Higinio Marín | 23 de febrero de 2021
El templo es -como la tumba- un recinto erigido que separa lo profano de lo sagrado, es decir, de lo dedicado a un dios cuya ausencia ahí es tan intensa que lo hace patente y localiza su poder, su realidad.
Nietzsche decía que los templos antiguos fueron primero tumbas o derivaron de ellas. Las tumbas son un lugar singular y paradójico: deben toda su importancia a que allí están los muertos, aunque es obvio que los muertos no están. Y, sin embargo, en ningún otro lugar es posible encontrar su ausencia como allí. La tumba es la localización de una ausencia invencible e inolvidable. De ahí su peculiar intensidad monumental, y por eso volvemos allí una y otra vez a (no) encontrar a los muertos.
Fue Adorno el que dijo que lo humano consiste en la presencia de lo ausente y, en efecto, la presencia del hombre en el universo le abre un adentro que es el caber de la ausencia, el caber de los muertos: el mundus era una pequeña poza circular en la que los romanos ponían reliquias y tierra patria, y que constituía el centro vertical que focalizaba el espacio como humano; para ellos, como ‘romano’ y vinculado -en el mundus– a Roma y sus antepasados.
Ciertamente, nunca antes de la existencia del hombre hubo en el universo ausencias. Por eso, se puede decir que el hombre le abre al universo un espacio nuevo donde caben las ausencias: el mundo, el lugar donde la presencia da lugar a la ausencia (Mundus, Nuevo Inicio, 2019). Eso es una tumba: el caber de la ausencia y, paradójica pero comprensiblemente, la señal de la presencia del hombre. La primera arquitectura y la existencia entera humana está cruzada de ese lamento y del pavor ante el inasequible poder de la muerte que ausenta lo que toca.
Pero la localización de la ausencia es también lo que funda a la casa. Homero inauguró nuestra tradición con la figura de una mujer que mantuvo en pie su casa con su resistencia a olvidar al marido ausente: Penélope. Recordar es guardar en el corazón y ese es el hábito (del corazón) que abre el espacio de la habitación. Hay casa donde se puede volver porque allí no se echa en el olvido la ausencia de los vivos ni de los muertos. (Por eso, casa y tumba solían ocupar un mismo solar en muchas tradiciones culturales, entre los romanos, por ejemplo, hasta que lo prohibió la Ley de las XII Tablas. En su defecto, el altar doméstico vinculaba la casa y sus habitantes con los ascendientes difuntos).
Así pues, si, en efecto, las tumbas dieron lugar a los templos, entonces tumbas, casas y templos comparten cimiento metafísico: son localizaciones de la ausencia a las que se puede volver y a las que el hábito de volver las mantiene en pie. Tumba, casa y templo son también los lugares edificados y las materializaciones de funerales, matrimonios y religión: «Por estas tres cosas [dice Giambattista Vico] comenzó la humanidad en todas las naciones». Hoy podríamos agregar que la unidad de su principio común es visible hasta por la insólita crisis que arrastran y comparten entre nosotros.
Sea cierta o no la sugerencia nietzscheana de que los templos proceden de las tumbas, lo cierto es que los dioses antiguos están en sus templos como los muertos en sus tumbas: ausentes y, sin embargo, patentes mediante esa ausencia. El templo es -como la tumba- un recinto erigido que separa lo profano de lo sagrado, es decir, de lo dedicado a un dios cuya ausencia ahí es tan intensa que lo hace patente y localiza su poder, su realidad. Por eso las gentes afluían hacia allí continuamente, y por eso, recuerda Nietzsche, los primeros caminos pavimentados de Occidente fueron los que conducían a los santuarios: el hábito de volver hace al hombre habitante y, al lugar, habitación de la ausencia que no se deja caer en el olvido, ya sean muertos (tumbas), vivos (casas) o dioses (templos).
Cuando los romanos devastaron Jerusalén, sus legionarios se aprestaron a saquear el Templo donde esperaban encontrar lo más valioso del tesoro judío, pero al entrar en el sancta sanctorum y rasgar el velo que lo separaba, se sorprendieron porque allí no había nada: el vacío más completo. Y no era solo por la aversión judía a la idolatría de las imágenes que ocupaban los templos gentiles: el mero lugar edificado pero vacío y consagrado es la más potente forma de hacer patente el poder de Dios presente en su ausencia.
Dos mil años después, algo parecido pretendió el Estado comunista chino de los años 50 cuando tuvo que renunciar a la construcción de rascacielos que emularan el poder occidental, y en su lugar decidió construir una inmensidad vacía y pavimentada que hiciera patente su poder: un allanamiento ilimitado que avasallara -física y metafísicamente- a los individuos en su pequeñez. Pocas representaciones del poder pueden superar a un vacío colosal y pavimentado para suplir a los edificios que hubo que derribar y a los que no se pudieron construir.
Que la plaza de Tiananmén sustituyera a los rascacielos que no supieron construir la convierte en una zona cero a priori, y la pone en relación con el memorial de las Torres Gemelas en Manhattan: un mirador perimetral sobre una oquedad excavada y vacía donde antes estaban las torres. La perfecta representación, a mi juicio, de un monumento funerario, aunque deconstruido según el gusto y la incapacidad contemporánea de construirlos: la localización de la ausencia mediante la edificación de un hueco de paredes y pavimento líquido cuyo centro es otro hueco.
También los templos cristianos conservaron esa arqueología sepulcral localizando su construcción física y simbólica en referencia a los muertos. La basílica del Vaticano se levanta sobre la tumba de Pedro y la catedral de Santiago sobre los restos del apóstol, y ambas atrajeron a los peregrinos cuyos caminos volvieron a vertebrar Europa. Todos los templos católicos preservan esa dimensión sepulcral en las reliquias que nuclean sus altares y en la piedad que no deja caer en el olvido a los difuntos que se veneran.
La preservación de esa dimensión sepulcral no es un mero hecho físico sino esencial: en su sentido primero y antropológico, la religión -del latín religare, mantener unido- era la vinculación sostenida con los difuntos. El otro mundo, el de los muertos, se tocaba con este en las tumbas de los antepasados, cuya ausencia erigida en el túmulo se convertía, precisamente, en la prefiguración de un poder protector. Poder que pronto encarnaron los dioses patronos y fundadores con el surgimiento de las ciudades.
Sin embargo, el culto cristiano se dice justificado exactamente por lo contrario, es decir, porque el sepulcro de Jesús está vacío, y su ausencia no es la de un muerto sino la de un vivo, y de ahí la crisis y la ruina del fundamento del templo antiguo. Por eso, el Templo de Jerusalén será derruido, como ocurrió en el año 70 a manos romanas. Y sobre esas ruinas y en tres días se reconstruyó el Templo nuevo, ya no segregado y separado del mundo como el recinto de la ausencia, sino irradiante como la repuesta presencia misma de Dios en el mundo. Desde entonces, el templo y el mundo, lo sagrado y lo profano ya no se distinguen por oposición y no están separados, pues el mundo mismo ha devenido templo: el lugar de la presencia.
Así que Dios ya no está en el templo ni en el mundo como los muertos en sus tumbas, ausente, sino como los vivos donde habitan, realmente presente, pues ha vencido a la muerte: Dios de vivos y no de muertos. Y así es, en efecto, como la tradición católica dice que está Jesús en la Eucaristía: realmente presente.
Ciertamente, todavía no ocurre como en las visiones de san Juan de la ciudad celeste, en la que no hay templos (ni tumbas, se podría agregar), pues toda ella resplandece de plena presencia de Dios. En nuestro mundo esa Presencia todavía está tras el velo del templo y es misteriosa, pues la muerte sigue derribándolo todo y su reinado no parece abolido, sino glorificado con desgracias, maldades y desmanes sin fin y sin consuelo. Sin embargo, eso es precisamente lo que contra toda evidencia afirma la fe de la Iglesia: que, aunque no lo parezca, la muerte ha sido vencida y los muertos tras la muerte pueden tener vida y las tumbas quedarán vacías.
Es tan increíble que a ningún creyente sensato le puede extrañar la incapacidad de otros para creerlo, ni que busquen explicación a la fe en psicopatologías de la credulidad, o en supersticiones consoladoras ante el terror de la muerte. Lo insólito es poder creerlo sin violentar la inteligencia sino avivándola, con una esperanza tan cierta y una alegría tan vertiginosa como las agujas, cúpulas y torres de las iglesias edificadas durante estos dos mil años, con la misma alegría vertical cimentada en una tumba vacía.
Nuestra época detesta la muerte. Pero una sociedad donde la muerte no cabe, donde se apartan nuestros límites y se promete la vida eterna, es una sociedad, paradójicamente, más muerta que otras que la incluían.
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