Jesús Montiel | 22 de noviembre de 2020
La soledad, si no tiene las puertas abiertas o no termina en un amor concreto, es el infierno. Donde uno está muy solo, aunque de otra manera.
Desde que practico asiduamente el silencio he comprendido que la soledad no es una habitación cerrada con chimenea, sino todo lo contrario. Mi soledad no es para mí, es un camino para llegar a todo lo que yo no soy. Estos momentos diarios de silencio en mi banquito de madera, con mi vela y un icono, no son la búsqueda de una paz autista ni una técnica para aislarme y escapar de los problemas. Por el contario, me ayudan a estar donde estoy en cada momento, a la vez que mejoran notablemente mi relación con los demás. La meditación es una farsa de otro modo. Lo dice Franz Jalics: si queremos saber cuál es nuestra relación con Dios, lo podemos deducir a partir de nuestras relaciones humanas. Nadie puede decir que ama a Dios si el otro es un estorbo. Sé que mi soledad está enferma si la defiendo, si la protejo de los demás.
Los Evangelios lo ejemplifican: Jesús busca la soledad en el desierto, durante la noche. Pero la gente acaba frustrando sus retiros, sedienta de significado. Una vez en la intimidad, Jesús se ve forzado a ir donde los hombres. Y lo hace sin rechistar, como si no hubiera ruptura ni tirantez entre el estar en compañía y el estar a solas. Cuando multiplica los panes, por ejemplo. Ha sido asesinado aquel que bañó su cabeza con el agua del río. Decapitado. Jesús se retira, pero al rato escucha voces, ve polvo de pisadas, gente apiñada junto a la orilla del lago. Su respuesta es elocuente: no se queja ni prefiere seguir solo. Los mira compadecido. Este episodio ilustra dos tipos de soledad: la de Jesús, que no excluye la compañía, sino que la prepara; y la de sus discípulos, que van a lo suyo. No hay comida para todos, dicen. Jesús se hace el sordo, los panes se multiplican. Otra lección, la del hambre saciada. Son detalles que trasparentan el corazón de Dios. No es un Dios que busque estar cómodo: cuando se le molesta, se da la espalda para atender al corazón preocupado, enfermo, sin esperanza.
En esta vida el hombre no puede rezar continuadamente. Montones de obstáculos frustran a diario nuestro deseo de contemplar. Pero sí se puede permanecer en actitud de oración. Lo que hace Jesús en las casas que visita, con las personas que lo acosan, repartiendo panes cuando anochece. O también los cartujos, cuando trabajan la madera en sus celdas. Teresa de Ávila pone fin a su oración para preparar una comida, pero no por eso deja de rezar: si uno ama lo que hace, aun sin ser creyente, está rezando. De modo que la soledad no es para uno. Si no puede ser interrumpida, si se irrita porque la allanan, acaba enfermando al hombre, lo separa de la alegría. La soledad, si no tiene las puertas abiertas o no termina en un amor concreto, es el infierno. Donde uno está muy solo, aunque de otra manera.
La obra cumbre de Gabriel García Márquez, que narra las peripecias de una saga familiar, está salpicada de interesantes reflexiones sobre el sentido de la existencia humana.
No escuchamos la realidad porque la manipulamos. Es decir, usamos las cosas para nuestros propios fines.