Estrella Fernández-Martos | 28 de febrero de 2021
La Belleza nos asalta en cualquier momento y circunstancia, no pregunta, se regala alegremente cuando quiere, igual que se esconde cuando le interesa.
No recuerdo su nombre, pero sí sus ojos verde agua como si lo tuviera frente a mí, siempre de noche, brillantes a la luz de las velas, pestañas negras, cabello oscuro, piel bronceada y una sonrisa alegre. Quién hubiera imaginado que pedir una indicación iba a regalarme tal belleza, y, sin embargo, ahí estaba, uno de los hombres más guapos que he visto nunca. ¡Y en uniforme! Era bajito, eso también lo recuerdo, aparentemente bien formado, amable y muy alegre. Un hombre guapo, sin duda.
La Belleza nos asalta en cualquier momento y circunstancia, no pregunta, se regala alegremente cuando quiere, igual que se esconde cuando le interesa. Desde el principio de la historia, una de sus principales manifestaciones es el cuerpo humano, así nos hemos visto, al menos. De la manifestación nacen la observación y el estudio; del descubrimiento, la formulación; y del canon, la observancia.
En cada civilización ha habido un ideal de belleza definido. Lo conocemos por descripciones escritas, poemas, esculturas y pinturas de cada época. ¡Ay, las artes! Esas inútiles del saber. En la Prehistoria, la fémina preferida era una mujer de grandes atributos y generosas curvas, pues se la creía fuerte y capacitada para dar a luz a los hijos sin que nadie muriese. La necesidad hizo belleza para preservar la especie. O, acaso, la posibilidad de realizar un anhelo reviste de belleza al individuo.
Los cánones de belleza física de las distintas civilizaciones cambian en función de sus necesidades. En Egipto, los cuerpos son esbeltos, guerreros, adornados para el ocio y muy limpios. Esto último es lógico. No en vano, la desnudez necesaria para la buena higiene nos invita a fabular con nuestros cuerpos y a entender mejor las cualidades de la materia que también somos. En Grecia, su ideal somete al cuerpo y sus pasiones a la razón y, en mayor o menor medida, esa intención nos acompañó hasta ayer.
El modelo ha ido evolucionando a través del tiempo y las culturas, pero la existencia de un canon ha sido constante. Hay diferencias de unas a otras, pero todas mantienen la búsqueda de la armonía, no renuncian a nada; incluidas aquellas cualidades que debe tener una persona para ser considerada hermosa. Inteligencia, fortaleza, decisión, delicadeza, agradables maneras… Nunca se consideró al Hombre un pedazo de carne y huesos sin más ánima que un mecanismo para respirar. Hoy se consideran liberadoras la protesta de la defecación callejera, la fealdad y la falta de pudor. Se sacan vaginas en procesión, mientras pixelan una fotografía de El origen del mundo de Coubert. No parece que estemos hablando ni mucho ni bien de nuestra propia belleza.
Esta ruptura de la esencia del Hombre, cuerpo-mente-ánima, es consecuencia del ataque al canon como causa, sin otro fin que alejarnos de la madurez necesaria para reconocer lo hermoso más allá de gustos personales o medidas particulares. Pues, si bien hay belleza en todos los seres humanos, cierto es que no todos cumplimos los cánones de simetría y proporción ideales. Una norma por sí misma no daña a nadie que no la cumpla, la historia está salpicada de bellezas reseñadas que no la cumplían. Estamos basando la educación en la destrucción de aquello a lo que no llegamos, en lugar de aprender a encontrar la belleza en todos, incluido el canon. La mera admiración de la belleza física ya es el reconocimiento de una armonía previa, no elegida, preexistente. La misma proporción que armoniza el universo completo la encuentra Leonardo en el cuerpo humano.
Un ejercicio para aprendices consiste en dibujar formas sencillas, una circunferencia, o un huevo, por ejemplo, e ir dándole volumen, plasmándolo de distintas maneras hasta aprehenderlo. Se dibujan las partes vistas de los objetos, un cubo, un zapato, una espiral, partiendo de lo que se ve y proyectando las partes que no se ven, pero están. Se suele hacer que el estudiante tome el objeto en sus manos, lo toque, lo aprenda con todos lo sentidos posibles, lo interiorice y, solo después, lo lleve en al papel.
De manera instintiva hacemos mentalmente lo mismo con los cuerpos. Los propios y los ajenos. Queremos adivinar sus formas siguiendo su línea, las luces y sombras que conforman sus volúmenes, la tensión de sus músculos o la invitación de su vientre; proyectamos lo oculto desde lo visto. Nuestra mirada al cuerpo del otro tiene mucho de deseo de aprehensión de él, más aún cuando nos atrae. Queremos tocar su cuerpo, no solo para conocerlo y saber de él, sino también para sabernos a nosotros con él. Los padres ciegos conocen así a sus hijos recién nacidos, tocándolos por entero. Es la primera vez que «los ven». A veces admiramos una obra de arte o a otro ser humano y nos emociona por dentro, aun sin rozarlos. Hemos de frenar la mano, porque quiere acariciar a esas personas que nos cortan la respiración al entrar en una habitación llena de gente. Esos bellezones, aunque ni siquiera los hayamos tocado nunca, ni los vayamos a tocar.
El Museo del Prado devuelve el color y la luz a una obra renacentista cargada de una fuerte iconografía.
El fallecimiento de Roger Scruton lleva a reflexionar sobre su legado. El filósofo británico apuesta por la íntima y necesaria conexión entre moral y estética como un tipo de culto posreligioso.