiera traído
al centro de mi vida,
o estabas en un banco de algún parque
un día que yo no quise pasear entre las hojas verlenianas,
a ti,
por la chacarera de tu mirada que nunca he visto,
por ese corazón que desconozco y es como una playa de
septiembre,
a ti, por todo lo que me habría obligado a amarte,
a ti, que me habrías amado hasta nunca,
que ahora puedes estar llorando
en la luz fría de una habitación de hotel,
o con tus hijos en el British Museum,
o ves el arco iris en una telaraña,
o piensas en mí sin saber que soy yo,
a ti, retrospectiva, condicional, perdida,
dondequiera que estés,
este poema.
Toca el corazón, por lo melancólico, por la nostalgia de algo que no pasó nunca, porque se nota que sale del alma… Y justo ahí radica el problema. Se nos ha transmitido a través de mil vías que el problema del amor es encontrar, entre toda esa gente que nos sobra, a aquella persona predestinada para ti. Pero esto no es así en absoluto, gracias a Dios: hay muchas personas con las que podríamos ser felices, que podrían ser amigos del alma, o nuestra media naranja.
A estas personas, la mayoría de veces por casualidad, hemos dejado de situarlos en el contexto «gente», y los individualizamos. Ahora son Felipe, o Marta. Porque hemos tenido la oportunidad de conocerlos, y resulta que nos han caído en gracia, y queremos conocerlos más. Porque cuanto más se conoce, más se ama. Cuanto más se ama, más se conoce. Se convierte en un bucle cuando no tenemos miedo a conocer, ni a ser conocidos. Y, por supuesto, cuando entendemos que el amor no son maripositas en el estómago.
Erich Fromm dice en El arte de amar que las maripositas en el estómago del principio no son señal de la intensidad del amor que se tiene, solo indican el grado de soledad anterior que sufría esa persona antes de conocer a la otra. Por eso uno no encuentra al amor de su vida: lo forja. La voluntad y el tiempo es lo único que poseemos estrictamente hablando, de forma que el amor de tu vida no es aquel chico que has conocido hace dos días en un bar. Es aquel a quien has decidido darle tu tiempo y tu voluntad de amarlo en toda circunstancia. Decisión que renovamos cada día, aunque a veces –muchas- querríamos tirarlo por la ventana. Porque, como decía Chesterton: conozco muchos matrimonios felices, pero ninguno compatible.
El matrimonio y la paternidad, es decir, el choque frontal y diario con otras voluntades, son eficaces disciplinas para aniquilar el ego.
Nuestro hombre adulto y modelo de ciudadano cabal carga con el peso insoportable de una herencia que, a su vez, transmite a sus hijos, condenándolos al mortal aburrimiento de una existencia entregada al trabajo y a los ensueños gastronómicos de fin de semana.