Marcos Hermosel | 25 de diciembre de 2020
Una pareja de guardiaciviles, un anciano conductor y un viaje imposible de interrumpir.
El Seat Toledo color verde botella tronaba subiendo el puerto. Isidro sujetaba el volante con los guantes de cuero que le había regalado la mujer. No se olvidaba de sus regalos, podía repasar su vida con cada uno de esos chismes. Siempre eran objetos singulares, con un carácter propio que le permitían ordenar su pasado de acuerdo al dadivoso flujo de la vida, también profusamente llena de desgracias. Desgracias y dones, ese era sin duda un buen resumen. Los guantes que ella había comprado a un artesano bigotudo le traían a la memoria aquel año glorioso. Abajo, en la muñeca, aún se podían leer las iniciales cosidas sobre la piel de cabritilla de su nombre y la fecha, 1971, año de gracia en el que nació el hijo. Revisó los bordes ya gastados y el rizo dorado del hilo interrumpido por encima de su dedo índice.
Comenzaban a caer unos copos grandes de color del plomo y sus pensamientos se interrumpieron por un animal que cruzó la carretera, o por algo que parecía un animal, o una sombra gris y borrosa que quizá corría. Isidro se alarmó. El coche bufaba por la carretera desolada. Sobre el salpicadero, una placa de lata mostraba a un san Cristobalón descalzo portando al Señor Niño. Al lado, una Inmaculada flotaba por encima de unas nubes.
No había nadie en el asiento del copiloto. Nadie diciendo cuidado, no debías ya conducir, es mejor que vayamos en transporte público, pero qué dices, mujer, en transporte público sale más caro y tardas más, ya, pero lo mal que lo paso yo cuando coges el coche, no te das cuenta de que ya no ves bien, y te tiembla el pulso, y… El pulso, el pulso lo tengo yo como un muchacho de veinte años… Isidro encendió la radio para llenar un poco el silencio. Le dio vueltas al dial pero no encontró villancicos, solo tertulias y canciones en otros idiomas que sonaban muy lejanas a su Navidad de infancia: el frío rabioso y omnipresente, y olor a canela y a almendra tostada por él mismo que afanaba de los almendros de la plaza, y la abuela raspando la botella de anís con la cuchara y dándole vueltas a la sopa de gallina y al arroz con leche, a veces confundiendo las cucharas, y padre riendo con su copita de brandi y pegando martillazos a las nueces y madre llena de harina de arriba abajo, blanca como una oronda bola de nieve, cantando a voz en grito con su ajada voz de soprano y los hermanos lanzándose castañas pilongas. Nadie puede entender bien lo que es el frío hasta que alguien te golpea con una castaña en una oreja en un día de invierno. «Pero de niño nunca hace frío», decía padre.
No había prácticamente tráfico y, cuando estaba cerca del túnel, vio las luces de color rojo y azul y las flechas que lo obligaban a parar a un lado. Un guardiacivil se acercó al coche.
—Buenas noches.
—Buenas noches, agente.
—¿Hacia dónde se dirige?
—Voy a pasar la noche con mi hijo.
El policía se quedó mirándolo fijamente, y echó un vistazo al resto del vehículo.
—Es tarde. ¿Tiene usted su permiso de conducir?
—Por supuesto.
Isidro se quitó los guantes y se palpó el bolsillo de la chaqueta, sacó la cartera y entregó el carné al agente.
—Isidro Núñez Panadero, nació usted en el año 1938.
—Así es, señor, en un invierno mucho más crudo que este. No es que me acuerde, claro, pero según juraba mi madre, y también mi tío Vicente, que en paz descansen…
—¿No cree que es algo mayor para conducir con este tiempo, de noche y solo?—. El guardiacivil no esperó la respuesta. —Su permiso está caducado—.
—No puede ser, compruébelo usted bien.
El guardia volvió a mirar al hombre.
—¿No se ha preguntado usted por qué hay tan poco tráfico?
—Supongo que la gente no suele coger el coche y salir de la provincia en Nochebuena. La gente es floja, ¿sabe usted? Los de ahora, me refiero, y mejorando lo presente, solo quieren estar calientes y ver pantallas, pero siento mucho que tenga usted que estar aquí en Nochebuena, le estará echando de menos su esposa….
El guardiacivil Álvarez, que no podía echar de menos a la esposa que no tenía, permaneció unos segundos en silencio, buscando quizá la mejor manera de explicar. Parecía claro que aquel hombre no estaba demasiado cuerdo o simplemente era demasiado viejo para entender las cosas.
—Caballero, ¿sabe usted que hay una pandemia y una serie de medidas para contenerla? Isidro lo miró en silencio un par de segundos.
—Créame, agente, nadie lo sabe mejor que yo, pero tengo que ir a cenar a casa de mi hijo. Solo tengo ese hijo, y tengo que ir con él.
—Lo entiendo, caballero, pero no va a ser posible, no puedo dejarlo continuar.
El agente tendió el carné a Isidro. El frío y la nieve entraban por la ventanilla del coche.
—Dé la vuelta más adelante. Le hago un favor, debería pararlo aquí y que vinieran a por usted, no tiene permiso para conducir, pero, en fin, hoy es Nochebuena…
—Nadie puede venir a por mí.
—Lo siento, señor.
—No lo entiende usted. Yo tengo que ir a casa de mi hijo. No es que quiera ir, es que tengo que hacerlo.
—Tranquilícese, señor, no hace falta que levante la voz, he entendido lo que quiere, pero…
—No, señor, usted no ha entendido un carajo lo que quiero, es difícil que alguien en este puñetero mundo entienda lo que yo quiero, porque cuando uno se queda solo, completamente solo, no hay nadie que pueda entenderlo, sino el buen Dios, pero el buen Dios hace tiempo que no comparece.
—Señor…
—Escuche, agente, estoy seguro de que usted quiere hacer lo correcto, y lo correcto es esto: necesito ver a mi hijo.
—¿Qué pasa aquí? Llevas media hora parado con este tipo—. Un guardiacivil más corpulento y con la cara gorda y colorada se había acercado pisoteando la escarcha.
—Este señor dice que necesita salir de la provincia para ver a su hijo.
El agente Álvarez omitió lo del permiso de conducir.
—Salga del coche, señor, y póngase la mascarilla.
—Pero…
—He dicho que salga del coche.
El abuelo abrió la puerta y se impulsó agarrándose con los dos brazos al asiento. Se alejó del coche un par de pasos. No se había puesto el viejo abrigo de espiga, regalo de la mujer en el 85, así que se mostraba al mundo con un jersey pardo (1997) que tenía una mancha con forma de oreja a la altura del ombligo, los pantalones de pana (2003) demasiado subidos y arrugados y lo que, sin duda, eran unas zapatillas de andar por casa (2007) con graves pérdidas de masa borreguil. Isidro se subió las gafas y se dio la vuelta despacio mientras el agente recién llegado apuntaba su linterna a los asientos traseros, abría el maletero y fisgaba en su maleta llena de calcetines.
—¿Te ha enseñado los papeles?
La respuesta correcta habría sido que no lo creía necesario, pero el joven guardiacivil Alvárez respondió que sí mientras contemplaba al abuelo tembloroso. El otro apretó los ojos y levantó marcialmente el brazo apuntando hacia Madrid.
—¡Venga, a circular! Retire el vehículo de aquí y dé la vuelta como le indica el agente. Le llegará una multa a casa.
—No me importan las multas, pero tengo que ir a casa de mi hijo. Es de la mayor importancia.
—Pero qué dice, ¿le has hecho el control de alcoholemia? Mire, retire el coche si no quiere pasar la Nochebuena en el cuartelillo, no estamos para tonterías.
—No es mi intención molestarlos, señores, y sobre todo no quiero causarles ningún problema, pero es que yo tengo que ir hoy a ver a mi hijo.
—Mire, caballero…
—¿Por qué?─. El joven se atrevió interrumpir al compañero que tenía ya su enorme cara congestionada.
El viejo dejó de temblar y miró al cielo. Las briznas de nieve provenían del cielo oscuro.
—Porque es Navidad, claro.
El guardiacivil de mayor rango hizo un violento gesto con el brazo y se alejó haciendo crujir el suelo con las botas mojadas. A los pocos metros se volvió y gritó escupiendo salivazos.
—Ocúpate tú, como no esté de vuelta en menos de cinco minutos, pasáis los dos la noche en el calabozo. Ya verás qué cena más rica os están preparando de Navidad. Lo va a celebrar usted muy bien allí, caballero, con Papá Noel y el bueno de Álvarez.
El guardiacivil más joven suspiró. El abuelo permanecía de pie, con las zapatillas ya mojadas, los dedos azules y enroscados, sin la protección de los guantes de ella, sin ella en general. Miraba a los ojos del agente, firme frente a la intemperie.
—Súbase al coche.
El viejo Isidro así lo hizo. Después se asomó por la ventanilla y olisqueó el doloroso olor del frío de su infancia.
—Bien, ve usted el siguiente desvío… Si toma la carretera que salva la autopista por el puente dará la vuelta. Si, sin embargo, por error, coge la primera a la derecha, seguirá usted recto por esta misma carretera que sale de la provincia. ¿Me he explicado, caballero?
—Perfectamente, agente. Feliz Navidad.
—Feliz Navidad. Circule.
Isidro se alejó entre los remolinos de viento. Las luces del viejo coche hacían palidecer torpemente al mundo.
Estas fechas van a ser muy distintas para todos. Resultará complicado para la gran mayoría evitar sentir tristeza y nostalgia. Por eso me he animado a contarles una historia de Navidad, por si pudiera arrancar a alguno una sonrisa.
Soy tan misterioso para mí mismo, corazón; estás tan profundo, corazón; tan escondido, que necesito a alguien de quien fiarme, que no sea yo, ni seas tú, lector desconocido.