Vidal Arranz | 02 de agosto de 2021
Con Catherine François, autora de La senda de las nubes, hablamos de la sabiduría milenaria china y de lo qué puede aportar a Occidente.
Llegó a España hace casi medio siglo, en los años finales del franquismo, y aquí conoció al que sigue siendo su pareja, Santiago Auserón. Con él, y con su grupo Radio Futura -a los que siguió a lo largo de sus giras por toda España- Catherine François asistió al estallido de la movida madrileña, un movimiento de eclosión de las artes, y de apoyo a la creación joven, que no tenía equivalente en su Francia natal. Todavía hoy, cree que España sigue siendo un país abierto que debería recuperar la valentía de aquellos años. Con Auserón coincidió también en la Facultad de Filosofía y allí descubrió la literatura española, de la que afirma que le causó «una impresión profunda» y de la que ha traducido al francés los sonetos de Garcilaso de la Vega.
La senda de las nubes
Catherine François
Siruela
312 págs.
26€
Luego, en los años 80, descubrió la cultura china, inicialmente a través de un tratado sobre pintura, y en ella encontró una humanidad que echaba en falta en Occidente. Sus primeras investigaciones se tradujeron en el libro Caminos sobre el agua, centrado en el pensamiento taoísta. La senda de las nubes, que acaba de publicar Siruela, es su segunda aproximación a este universo cultural a través de una colección de historias basadas en personajes reales como Confucio, Laozi o Sima Qian.
Con Catherine François hablamos de esa sabiduría milenaria y de qué puede aportar a Occidente y aparecen en escena cuestiones como el ejemplo moral, la palabra verdadera, el valor de la tradición y la necesidad de renovarla, la búsqueda de la virtud en la vida real, el valor de los ritos y las formas, o la armonía entre el hombre y las leyes del universo.
Pregunta: ¿Qué podía atraer de aquel Madrid de la movida a una joven francesa como era usted, que no procedía de un país reprimido por años de dictadura?
Respuesta: Viajé a España por primera vez en 1973, en el 1974 conocí a Santiago Auserón en una discoteca de la playa de San Juan, en Alicante. Volví a Francia para acabar mis estudios de letras y un año más tarde me trasladé a Madrid, donde asistí a la eclosión de la movida madrileña. Acostumbrada a la cultura altiva y anquilosada de esos años en París, fue muy sorprendente encontrarme con un movimiento que dejaba sitio a los jóvenes más inexpertos y que incitaba a la renovación de todas las artes. Esa nueva libertad era más creativa que la que existía en Francia, porque salía a la vez de necesidades individuales y colectivas.
Pregunta: Ese impulso torrencial de libertad parece haber desaparecido en una España constreñida por eso que ha dado en llamarse lo políticamente correcto y que parece la antítesis de la movida.
Respuesta: Suele ocurrir con las sociedades maduras, asentadas en valores basados en la eficacia comercial a corto plazo. A pesar de todo, España sigue siendo un lugar relativamente abierto para los jóvenes talentos, pero debería preservar la valentía de aquellos años, apostar por la singularidad, y fomentar la búsqueda de nuevas formas. Cambiando un poco una máxima de Confucio, diría que al contemplar la calidad de su cultura podemos juzgar el valor de una sociedad.
En Occidente, la superación del individuo tiende a convertirse en competición o imposición sobre los demás
P.: Este mundo de la movida tiene, al menos en una primera lectura, poco que ver con la sabiduría oriental, a la que usted ha dedicado años de estudio. ¿De dónde viene este interés?
R.: Mi interés por China surgió en los años 80, tras leer un libro de François Cheng, Vacío y plenitud, editado por Siruela. Trata de pintura, pero pone de inmediato al lector en contacto con una cultura antigua que no separaba las artes, poniéndolas al servicio de un humanismo del que me pareció que carecíamos en Occidente. Me incitó a mirar las pinturas de otra manera, a leer poesía y a interesarme por la historia de la China clásica y por sus viejas leyendas. Esa relación entre las artes sí se puede asociar con el comienzo de la movida. Aquello fue el principio de una investigación apasionante que dio lugar a mi primer libro sobre China, Caminos bajo el agua, publicado en 1999 por Pre-Textos. En él trazaba un paralelismo entre los desbordamientos del Río Amarillo, el curso de la poesía, del pensamiento chinos y las invasiones de los nómadas mongoles.
P.: De su libro La senda de las nubes sorprenden la forma y el planteamiento. Son historias de la antigua China sobre más de un centenar de personajes reales a partir de los cuales desgrana las claves de aquella cultura. ¿Por qué eligió este camino?
R.: Después de la salida del primer libro, seguí leyendo en traducciones francesas o inglesas las crónicas milenarias de los antiguos reinos y los textos de los viejos sabios chinos. Esas obras reflejaban una espiritualidad práctica que reaparecía a lo largo de la historia en hombres de talante muy distinto. Aquello me empujó a buscar el hilo que unía las principales corrientes del pensamiento chino. En primer lugar, fue un trabajo de rastreo y de compilación, luego tuve que elegir los temas más relevantes y los personajes que, por sus obras o su vida, ilustraban aquel caudal de sabiduría.
P.: Doy por hecho que la elección de cuatro grandes relatos –La Vida de Confucio, La historia del gran secretario Sima Qian, Los siete sabios del bosque de bambú y Han Shan. La Montaña Fría– obedece a un afán de ofrecer un acercamiento complejo -no sé si, además, completo- y diverso al mundo de la sabiduría china.
R.: Poco a poco se impuso la necesidad de aclarar el perfil de algunos personajes esenciales, como Confucio o el historiador Sima Qian, que escribió la primera historia de China desde los emperadores míticos hasta su época. Otros tenían interés por sus obras, como es el caso de los poetas del nuevo taoísmo o del budista Han Shan. La estructura del libro responde a una elección dictada por mis propios gustos: la espiritualidad, la filosofía y la poesía. Cada uno de esos personajes tuvo un papel relevante en los tres campos a la vez.
Los buenos sentimientos y las buenas maneras se han distanciado hasta tal punto que en el lenguaje se han convertidos en expresiones vacías
P.: La magnitud de referencias que maneja es enorme. ¿Cómo construyó las historias? ¿De qué materiales están hechos, y por qué optó por esta forma a veces indirecta de acercarse a los personajes?
R.: No quería hacer un ensayo ni una novela histórica, sino ser lo más fiel posible a las fuentes, transmitiendo ante todo la belleza de los textos originales. Para reconstruir la vida de Confucio seguí la biografía que Sima Qian, en el siglo I a. C., incluyó en su gran historia, y para construir los diálogos me serví de las Analectas, las palabras del viejo Maestro recogidas por sus discípulos. La vida de Sima Qian está narrada por él mismo en una especie de epílogo a su obra. La historia de los siete sabios del bosque de bambú está basada en las biografías de los poetas Xi Kang y Ruan Ji, y para exponer sus ideas me apoyé en los ensayos que escribieron los miembros del grupo. En el capítulo dedicado al budismo Chan condensé las teorías que circulaban en el siglo VI y me inspiré en los versos del poeta ermitaño Han Shan, que puse en prosa.
P.: Los dos protagonistas principales del pensamiento chino son Confucio y Laozi. En una de sus historias afirma: «Laozi enseñaba lo que no podía ser dicho. Confucio puso en práctica lo que no se podía enseñar». Pareciera que en ambos hay un afán de apresar lo inapresable.
R.: Para entender el pensamiento de estos dos sabios es necesario remontar al origen de la palabra Tao que significa a la vez Principio, Camino y manera de hacer las cosas de cada uno. Estos aspectos no se pueden separar, lo universal solo se percibe cuando se manifiesta en ejemplos singulares, pero como Principio de todas las cosas, el Tao no es ninguna de ellas en particular, por eso dice Laozi que no se puede nombrar. Confucio no puede enseñar una única manera de hacer el bien porque la humanidad no se puede definir por el comportamiento de un solo hombre. A Laozi le espantaban las definiciones, pero intentaba describir lo «no verdadero». Confucio no soportaba la pasividad, por eso empujaba a cada uno a encontrar su propio camino.
P.: Llegados a este punto, y si me permite la broma, confiésese. Usted ¿es más de Confucio o de Laozi?
R.: Hace años hubiera respondido que me sentía más cerca del desapego de Laozi, como suele pasar en la juventud, pero este libro me ha permitido descubrir un aspecto de Confucio menos conocido en Occidente: su humanidad, entendida como bondad. Sus Analectas revelan un pensamiento abierto y paradójico. Su moral no es tan impositiva como creemos, su sentido del deber no reniega de una cierta autonomía. Una cosa que nos puede enseñar el antiguo pensamiento chino es que toda elección es una limitación. «Acoge lo blanco y abraza lo negro», dice Laozi. Laozi es quizá mi inclinación natural, pero Confucio se ha convertido con el aprendizaje en otra faceta mía.
P.: En prácticamente todas las historias está presente, de un modo u otro, y aparece de muy distintas maneras, el problema de la relación dialéctica con los límites: son consustanciales a lo humano, al orden natural, pero al mismo tiempo son móviles.
R.: Los límites de cada criatura son su camino, más que una meta particular, cada ser individual responde a la naturaleza del Tao. La ley universal que rige el mundo y la vida del hombre son una misma cosa. Las tres escuelas principales del pensamiento chino coinciden en este punto: no hay separación entre microcosmos y macrocosmos. El mundo con sus leyes, el hombre y su destino están hechos de la misma sustancia. Ji Ci, principal comentarista del Libro de las Mutaciones (I Ching) afirmaba que «el mundo entero solo tiene una meta, pero una gran cantidad de proyectos. Todos acaban por alcanzarla siguiendo métodos distintos».
No quería hacer un ensayo ni una novela histórica, sino ser lo más fiel posible a las fuentes, transmitiendo ante todo la belleza de los textos originales
P.: También la aspiración a la armonía. Armonía con las leyes de la naturaleza, con la belleza de las cosas, con las leyes y principios.
R.: La armonía, como conexión o resonancia entre distintos aspectos del mundo, es una noción clave para el pensamiento chino. Para Confucio, la práctica musical es una manifestación de esa armonía universal, influye sobre el comportamiento humano. La armonía de la naturaleza individual con las leyes del Cosmos permite, según los taoístas y los budistas, alcanzar la serenidad. Esta relación es siempre eficiente, proporciona resultados perceptibles, como la acción mágica que actúa a distancia. Probablemente tiene su raíz en el chamanismo, la religión animista nacida entre Siberia y Mongolia.
P.: Casi todos los elementos sustanciales de la sabiduría china que usted describe entran en conflicto frontal con nuestra cultura occidental contemporánea. ¿Cómo pueden iluminarnos?
R.: La cultura de Occidente es heredera del pensamiento griego que se funda en el logos, que significa «lenguaje», «razón» u «orden del universo». La necesidad que tienen los griegos, y más tarde los latinos, de explicar y controlar el mundo hace que el logos se convierta en cálculo orientado a una finalidad, ya sea política, comercial o religiosa. De allí derivan las ideas de redención, de progreso y de éxito social. En Occidente, la superación del individuo tiende a convertirse en competición o imposición sobre los demás, en ética del mérito recompensado con la riqueza inmediata o con el Paraíso, mientras que la eficacia práctica del pensamiento chino busca la perfección del individuo en esta vida, en el mundo real, volviendo la mirada siempre hacia el Origen, la fuerza que se reactualiza a cada instante. El Tao es muy distinto del logos, aunque el discurso controlado por el método sea también un «camino».
P.: Usted no ha sucumbido a la tentación de actualizar sus historias, traducirlas o modernizarlas. Sus relatos parecieran estar escritos en aquellos tiempos inmemoriales. Se sitúan allí.
R.: La cuestión del estilo o la forma de expresión me pareció esencial desde el principio. El atenerme en gran medida a los textos originales y al ambiente cultural de cada época, me hizo sentirme como una especie de médium que habla en nombre de otros. Cada capítulo, cada personaje con su visión del mundo tenía que tener voz propia asociada a una forma: el relato mítico de los orígenes, la memoria del historiador, el individualismo de los taoístas y la poesía que une al hombre con la montaña para evocar un paisaje mental. Podríamos decir que el libro es un recorrido que va desde la montaña mítica del Taishan a la montaña humanizada que es Han Shan.
P.: Elementos como el respeto a la tradición y su legado y a los mayores parecieran haber sucumbido incluso en los países que vieron nacer estas historias.
R.: Poco queda actualmente en China de la antigua sabiduría, aunque últimamente el gobierno de Xi Jinping está recuperando el lado más conservador del confucianismo para justificar una identidad nacional y desmarcarse de Occidente. El taoísmo, por otro lado, estancado en su corriente más popular, se dedica a prácticas de adivinación, tachadas de «supersticiosas» por las autoridades chinas, mientras el taoísmo filosófico se encuentra limitado a los institutos de investigación sobre la cultura taoísta que aseguran la publicación de los antiguos textos canónicos.
Le corresponde al lector encontrar el significado más afín a su naturaleza y profundizarlo siguiendo su propio camino
P.: Es muy llamativo también todo lo que tiene que ver con el mundo de los ritos. La idea esencial que usted transmite es que el valor del rito es inseparable del cuidado de su forma. Un rito ejecutado con desaliño pierde su eficacia.
R.: Al final de la época feudal, los ritos, que según Confucio habían mantenido la paz social, ya estaban en plena decadencia coincidiendo con los cambios políticos que anunciaban los Reinos Combatientes. Por esa razón el Maestro luchó toda su vida para devolver al ritual su valor paradigmático y práctico: ajustar las acciones y las emociones para garantizar el orden social y la serenidad del individuo. A través de los ritos, sentimientos naturales como la concordia, el respeto o la lealtad podían expresarse de una manera adecuada y reconocida por todos, y las emociones del duelo, del afecto o de la alegría encontrar su justa medida. Eran considerados como la forma idónea de ajustar lo natural a la norma.
P.: Pero el desaliño también degrada el rito en cuanto que inspira menos respeto del que debería, lo que a la larga deriva en su pérdida de sentido y su decaimiento. No sé si algo de esto no ha pasado en Occidente con los ritos que preservábamos.
R.: Los discípulos de Confucio cuentan que sacrificaba a los muertos como si estuvieran vivos, y a los Espíritus como si estuvieran presentes. El Maestro decía: «Si no lo sintiera así, sería como si no lo hiciera». Para ser eficaz el ritual tiene que expresar sinceridad, ser equilibrado en sus formas y proporcionar satisfacción. Hoy en día el protocolo, la cortesía o el culto religioso son considerados como algo heredado, impuesto y artificial. Los buenos sentimientos y las buenas maneras se han distanciado hasta tal punto que en el lenguaje se han convertidos en expresiones vacías. El ritual permite sentirse uno mismo dentro de un marco impuesto, combina la sinceridad con la norma, algo similar a la expresión del sentimiento lírico por medio de la métrica y la rima.
P.: Algunos filósofos occidentales de raíz oriental como Byung-Chul Hun han abordado esta cuestión en libros como La desaparición de los ritos donde parecen abogar por la necesidad de recuperarlos de algún modo. Pero ¿Cómo hacerlo en una cultura como la nuestra que rinde culto a lo espontáneo e informal?
R.: El ritual es la forma que tiene una cultura de adaptarse a las leyes naturales para garantizar la supervivencia de la comunidad y la concordia entre sus miembros. Por medio de los ritos nos unimos a los demás sin dejar de ser nosotros mismos. Para que volvieran a recuperar su dimensión colectiva e individual, deberían adaptarse a los cambios que rigen en la sociedad sin romper los lazos con la naturaleza. Se podría conseguir si llegasen a ser cuestionados tanto por las personas que los practican como por las que los critican. Sus formas deberían evolucionar en paralelo con la educación. Cultura e individualidad no pueden separarse, sino evolucionar en la misma dirección. Cuando la naturaleza se impone sobre la educación, el individuo es un ser tosco y cuando lo aprendido domina sobre la espontaneidad, el individuo no tiene consistencia. Solo la combinación de ambas cosas permite al hombre perfeccionar su naturaleza, afirmaba Confucio.
P.: El debate sobre la virtud aflora también en las distintas historias y personajes, porque no hay un único modo de entenderla. Es Confucio quien afirma sobre qué sea un hombre íntegro: «Tal vez se trate de ir hasta el fondo de uno mismo, sin ignorar el mundo; tal vez se trate de servir a los demás sin traicionar los principios propios».
R.: La virtud es una noción compleja, empleada sobre todo por los confucianos para designar el potencial de humanidad contenido en cada individuo. Como proceso en perpetuo desarrollo es el estado más propio del hombre, pero también es algo inalcanzable, porque la búsqueda de la virtud solo acaba con la muerte, decía Confucio. La virtud sin eficacia práctica es simplemente inconcebible, como la luz sin radiación o calor. En su grado mayor de perfección actúa sobre los demás como ejemplo eficiente. Permite al gobernante guiar a su pueblo sin necesidad de leyes y al sabio mejorar a los hombres sin dictar sentencias. Es la fuerza que une al individuo con la sociedad de manera natural y espontánea.
Cambiando un poco una máxima de Confucio, diría que al contemplar la calidad de su cultura podemos juzgar el valor de una sociedad
P.: Los relatos evidencian también una relación muy compleja con respecto a la tradición. Confucio aboga por hacer de lo viejo algo nuevo, lo que parece apoyar la idea de un respeto transformador del legado recibido, que le actualice a las necesidades del momento.
R.: Confucio emplea esa expresión hablando del buen maestro, que es capaz de encontrar algo nuevo repasando lo conocido. El estudio, la enseñanza y la clasificación de los textos antiguos fueron una tarea que ocupó toda su vida. Esa relación entre la tradición y su intérprete puede aplicarse a las fuentes y al autor que las utiliza para crear un texto nuevo. Volver al origen para seguir progresando no es retornar siempre a lo mismo, sino alimentarse de las fuerzas que dieron vida a la antigua sabiduría. Los textos originales no contienen una verdad inmutable, su sentido se actualiza en cada lectura. Su comprensión está condicionada por la época del lector, el progreso parece alejarnos de ellos, pero el presente ilumina el pasado con una nueva luz. Con su reinterpretación de la tradición, Confucio recreaba un pasado utópico, origen de una sabiduría que pretendía aplicar a la política de su tiempo.
P.: Resulta absolutamente actual la reflexión sobre la manipulación del sentido de las palabras. Cuando convertimos el lenguaje en campo de batalla político ¿estamos encaminándonos a la ruina?
R.: Para quienes pretenden gobernar, el primer paso antes de actuar es entenderse acerca del sentido de las palabras. La perversión de su sentido, afirman los confucianos, es un fraude tan grave como falsificar las medidas o alterar un contrato. «Si los nombres no son correctos, cuanto se dice es incoherencia. Si se dicen incoherencias, los asuntos del gobierno no se pueden resolver», decía Confucio. Cuando las palabras se ajustan a la realidad y los significados a los hechos, permiten distinguir lo justo de lo falso, lo bueno de lo malo. En política, las palabras conllevan un deber implícito que no se especifica, pero que se basa en el consenso. Las palabras no representan una esencia inmutable -un derecho, por ejemplo- sino la relación entre una conducta y una situación que se actualiza. Esa relación permite ser coherente con sus propios principios y ser constante en su conducta sin desviarse.
P.: Llegados al final de la entrevista, ¿cómo podríamos explicarle al lector en qué consiste La senda de las nubes, y no me refiero al libro, sino a la doctrina sapiencial que evoca?
R.: Mi papel ha sido ordenar y transmitir las fuentes, no darles sentido. Le corresponde al lector encontrar el significado más afín a su naturaleza y profundizarlo siguiendo su propio camino. Las tres escuelas clásicas de la antigua China nunca fueron doctrinas fijas, sino un conjunto de voces e interpretaciones que se fueron añadiendo a lo largo de los siglos. Siguen siendo pensamientos que evolucionan en cada lectura.
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