Ricardo Franco | 23 de junio de 2021
Mirémoslo todo de nuevo, toquemos, acariciemos con los ojos -por una vez- la superficie de este viejo mundo, solo para verlo mejor, sin más pretensión que observarlo.
Si levantáramos la vista por encima del muro en el que nos parapetamos de todo, veríamos que el mundo gira y se deja hacer a la sombra de los viejos relojes de arena, en un compás sin pausa ni desequilibrio alguno, y se deja gastar como una piedra que, al partirse, mezcla y confunde sus migajas con la tierra húmeda, donde una semilla se abre paso en el ojo vacío del ídolo.
Si levantáramos la vista un poco más allá de la distancia que nos separa de todo, veríamos una marea anegando las playas infinitas con su bálsamo de nubes, y oiríamos el rumor hipnótico del agua esparciendo su mano encharcada de cielo sobre la arena donde el náufrago trazó el auxilio que, ahora, ve deshacerse entre la eterna espuma y una ventisca de plegarias.
Si nos asomáramos un poco más, intentando elevarnos más allá de la frivolidad y la ceguera con la que juzgamos todo, veríamos que las cosas vienen y se posan como pájaros prendidos en la nada azul, brillando un instante, siempre demasiado corto, casi diciendo nuestro nombre para reclamar nuestra atención, y después se van a otro lugar desconocido, con su corazón henchido de ardor translúcido, palpitante, que las turba desde la Primavera hasta la estación marchita, para volver a ser llamadas de nuevo, y elevarse sedientas de rocío y luz.
Si cediéramos un poco a la curiosidad -qué difícil es esto-, veríamos que las cosas son, que, sencillamente, son libres e independientes de nosotros y de nuestra consciencia, de nuestras dudas y certezas, o del escaso valor que les concedemos; veríamos que son inconscientes de su ser y su devenir entre la vida, el sueño y el brote verde, que apenas ha empezado a dibujarse en su pálida figura, pero también un día morirá. Y, sin embargo, en su inconsciencia, existen, y están preñadas de misterio…
Pero, la piedra, la semilla, o la ola embravecida no sufren como nosotros esta extraña pesadez de vagabundo fatigado, de criatura errante sobre las dunas interminables de una perplejidad incubada en la carencia de sí mismo.
No, el mundo no sufre nuestro dolor, ni es tentado con la posibilidad de huir del tiempo como un perro apaleado que huye de la caricia de un desconocido; ni tampoco sufre esa extrañeza hueca -a veces amarga, a veces insulsa- que nos separa de la vida, del gusto por vivirla, y nos encierra en nosotros mismos: tan, a menudo, enfadados, atónitos, orgullosos como un dios encaprichado con su sombra, mientras silencia un lejano fervor en el fondo de sí mismo, que todavía lo reclama con incómodas preguntas.
Por eso, hay que volver a empezar cuanto antes la lucha contra nuestra distracción. No la lucha contra una idea, o contra la palabra de los otros, sino contra nuestra ausencia, que es un modo anestésico de morir viviendo, y volver a mirar en nosotros el poso de nostalgia que el ruido diario y la violencia dialéctica intentan acallar con nuevos y viejos escándalos.
La piedra, la semilla, o la ola embravecida no sufren como nosotros esta extraña pesadez de vagabundo fatigado
Y volver la atención sobre las cosas que hemos roto; y volver la atención sobre la insatisfacción inmisericorde que acompaña cada gesto cotidiano como un aviso de su insuficiencia. Y sentir; sentir el vértigo, habitualmente censurado, de la espera de alguien desconocido que está por venir; esa espera a la que dimos distintos nombres y ahora son recuerdos fantasmales que nunca conseguimos espantar del todo. Y vivir; intentar vivir, intentar estar presentes ante nosotros mismos, sin censurar los signos, las señales, que aparecen frente a nosotros como ante estatuas yertas, que no consiguen resucitar.
Mirémoslo todo de nuevo, toquemos, acariciemos con los ojos -por una vez- la superficie de este viejo mundo, solo para verlo mejor, sin más pretensión que observarlo. Recreémonos en esa atmósfera invisible, en ese velo, en esa aureola inmaterial que reviste y abraza todo, que nos abraza también a cada uno de nosotros, y nos envuelve en una belleza y un silencio que busca alguna rendija, alguna grieta de nuestra incólume defensa para entrar y derramarse.
Y que pueda ser todo de nuevo, como aquel primer día, aquella extraña vez primera en la que vimos más allá de nosotros mismos, sin la aburrida y acostumbrada inercia con la que obviamos todo; como aquella vez, cuando atraídos por algo, nos elevamos para verlo mejor, y nos pusimos de puntillas sobre nosotros mismos, aguantando la tensión como un niño curioso que, asomando su rostro sobre el muro del cielo, a punto de caerse, forzando sus brazos, apoyando incluso su barbilla en el borde para sostenerse más tiempo, abrió de par en par los ojos, y su boca se llenó de un viento que le atravesó el corazón, al ver, como nunca antes, la profundidad del horizonte. Y por primera vez fue consciente de la amplitud infinita de la realidad, y de aquel latigazo dulce de ternura inexplicable en la boca del alma, que lo enmudeció de asombro y gratitud por vivir, por estar existiendo, por estar siendo hecho en ese breve instante de conmovida contemplación de la realidad de cada día, ya distinta, como recién nacida, aunque imposible de olvidar y de retener con nuestra propia fuerza.
El mundo tendría peor ventilación sin alguien lanzando los ojos al techo de la oficina o dibujando monigotes en los márgenes de un libro de texto.
A lo largo de la Historia, planteamientos filosóficos, religiosos y vitales se relacionan con la Belleza. Nuestra percepción ha evolucionado, pero no nuestra necesidad de ella.