Jesús Montiel | 28 de febrero de 2021
Este es el drama, el verdadero conflicto del hombre, a mi parecer: que no hace lo que desea en realidad. El único infierno que conozco es saber dónde está la vida y no caminar hacia ella.
Una mujer con cuatro hijos llora la muerte de su marido en una explosión de gas. Esa mujer joven, imagino, se levantó creyendo que su marido volvería a casa tras el trabajo, al mediodía. Tenía fe en lo que llamamos normalidad, la línea recta que apodamos vida, pero que solo es recta en nuestra imaginación. Un hombre poco mayor que esa mujer, también con varios hijos, ha discutido con su mujer esta mañana. No deja de rumiar desde entonces lo sucedido. Este hombre soy yo. Sé que este puede ser el último día de mi vida, pero vivo esta mañana irrepetible enfadado. A pesar de los terremotos que sacuden Granada desde hace días, también yo creo en esa línea recta que llamamos vida.
La joven viuda sabe ahora que la vida es un camino a veces recto, sí, pero muchas otras repleto de afiladas curvas, muy escarpado. Ella sabe que su tiempo es breve. Lo sabe porque nadie puede devolverle a su marido. Porque su marido ya no es un abrazo, la discusión diaria en casa, un plato más sobre la mesa, en el almuerzo. No lo sabe como yo, intelectualmente. Lo ha vivido, lo está sufriendo, es una realidad y no el planteamiento de un escritor. Yo también lo sé, pero no puedo evitar que mi saber sea solo una entelequia y no una experiencia vital. Lo sé por casos como el suyo, porque lo presiento, pero vivo pensando en la línea recta. De otro modo, supongo, no seguiría enfadado con mi mujer.
Saber que ese puede ser mi último día no sirve de nada. Uno puede saber cómo se nada y no tirarse nunca a la piscina, cuáles son los pasos para dejar una adicción como el tabaco y seguir fumando un cigarrillo tras otro. Uno puede escribir sobre lo impredecible, leer muchos libros sobre cómo se vive con plenitud el presente y discutir, alargar el malhumor y no estar dispuesto a ceder, aunque uno mismo escriba sobre el perdón en un librito sobre sus ratos en un banquito de madera. Puede morir así, frotándose las manos en la chimenea de sus propios razonamientos. Tan calentito. Este es el drama, el verdadero conflicto del hombre, a mi parecer: que no hace lo que desea en realidad. El único infierno que conozco es saber dónde está la vida y no caminar hacia ella.
Esta mañana, entonces, miro un mediodía en el que pido perdón y convivo en paz con mi mujer, reconciliados. Lo miro, pero como se mira un paisaje que brilla tras una ventana altísima. Quiero salvar el obstáculo que me separa de ese otro mediodía, y descubro que ese obstáculo soy yo. Que cada pensamiento con el que me doy la razón, la tenga o no, es una nueva distancia hasta ese mediodía al que aspiro y que anhelo, pero al que, por alguna misteriosa razón, aunque lo deseo, no consigo dirigirme. Es lo único que me ha enseñado estos dos primeros años mi banquito: que yo soy el origen de todos los problemas de los que me quejo.
La vida está llena de acontecimientos, o lo que es lo mismo, cosas que pasan debido a los encuentros y desencuentros de las cosas que son.
Me gustaría vivir con todo bien encarrilado siempre. Es un afán de línea recta que, puesto que la realidad viene con curvas, acaba siempre malográndose.
El color es la cualidad del tiempo presente. Nos gusta abrir la lata de los recuerdos para liberar, de vez en cuando, el perfume de la nostalgia, para hacer presente algo que se fue.