Estrella Fernández-Martos | 29 de agosto de 2021
La Belleza igual se esconde que se pregona; que no todas sus manifestaciones tienen que ver con la intimidad y el disfrute aislado. En ocasiones nos sorprende tanto, nos causa tanta conmoción, que no podemos más que proclamarla.
El silencio suspendido en una plaza abarrotada hasta ver la sonrisa ilusionada de una novia que baja del coche y se recompone el vestido; la risa tronchante de los niños que juegan entre los chorros de agua de la fuente de una plaza; un joven padre, empujando un cochecito doble con bebés recién nacidos, mientras el hermano mayor se le agarra del pantalón; el olor a castañas asadas en noviembre; una conversación al vuelo entre un abuelo y un nieto que aun tiene lengua de trapo; una buganvilla asomando por un balcón; aquella pareja joven que, sonrojados, se han cogido de la mano por primera vez en público; los paños bordados que nos dio mi madre cuando hubo que empezar a comulgar con guantes y en la mano; el olor a madera y cola del taller del carpintero que sale del callejón; el trabajo en cuero; unas notas de piano que se escapan desde una ventana; la antigua ciudad de Palmira; la Pietá de Miguel Ángel; el parque que encontramos en un pueblo perdido de Alemania; un poema que no conocía; la luz de la tarde cayendo sobre un edificio oxidado; una célula.
Una de los rasgos de la Belleza es que coquetea y le gusta sorprender, como cuando ves en su museo el cuadro Viva el pelo, de Julio Romero de Torres, por primera vez. O cuando mi madre aparece en mi estudio con mirada de niña traviesa, para que vayamos a tomar el aperitivo, sabiendo que es demasiado temprano. Pero ahí estás, veinte minutos después, sin importar la hora y paseando por la calle con ella, agarradas de la mano igual que cuando fui una chiquilla.
La Belleza no quiere que nos acostumbremos a ella porque sabe que la olvidamos, como nos sucede con el cielo estrellado o cada atardecer, que parece que solo los vemos en vacaciones en la playa. Le gusta recordarnos el sonido del mar con una imagen, o evocar sin venir a cuento la niñez con un pato en un estanque. Toques de atención que nos recuerda quién manda. Algo que se nos suele olvidar cuando nos hacemos conscientes de que también podemos crear belleza por nosotros mismos.
Tampoco quiere que seamos nosotros los que elijamos cuándo dedicarle nuestra atención. Por eso hay días que aunque la pensemos no la vemos, y otros, sin embargo, avanzamos a su amor y nos parece de lo más normal, porque para eso es nuestro tiempo. O eso creemos. ¡Qué soberbios somos sin darnos cuenta! Cierto es que nos han creado para dominar la Creación, pero cuanto más nos recreamos en nuestra posición, más nos alejamos de nuestra conexión natural. Vivimos convencidos de que por estar en la cima de la pirámide, poseemos todo lo que nos sostiene. Y, sin embargo, es solo a través de nuestra aceptación como ser sostenido cuando podemos conectar más y mejor con la Belleza que nos excede.
La estabilidad de la belleza tangible y controlada nos la proporciona, principalmente, la obra del Hombre. Ahí están las Artes y, sí, también, algunos descubrimientos de laboratorio, baste como ejemplo la composición de nuestras propias células. El ser humano está habituado a caminar por su mundo y su vida dentro de los límites de su propia capacidad, de lo que es capaz como sociedad. Pero, de repente, gira una curva en una carretera y descubre unas cataratas, o se levanta temprano y pasea con el olor a mar, o se sientas a dormir la siesta bajo un chaparro al lado de un riachuelo, con el sonido de las chicharras. Y ante algo así no le queda más que descubrirse.
La Belleza no quiere que nos acostumbremos a ella porque sabe que la olvidamos
La Belleza igual se esconde que se pregona; que no todas sus manifestaciones tienen que ver con la intimidad y el disfrute aislado. En ocasiones nos sorprende tanto, nos causa tanta conmoción, que no podemos más que proclamarla. Detener nuestro paso ante ella, incluso. Como cuando vas a Roma por primera vez y empiezas a ver arte, y más arte, y más allá más aún, y tratas de encontrar una calle tranquila que no tenga ningún atractivo al que prestar atención porque necesitas descansar de tanto estímulo, pero no era esta calle, ni esta plaza, ni esta iglesia, ni este edificio, ni este romano. En cada rincón un siglo, en cada esquina, Historia. Y no puedes asimilar tanto.
Me asalta ahora un recuerdo. Hace años, en una fiesta en un jardín a final de un verano. Para aquella ocasión, montaron una mesa de quesos realmente preciosa. Quesos de todo tipo, frutas frescas y frutos secos. Pero recuerdo hipnotizada especialmente las flores que se iban formando con el cortador rizador. No sé por qué recuerdo esa ocasión en concreto y no otras, pero no es la primera vez que vuelve a mi mente esa velada. Era una mesa ciertamente bonita. Flores de queso recién formadas, maridadas con buen vino, se deshacían en la boca, en un fresco jardín con música agradable y grata compañía, al terminar el verano. Esas flores reunían en sí mismas la sencillez de su composición y del mecanismo que las formaba, el ingenio del inventor, frivolidad, ligereza, un superfluo placer estético y culinario. Es a través de estas pequeñas sorpresas como la Belleza nos recuerda que sin su gratuidad y coquetería la vida es posible, sí. Pero cuando la dejamos hacer a su manera, la vida es mejor.
En estos años de cultura de la confrontación, nos están «colando la bacalá» de que hemos de elegir entre la Naturaleza y nosotros, cuando la verdadera cuestión es ser nosotros en la Naturaleza.
La búsqueda del matemático comparte afán con la del poeta, ambos se nutren de anhelos, de pasión, de abismo. Ambos se asoman a la inmensidad del infinito amor explicando la perfección tangible de una rosa. Y como puente entre ambos lenguajes, el compositor.