José María Contreras Espuny | 26 de julio de 2021
Llevo un tiempo en que temo cruzarme con alguien y que por educación me pregunte cómo estoy.
Nuestra calle está levantada desde hace meses. Estalló una tubería, se combó el empedrado y algunas casas cabecearon: las más somnolientas tuvieron incluso que ser apuntaladas. Después se esperó porque el daño ya estaba hecho. Finalmente la abrieron en canal y sustituyeron las arterias que nos traen el agua; luego las venas que, junto a nuestras inmundicias, se la llevan.
Ahora la calle sería un lodazal si lloviese, pero aquí no se da la lluvia; lo que sí se da es un viento de levante que solo trae polvo y malas ideas, así que la calle es un descampado hirviente y ventoso por el que han empezado a pasearse las ratas. Salen de un agujero, saludan y se meten en otro. Buenos días. Buenos días. Son ratas aburguesadas, considerables, más o menos del tamaño de los chuchos que tanto abundan, perritos iracundos que solo florecen bajo las faldas de las viudas. Quizá una cosa vaya con otra y sea una especie de obsequio de la funeraria: tome, la urna con las cenizas, nuestro pésame y un chucho. Algo así debe pasar porque cada viuda tiene una ventana enrejada y en cada una de ellas un chucho a la espera de joder. Se colocan allí, vigilan la calle y como posesos ladran a todo lo que se mueve; a todo menos a las ratas. Las ven pasar y consienten porque la calle es de todos; en cambio, que pase un humano les resulta del todo intolerable y entran en ebullición, enloquecen como lo hacían los endemoniados al paso de Cristo. Así ladraras hasta reventar, masculla la gente cuando se repone del susto.
Lo más grueso de la obra fue encargado a una empresa especializada y acabó hace tiempo. Ahora corresponde al ayuntamiento hormigonar y adoquinar. Y según veo, el ayuntamiento piensa que el buen obrar, como el buen torear, se hace despacio. Vienen, echan su poquito de hormigón y listo. Poco pero bien, pensando en lo que se hace. Diría que son de la escuela del cocinero otomano ese que ha alcanzado celebridad por la manera en que llovizna sal sobre sus chuletones. Detallitos. Y deberíamos estar contentos porque nos va a quedar una calle de alta albañilería, pero me cuesta verlo de ese modo cuando las incomodidades se dilatan.
Además, con tanto remover las entrañas de la zona, las cañerías andan confundidas. Al grifo de la cocina, por ejemplo, le ha dado por gotear. En cuanto cesa el ruido de la maquinaria –bufidos hacia delante, graznidos marcha atrás–, se escucha el cloc, cloc, cloc en el fregadero. Si aprieto hasta cortarme la circulación de la mano, los cloc se espacian, a veces lo suficiente para te quepa la esperanza de que el problema se haya solucionado, pero entonces, desprendida del grifo, paladeando la caída… Cloc. Y no sé qué es preferible: ambos ritmos de goteo te hacen perder la cabeza, pero como lo hacen de forma muy distinta, entra dentro de mis posibilidades, de mi libertad como ahijado de Dios, decidir de qué manera prefiero desesperarme hoy.
Por otro lado, el agua de todos los grifos, goteen o no, oscila entre amarilla y muy amarilla: si se espera, puede verse incluso la arena posada en el fondo del vaso. Para los riñones no debe ser bueno, pero tal vez sí para los huesos. Puede que beber este líquido ocre esté endureciendo a los niños y acaben, si es que la obra se eterniza, como el hombre-risco de los 4 fantásticos. Aunque, para decirlo todo, a Manuel por ahora no le ha servido de mucho. Se rompió el húmero, lo operaron y la primera revisión acabó en el quirófano de nuevo: el hueso había esquivado las agujas y todo volvía a estar manga por hombro. Tres añitos de vida y eran su segunda y tercera operación; la primera la provocó una moneda de cinco céntimos que llevaba cincuenta días chapoteándole en el estómago. Los médicos lo radiografiaban y luego se rascaban la barbilla. La moneda, juguetona, unas veces estaba en el intestino, otras en el colon y otras de vuelta en el intestino. Más que bajar, deambulaba. Al final, alguien cayó en la cuenta de que no había pasado del estómago y nos mandaron a Sevilla para la endoscopia. Tuvimos al niño sin beber durante ocho horas. En vano. Nos habíamos enterado mal: ese día no se iba a operar a nadie, nos aclararon, ese día era un día jubiloso, un día consagrado entero a rellenar papeles, un Sabbat burocrático. Dimos nuestro nombre, DNI y teléfono a una señora, esperamos durante dos horas y volvimos a dar el nombre, DNI y teléfono a otra señora clavadita a la anterior. ¡Es la misma que se ha cambiado de ropa! ¿Cómo va a ser la misma, José María? Luego fuimos a la prueba de la anestesia que consistió en dar por tercera vez los mismos datos y en recibir un rapapolvo por habernos desorientado en las arabescas tripas del Virgen del Rocío.
Volveríamos en siete días, se suponía que a la operación, pero quién sabe, tal vez se interpondrían otros papeles hambrientos, papeles con huecos insalvables, huecos para los apellidos y el nombre y el teléfono de contacto y la madre que parió al DNI Aquello me afectó hasta el punto de que me pasé la semana con pesadillas en las que me torturaban para sacarme, uno a uno, los 8 dígitos del DNI. Flaqueo y les doy uno, luego otro… Pero la letra me la callo, la letra no me la van a sacar estos hijos de la ramera burócrata. Antes me arrancan la piel a tiras. ¡Preguntádsela a Hacienda, cabrones, que esa seguro se la sabe!
Y el problema es que no podemos estar yendo y viendo de la ciudad cada vez que alguien sienta dentro de sí un agujero que solo uno de mis datos rellenaría. Y no podemos, sobre todo, por nuestro coche, al que un día de estos le va a dar una pájara y hasta aquí llegué. Es una Volkswagen Sharan, o al menos lo fue en su juventud. Cuando gira a la izquierda, suenan cadenas haciendo cositas que, tanto a nivel moral como a nivel mecánico, no deberían hacer.
Con todo, su deficiencia principal es de piel, de estética si quieren. Nuestra furgonetilla tiene la lepra. En la carrocería quedan apenas restos del azul marino original y en el interior todo está desencajado, echado a perder y chirriante. Una de las ventanillas no se podía subir; decidimos que era mejor no poderla bajar y la llevamos para que la bloquearan con clavos de los que utilizan para herrar caballos; aunque, igual que con el brazo de Manuel, no se consiguió de primeras. Tampoco le va el aire acondicionado. En otro lugar o en otra estación sería llevadero, pero no en el julio volcánico de la campiña. A las cinco de la tarde metemos los niños en el coche y, al contacto con la sillita, sisean como una pechuga en la sartén. Si el viaje dura lo suficiente, los tres acaban en su punto, doraditos y a falta de emplatar; en los trayectos más cortos, aunque sudorosos, salen con esa tonalidad aún rosada típica de la carne a medio hacer.
Y para alguien flemático o más en paz consigo mismo, quizá todo lo anterior sean pequeñas incomodidades a las que solo habría que añadir un san bernardo para obtener una comedia familiar. No es mi caso. Por eso llevo un tiempo en que temo cruzarme con alguien y que por educación me pregunte cómo estoy. Al ser boquiflojo, me sentiré obligado a resumirle lo de arriba. Y sospecho que mi interlocutor, a su vez, se sentirá obligado a decirme: Hombre, José María, piensa que… Es que lo estoy viendo… Él está a punto de decir lo que tengo que pensar y yo estoy pensando que como diga lo que pienso que va a decir, al ser colérico, me sentiré obligado a arrancarle la mejilla de un mordisco.
La maternidad numerosa -para el ethos que va consolidándose en nuestra sociedad a golpe de decreto y con la corriente de la liquidez posmoderna empujando- es un capricho.
El confinamiento parece un nuevo huésped, una nueva circunstancia que no es posible descartar que se repita, pero en la que tanto padres como hijos hemos percibido el privilegio que es vivir en familia.