Marcelo López Cambronero | 26 de mayo de 2021
Se precisa de lo que Benedicto XVI llamaba «razón abierta»: tomarse tan en serio la realidad concreta que cada vez nos asombre más su conexión profunda con el todo y, muy en especial, con el destino del ser humano.
El título era El futuro de la filosofía está en España, y con esta afirmación rotunda y vehemente el profesor Alejandro Romero nos anunciaba en las páginas de ABC, hace unas semanas, la grandeza que ilumina el mañana de nuestro pensamiento.
¿Y por qué en España y, precisamente, la Filosofía? Pues según se nos dice, el motivo está en que «el cristianismo va perdiendo peso en la sociedad, y con ello la filosofía española puede sentir cada vez más la liberación de la responsabilidad y la culpa cristiana», de manera que «el pensamiento español, por primera vez, comienza a sentirse liberado de los mandatos de un dictador o un Papa».
Es así como podemos al fin seguir la corriente vigente de nuestro tiempo que, leemos, emana de Mayo del 68 y de las llamadas «filosofías de la diferencia», en las que lo importante no es la razón universal sino la pluralidad y lo múltiple. Dejamos, pues, de preocuparnos del Ser humano y su naturaleza común para prestar atención a «la soledad de Sara, la angustia de Pablo, el desamor de Julia», es decir, a lo concreto. De esta manera, los sentimientos, lo presente, el aquí y el ahora toman protagonismo.
No le faltan buenas razones al artículo, aunque no estemos de acuerdo ni con sus tesis ni con su argumentación. Es verdad que vivimos una etapa que bien podríamos calificar como «sentimental», y no despectivamente. No se puede pensar sino dentro de la ejecutividad del momento, inmerso en la interacción con las cosas, tomando en serio el clamor de nuestros sentidos y emociones. Despreciar lo corporal, la presencia actual que inunda la vida de cada cual, no es buen camino para el filósofo.
De nada sirven las teorías generales si no les caben dentro la soledad (interesante libro al respecto de Enrique Anrubia), la angustia o el desamor, la melancolía, la desazón, el asombro, la alegría o la pasión. También a mí me parece que a todos los discursos con pretensiones de universalidad habría que añadirles un sinfín de notas al pie, de ejemplos y matices que tomaran en cuenta la variedad contingente de la vida. De lo contrario, si nuestro cedazo solo deja pasar grandilocuentes conceptos y recetas de aplicación general, será que lo que hacemos no es Filosofía, sino ideología, que es otro de los rasgos habituales de nuestra época.
Es lógico que nos aflore una sonrisa cuando se nos propone que la Filosofía que está a la altura de nuestro tiempo es la que se dio a conocer hace ¡53 años!, y que se confíe en ella para poner el pensamiento español en el primer plano de la actualidad. Sin embargo, aquí caben pocas bromas: resulta bien triste que se llegue a postular, además tan en serio, que llevamos un decalustro de retraso, y que subirnos a un caballo tan viejo es nuestra esperanza para avanzar hasta la vanguardia.
Se ve que tan mal estamos, y el artículo citado resulta a esta luz paradigmático.
El problema de la Filosofía española es, diría yo en mi humilde opinión, su falta de personalidad, de atrevimiento o, tal vez, de algo tan escaso como la genialidad.
Sin tradición no hay reflexión, pero apelamos a la tradición viva, a la que nos alumbra en la circunstancia particular de cada uno y no a la mera repetición de sistematismos anticuados
No solo la mejor, sino la única Filosofía posible, es la del presente, y solo por tal camino podremos encontrar las fuentes de un pensamiento que recoja lo mejor de las aportaciones pasadas e ilumine el futuro. Habremos de partir de lo que se nos pone ante los ojos, atender a las cosas, ver su lugar en el cosmos y abrirnos, buceando en la concreción de lo universal, al sentido de la realidad.
En España, en Europa, nos hemos ocupado demasiado de lo que dijeron otros, buscando en el ayer reflexiones que solo podrían servirnos ahora si se aplicasen con ingenio. El academicismo, las exigencias de la acreditación y los sexenios, y la cobardía, han convertido tantas veces a los filósofos en refinados maestros de la arqueología de las ideas. No quiero decir con esto que haya que desdeñar lo que ya hemos aprendido ni, sobre todo, lo mejor que encontramos en la historia del pensamiento. Sin tradición no hay reflexión, pero apelamos a la tradición viva, a la que nos alumbra en la circunstancia particular de cada uno y no a la mera repetición de sistematismos anticuados.
Se precisa, en conclusión, de lo que Benedicto XVI (ya me perdonarán los laicistas con sus manías) llamaba «razón abierta»: tomarse tan en serio la realidad concreta que cada vez nos asombre más su conexión profunda con el todo y, muy en especial, con el destino del ser humano.
Amemos el hoy, el aquí, la «casualidad» de cada uno, es decir, la realidad que se nos da, para encontrar en sus pozas los recursos que nos permitirán comprender nuestra sociedad, responder a los retos del presente, y degustar el sabor lúcido de lo perenne.
Para el hombre, la supervivencia no es un mero hecho físico ni económico, y no sale del todo vivo de la dificultad quien no lo puede contar.
El mayor peligro que corre esta materia es que se perciba como una mera información erudita acerca de las opiniones de los autores.