J. A. González Sainz | 25 de octubre de 2020
Recordar y avisar sobre todo de las «grandes torpezas» en la conducción de los hombres y las pasiones de los hombres, contar las grandes «torpezas sin cuento» es una obligación: la tarea de la edad.
Cada vez que se oye o se lee ensalzar a alguien aludiendo a que si poseyó o posee fuertes u hondas convicciones políticas, es, bien pensado y sobre todo si ese alguien tiene algún tipo de mando en plaza política o cultural, como para echarse imaginariamente a temblar. Claro que eso sería si tuviéramos aún como sociedad algo de sal en la mollera, lo que me temo que no sea el caso. Julio Caro Baroja, en las espléndidas memorias de su vida y de la vida de los Baroja, saca a relucir, justo antes de entrar a hablar de la Guerra Civil española de 1936, un fragmento de una escritora francesa hoy olvidada, pero que gozó de cierta fama a finales del siglo XIX, la condesa Martel, en el que un personaje hace el elogio fúnebre de otro proclamando, ni corto ni perezoso, que una de las grandes virtudes del finado había consistido, precisamente, en que «a medida que se le habían debilitado las facultades mentales se le habían robustecido las convicciones políticas». A renglón seguido, Julio Caro Baroja agrega: «A los españoles, en conjunto, les pasó esto en 1936».
¿Se podría hablar entonces de que, también a las sociedades, o a los pueblos, sea ello lo que sea, se les pueden hacer fuertes las convicciones políticas en la medida en que se debilitan sus facultades mentales? Julio Caro Baroja así lo sugiere, haciendo hincapié en «la de estupideces dogmáticas», «actitudes suficientes», y sicofantes, es decir, calumniadores, y «pelafustanes de todas clases» que, con petulancia e impostura infatigables, no cesaron de instigar y aleccionar y envenenarlo todo en aquella época. Como los tiros de un pueblo, nunca quizá mejor dicho, acaban yendo muchas veces por donde dicen sus caudillos pasionales, sus líderes de gobierno o desgobierno, de opinión y comunicación, sus prescriptores o influencers, creo que se dice hoy —¡dónde vas a comparar influencers con, como dice nuestro antropólogo, «profesorcitos» u «obreritos endomingados y petulantes»!— y, por otra parte, o mejor sería decir, para más inri, ni estupideces dogmáticas, ni actitudes suficientes ni, sobre todo, impostores y «pelafustanes de todas clases» metidos en política se puede decir hoy que escaseen, esas sugerencias y recuerdos y avisos de las personas de más edad y mejor caletre no es como para echarlos de ningún modo en saco roto.
Si se quiere «hacer hincapié en la prudencia y sabiduría» que han guiado los mejores momentos de las sociedades, la gente de mi edad, escribe Julio Caro Baroja, «no puede, no debe olvidar». «Somos, o podemos ser, los testigos», dice. ¿Pero testigos de qué? Fundamentalmente «testigos de torpezas», testigos de las «torpezas sin cuento» que han acabado por arrasar una época y que luego hasta se han «justificado y racionalizado».
Las memorias de Julio Caro Baroja son, como dice, las memorias de un viejo asombrado, de un hombre lleno de asombro ante cómo se le ha pasado la vida y ante lo que ha pasado durante su época, ante cómo ha visto repartidos en derredor males y bienes «sin orden ni concierto», sin —para él— porqué ni para qué, y ante cómo la vida no se parece, según él, sino a «una sucesión de juegos de manos» que acaban siempre en lo mismo, en un «escamoteo», en una desaparición, como de prestidigitador, sin que uno se dé mucha cuenta de cómo ha podido suceder.
En el libro, entre mil detalles y consideraciones dignos de nota y en esa prosa suya tan gratamente silvestre, narra que un año después de que la familia enterrara a su abuela, en medio del duelo y el respeto de todo el pueblo de Vera de Bidasoa —«todo Vera se sumó a nuestro duelo, sin excepción de la gente que más hostil nos había sido y nos iba a ser»—, el odio ya se había expandido por doquier y se enseñoreaba de todo, el pueblo se había dividido y «gentes que habían ido al entierro nos atacaron y la sensación de tener muchos amigos y allegados se había convertido en la de que casi todo lo que había en derredor era enemistad, rencor, envidia». Pasiones, la pasión de la enemistad, del rencor, de la envidia —no solo la pasión de la justicia o la belleza—, como móviles de la acción y el sentido de la vida; y gentes que encizañaban, esa es la palabra que usa Julio Caro, pero que ni siquiera ellos podían prever, dice, las violencias y los males a los que todas esas pasiones darían lugar.
Acababa de vivir la «casi perfección» de los viejos ritos funerarios como un modo «sublime» de expresión de la solidaridad social de los hombres ante la muerte, de comprender el «fundamento social de la religión», cuando, al poco, al año, esos mismos hombres que habían expresado su solidaridad ante la muerte empezaron a darse muerte y a dar lugar solidariamente a lo que ni los más pesimistas —y él vivía, como recuerda, junto a su tío Pío Baroja, uno de los que más fama atesoraba de ello— podían haber llegado nunca a imaginar.
Recordar y avisar, recordar y avisar sobre todo de las «grandes torpezas» en la conducción de los hombres y las pasiones de los hombres; contar las grandes «torpezas sin cuento»: es una obligación, la tarea de la edad y de la edad de la verdadera tarea. La tarea «penosa al tiempo que alentadora y rara vez comprendida», como dijo Robert Musil en su discurso sobre la estupidez pronunciado un año antes de que Hitler invadiera su país. La tarea de siempre de toda generación, pero la tarea también, sobre todo, de los momentos de mayor gravedad, como los de ahora mismo: «Llevar a cabo el siempre necesario, e incluso muy deseado, tránsito a lo nuevo con las menores pérdidas posibles», dice también Musil, alimentándonos con «representaciones que ayuden a definir lo que signifique verdadero, racional, significativo, inteligente y también, a la inversa, lo que signifique estúpido».
Transitar a lo nuevo, reformar lo necesario para ello pero sin perder lo mejor de lo viejo y alimentándonos para el tránsito, no con imposturas ni cizañas y torpezas que de sobra se puede saber ya si se quiere cómo van a acabar, sino con buenas representaciones, con buenas memorias y buenas historias e imágenes que contribuyan a ayudarnos, y no a estorbarnos, a ver lo que en cada caso es verdadero, razonable, significativo o conveniente, y lo que por el contrario es mentira, sinrazón, estupidez. A sabiendas, sin embargo, de que el adversario de la estupidez a lo mejor —de nuevo Musil— «no es tanto el intelecto como el espíritu y también el ánimo, siempre que uno no se lo imagine tan solo como un montoncito de sentimientos».
Mantener a un grupo de guerracivilistas activos es una prioridad para ciertas ideologías. De ahí que se sucedan las leyes, los traslados de tumbas y las medidas que orbitan en torno a ese concepto tan desconcertante y ambiguo como es el de memoria histórica.
Mientras los caminos se caen y nuestros viejos tienen problemas para ir al médico, tenemos que aguantar a pijos de Neguri, a snobs de Sant Gervasi o a imbéciles de Beverly Hills diciéndonos que representamos lo peor.