Fernando Bonete & Hilda García | 04 de abril de 2020
Entrevista con Ricardo Franco, director de Nuevo Inicio. Esta editorial es un instrumento privilegiado para profundizar en lo que la Iglesia tiene que decir sobre las cuestiones más candentes.
Ricardo Franco es licenciado en Teología. Fue profesor de Religión en la enseñanza pública y, junto a sus alumnos, leía en clase poemas para descubrir el corazón religioso de todo hombre. Con pasado marinero y jardinero, superó sus años negros gracias a un milagro nacido de la intuición que dan la fe y las buenas lecturas. Aunque confiesa, entre risas, que su vocación era ser palmero de flamenco, comenzó en el mundo editorial de la mano de Freshbook. Ser editor fue como enamorarse, no lo eligió, simplemente ocurrió.
En la actualidad, es director de Nuevo Inicio, una editorial que ha pasado a formar parte de la diócesis granadina y cuyas publicaciones son panorámicas y ponen en la palestra una pregunta radical acerca del mundo. Tratan de entender el porqué de un universo que se desangra sin remedio y ayudan a hacer un camino de comprensión de lo humano.
Fernando Bonete: La editorial Nuevo Inicio surge por iniciativa de la Archidiócesis de Granada y los fieles granadinos, ¿cuál es la intrahistoria de su génesis?
Ricardo Franco: La intrahistoria de esta pasión es D. Javier, arzobispo de Granada, que desde su juventud empleaba su tiempo libre traduciendo autores de toda procedencia que explicaran, sin las polarizaciones que agotan todo diálogo, el mundo en que vivimos; autores olvidados, incómodos, como Léon Bloy, Charles Péguy, Georges Bernanos, que nos escupen -cordialmente- a la cara nuestra mediocre y acostumbrada servidumbre, y el dócil aburguesamiento a la mundanidad, a la reducción de nuestro deseo, al aburguesamiento incluso de nuestras pasiones, cuando al desfogue le sigue un aburrido sopor de muerte.
Y, luego, su profundo conocimiento del siriaco le ha permitido traducir al “poeta del Espíritu”, san Efrén de Nisibe, doctor de la Iglesia desde 1920, que escribía himnos fundamentalmente litúrgicos para -como él decía- “curar a quienes los oyen”, y a otros autores del corazón oriental del cristianismo que nos presentan la fe cristiana con la belleza incomparable que nunca debió perder. Al mismo tiempo, sus viajes por Norteamérica, desde que lo enviaron, jovencito, a estudiar a Washington, le han permitido conocer a los principales protagonistas de la vanguardia teológica y filosófica norteamericana, protestante o católica.
A lo largo de estos años -como él mismo dice a menudo-, ha gastado horas muertas, horas libres, para traducir a gente que, según él, explica mejor la vida, la fe, la economía, la historia, la política o el sufrimiento humano…
Una febril actividad traductora que responde a un servicio pastoral para sus fieles, pues hay autores que explican mucho mejor que él ciertas cuestiones, sean católicos, metodistas, protestantes o ateos, pero se pierden si alguien no los traduce. Durante estos años, lo han acompañado amigos igualmente apasionados por esta tarea, traduciendo, revisando textos, erigiendo una editorial que, en definitiva, es fruto de todo ese ingente trabajo de una persona enamorada de la belleza de Cristo presente en todas las cosas. El mismo nombre de la editorial habla de este Hombre, de Jesús resucitado, y por eso es “Nuevo Inicio” de todo: el nuevo inicio que nos hace y no recrea; el nuevo inicio del amor de Cristo, sin el que la nada reinaría sobre la nada. El nuevo inicio tan ansiado cuando todo decae o se rompe, y ya no podemos reconstruirlo.
Actualmente, Nuevo Inicio es una editorial que ha pasado a formar parte de la diócesis granadina. Es una realidad cultural, editorial, propia de la Iglesia. Por tanto, se ha convertido en un instrumento privilegiado para conocer y profundizar en lo que la Iglesia tiene que decir sobre las cuestiones más candentes. Al lector habitual, los suscriptores…no les sorprenderá la variedad de contenidos y procedencia de autores.
A primera vista, siendo una realidad eclesial, se puede pensar que son libros religiosos en el sentido más piadoso. Sin embargo, lo que encontramos son textos que ponen en la palestra una pregunta radical acerca del mundo que nosotros, con nuestra responsabilidad, hemos creado. El hombre de hoy, encadenado a esta estructura económica y social, solo encuentra una salida: la del pataleo y la queja estéril en la oscuridad de su celda. Pero esa queja no cambia el mundo ni los corazones. Por eso hay que volver a plantearse ciertas preguntas necesarias, fundamentales acerca de estas estructuras bajo las que estamos sometidos, sean mentales, religiosas o económicas…
Cada uno de nuestros autores refleja de una manera u otra la belleza única de ese Hombre, que la ha esparcido en todos los ámbitos, y por tanto nada escapa de su Presencia. Por eso, en Nuevo Inicio podemos encontrar libros de Wendell Berry (un cristiano salvaje, como se autodenomina, que abandonó su cátedra universitaria y se fue a una granja) o de Stanley Hauerwas, que tocan todos los palos: economía, política, sexo, comunidad, comer, vivir… todo lo divino y lo humano.
Hilda García: ¿Cuáles han sido los hitos, los grandes momentos de Nuevo Inicio en estos años recorridos?
Ricardo Franco: La editorial es una empresa, una S.L. que pertenece ya al Arzobispado de Granada. Se sostiene por las ventas de sus libros y por una Fundación Pía no autónoma del arzobispado que recibe algunos donativos y nos encarga libros, al igual que algunos de los Institutos Superiores de la Diócesis o la recién erigida Academia de Historia de la Iglesia en Andalucía, con sede en la Abadía del Sacromonte.
La editorial ha publicado ya algunas obras muy conocidas y que han convertido a sus autores en clásicos contemporáneos, como Fabrice Hadjadj, Alasdair MacIntire o Tyler Cavanaugh… Pero, aunque sea una S.L., su finalidad no es crematística. De ser así, no publicaríamos a autores absolutamente desconocidos para la escasísima cultura española, como eran ellos. Así que en este sentido no hay un hito reseñable. De haber algo reseñable, sería el agradecimiento de los lectores que nos descubren y nos escriben haciéndonos constantes recomendaciones de publicación.
La verdadera experiencia cristiana no te encierra en ti mismo para consolarte de la dura realidad, sino que te lanza afectivamente al otroRicardo Franco
Fernando Bonete: En el centro de la misión de su editorial están el humanismo cristiano y la experiencia cristiana, algo que, en líneas generales, comparten también otras editoriales, como Encuentro, Palabra, Rialp, Freshbook… ¿Qué tiene de diferente su labor editorial, cuál es su propuesta de valor única?
Ricardo Franco: En el mundo del libro, sin entrar a juzgar líneas editoriales concretas, como en todos los mundos que se quieren regir por la servidumbre al dinero, hay una tendencia a explotar algún tema que pueda responder a la moda, y de paso pague las facturas. Hoy encontramos miles de libros en el ámbito religioso -o no- referidos al silencio, la oración, la meditación, el empoderamiento femenino, el asombro, qué sé yo… en busca de una paz perdida e inalcanzable.
Miles de publicaciones sobre el mismo tema, pero desde una perspectiva cerrada, porque no explican el mundo ni aclaran en absoluto la confusión reinante. Si, por ejemplo, un libro sobre la fe cristiana tiene un título parecido a conseguir algo en ciertos días -a modo de entrenamiento espiritual-, ciertamente no ha comprendido el cristianismo. Porque el cristianismo no es una praxis autorreferencial (aunque incluya una praxis o un método), sino el encuentro con Alguien que te espera ansioso y que tú puedes reconocer como correspondiente a tu deseo de amor, de verdad y de libertad.
El concepto de libro de autoayuda, muy acorde a la era individualista, ha envenenado también al libro religioso-teológico, al filosófico o al histórico, reduciendo su lectura a un mero ejercicio de pelagiano voluntarismo divulgativo o al uso de los datos como arma arrojadiza contra un enemigo; como si, en definitiva, el problema de la vida, de su decadencia, del hecho de que no nos damos lo que deseamos, pudiera solucionarse con un libro a modo de prospecto del Bisolbon.
Por supuesto, nosotros huimos de eso; no necesitamos ningún pelotazo, ni necesitamos engordar la lista de éxitos de Amazon. No nos gustan los libros divulgativos, ni nos gustan los refritos sobre un mismo tema. Nuestros libros son, en cierto sentido, panorámicos, porque no se quedan en el síntoma o en la queja, o en la puesta en práctica de un texto para crecer interiormente hacia no se sabe qué paisaje idílico del mindfulness presente o histórico. Nuestros libros hablan de toda la vida, tratan de comprender el porqué, porque, como diría Hans Urs Von Balthasar, la verdad es sinfónica y cuando la encuentras como belleza buena empiezas a comprender la realidad en su conjunto, como algo unitario, no en los trozos perdidos por la onda expansiva de la modernidad.
Ya no basta decir que la sociedad es líquida, rememorando la manoseada expresión de Zygmunt Bauman, que todo está muy mal, etcétera, sino que hace falta describir por qué, cómo hemos llegado a esto, y qué novedad ofrece desde hace 2.000 años esa realidad visible y tergiversada que es el cristianismo. Nuestros libros describen ese porqué y ayudan a hacer un camino de comprensión de lo humano: de lo humano en la economía, lo humano en el sexo, lo humano en la política, lo humano en todos los aspectos de la vida. Incluso tenemos libros que hablan de todo ello a la vez, de tal manera que cuando los terminas puedes emitir un juicio totalizante sobre todo, como el grandísimo Mundus de Higinio Marín o El arte de cuidar la casa común de Wendell Berry.
En ellos, el lector descubrirá que quizás el mundo que vive y la economía que gasta -y que nos desgasta sin réplica alguna- no es la más adecuada para que el hombre sea más él mismo, para construir una familia o afrontar el límite mortal. Si hablamos de política, descubriremos lo mismo: descubrirnos cada vez más gobernados, verdaderamente esclavizados, y consumidos, siendo consumidos, como titula su libro W. Cavanaugh, Ser consumidos.
No sé si es exagerado decir que nuestras publicaciones liberan del yugo totalitario de uno u otro signo, de derechas o de izquierdas, cuyo modus operandi es el voluntarismo activista del más fuerte, y autoproclamado salvador de una minoría para enfrentarla a otra. Intentan aclarar nuestra tendencia a relacionarnos con el mundo y, en concreto, con las relaciones más cercanas, las más afectivas, las más íntimas, como si de un contrato se tratara: un contrato de derechos ante Dios, ante la mujer, ante la realidad, sea cual sea, convertida en objeto de placer, que me debe todo a mí, como si yo fuera la ensoberbecida medida de todas las cosas. Una mentalidad de esta naturaleza no puede generar una humanidad nueva y fraterna, sino una paulatina autodestrucción, como podemos ver cada vez más claro.
La verdadera experiencia cristiana no te encierra en ti mismo para huir o para consolarte de la dura realidad, sino que te lanza afectivamente al otro, a ese que hemos olvidado llamar ‘hermano’, ante el cual deberíamos arrodillarnos conmovidos por su presencia, por ser compañía para nuestra vida. Nos encantaría que nuestros libros reflejaran la belleza del cristianismo en un mundo que se desangra sin remedio.
Hilda García: Nuevo Inicio no solo se interesa por los autores o firmas “católicos”, también reúne voces del ámbito de la reforma protestante o de la ortodoxia, ¿qué buscan con la publicación de estos autores?
Ricardo Franco: Pues se busca proponer la verdad, la belleza y la bondad, las diga quien las diga. En ese sentido, sorprende el ejercicio de verdadero ecumenismo que la editorial ha desplegado. En muchas ocasiones, quienes mejor describen la experiencia vital son los aparentemente más alejados o aquellos a los que en principio no te uniría nada.
Lo más grande de estos autores, razón fundamental para su publicación y lectura, es que no han sido envenenados por esa comprensión tan común de un cristianismo reducido a moral y praxis kantiana, tan insatisfactoria y, desgraciadamente, tan común. Ese cristianismo bien planchadito y con la raya a un lado, facturado como fe cristiana y que no es otra cosa que un ejercicio de nuestra sola voluntad para seguir al Jesús que nos conviene… -o lo que entendemos por Jesús-, pero concebido como metas y valores adquiridos sin Jesús, que nos secan el alma y nos alejan de los demás. Ese cristianismo buenecito, aristocrático, clasista y tan del gusto del poder, por cierto, para atraernos sibilinamente.
Por eso, a lo largo de estos meses, y si los virus nos dejan, habrá sorpresas editoriales que, evidentemente, no podemos desvelar.
F.B.: ¿Tienen algún favorito entre ellos, un autor por el que sientan especial cariño o interés?
R.F.: Pues yo, que llegué hace poco para dirigir la editorial, tengo especial cariño al Mundus de Higinio (Marín). Y digo de Higinio porque cuando abres ese libro descubres que el hombre Higinio, el autor, se ha vaciado en él; en cada palabra va adherida la experiencia humana de Higinio, su observación capilar de su experiencia en el “mundo”, no solo como vida recluida en lo físico, en lo visible, sino como historia, como epopeya del hombre ante su destino.
La presencia humana abierta al universo como espacio nuevo a descubrir, como lugar al que volver y, al mismo tiempo, al que salir; a la cima o la altura en la que la Realidad se ofrece como ofrenda para todos –en la que redundar, si hace falta-. El mundo como espacio abierto y habitado por nosotros que nos plenificamos en él también como presente y como don. Desde luego, el libro de Higinio es un librazo. Así que estamos muy contentos de tenerlo para todos vosotros en la colección Areópagos, porque es el claro ejemplo de publicación abierta a todo, y un antídoto perfecto contra la inercia del olvido al que destinamos nuestras vidas.
En cualquier caso, Nuevo Inicio está concebido solo para nuestros amores favoritos. Uno no debería morirse sin pegarle un repaso a nuestra colección de Profetas o Areópagos; o descubrir por qué a san Efrén lo llamaban el poeta del Espíritu… En fin, toda nuestra editorial debería hacer pensar a Ikea una mesilla de noche en la que cupiesen todos los libros para leerlos antes de abandonarnos al abrazo nocturno del Padre.
H.G.: También publican novela…
R.F.: Novelas tenemos pocas, aunque maravillosas. Nos pensamos mucho qué narrativa publicar. Tiene que ser una novela a la altura del resto de los libros de las otras colecciones. En cualquier caso, uno no debería morirse sin leer a Charles Péguy, a Léon Bloy, a Georges Bernanos, todos ellos en la colección Profetas. A cada uno un denario de Bruce Marshall debería ser una novela regalada a cada sacerdote recién ordenado. Y El hijo del rey debería haberse llevado al cine hace mucho tiempo, como historia evangélico-psiquiátrica mucho más emocionante y conmovedora que la famosa Alguien voló sobre el nido del cuco.
En cualquier caso, si las circunstancias son favorables y la lentitud de los derechos y los contratos lo permiten, saldrán este año, al menos, tres publicaciones de narrativa, absolutamente olvidadas por el mundo editorial, y para vuestro deleite, queridos lectores…
F.B.: ¿Cuáles son sus proyectos de futuro? ¿Quizá una proyección sólida de Nuevo Inicio en países extranjeros de habla hispana?
R.F.: Hispanoamérica es un sueño cuasicolombino. Es difícil llegar allí entre aranceles, consignas portuarias, países rotos y monedas devaluadas. Por eso, a veces en el despacho sueño despierto con un dron gigante conducido por mí desde Granada hasta la Patagonia; de puerta a puerta, saludando a todos, como cuando se dejaba la leche en cada casa… Todo es posible. Todo llegará. Lo voy a consultar en el consejo editorial (risas).
La lectura es el instrumento más poderoso para comprender la naturaleza del hombre y del mundoRicardo Franco
H.G.: ¿Qué situación atraviesa el panorama de la edición en España?
R.F.: El panorama responde a unas extrañas cifras de lectura que no se corresponden con la realidad. O sea, que el español dice que lee, pero miente. El español no lee. El español está tumbado en casa viendo maratones de series en una noche. Y el español, fundamentalmente, está postureando en las redes… Seamos sinceros. Luego está el libro superventas, bien engrasado publicitariamente, por llamarlo de alguna manera, que sirve para un roto y para un descosido: de regalo o para calzar alguna mesa. Novelas siempre iguales, de género, el ansiado pelotazo editorial que compran aquellos que se dicen lectores, pero que no es más que un subproducto del poder para cazar al lector, por si se escapa de las vías mediáticas habituales. Libros oscuros, de vidas oscuras, enamoradas de lo grotesco y lo maldito, y que ciertamente no pueden generar ni cultura ni hombre nuevo.
Luego está el clásico, evidentemente, que siempre es buscado y leído. Pero no son cifras para sostener a una editorial que esté empezando. Hay mucho idealismo en esta profesión, y mucho amor desbordadamente fetichista al libro en sí; al olor a tinta recién impresa, al libro recién parido, limpito y abrazado por el retractilado… De lo contrario, sería insoportable el vértigo producido entre la inversión y las ventas.
Como os decía antes, nosotros estamos liberados de ese vértigo porque estamos liberados de las modas. El criterio es el ya dicho. Por tanto, podemos respirar tranquilos y trabajar para dar a conocer lo que creemos adecuado sin mirar los índices de facturación, ni pagar el peaje de la servidumbre a la mentalidad común, civil o religiosa.
F.B.: Ha mencionado al editor, ¿cuál es la relevancia social de esta figura en el momento actual?
R.F.: Bueno, me da cierto pudor hablar de lo que debería ser un editor. Pero exagerando -no mucho-, creo que somos el último dique cultural a la nada que avanza inexorable. Si ese editor es consciente de lo que tiene entre manos, no puede publicar cualquier cosa. Si es consciente de su responsabilidad con una civilización que cae frente a otra que se eleva en el horizonte y no parece muy compasiva, debe publicar aquello que aclare este mundo, pero que lo explique de tal modo que duela un poco al principio, porque todos somos responsables de este caos y, al mismo tiempo, ofrezca un camino razonable de vuelta a casa.
Un editor debe reconocer el mal de su tiempo para saber qué publicar. Pero debe conocer mejor el Bien que le propondría a los demás. Porque, si uno es tan inconsciente como todos, no hace sino engordar a la violenta bestia de la confusión. Evidentemente, no tenemos nada que hacer frente a las grandes naves mediáticas. No tenemos nada que hacer frente a la potencia de los medios de comunicación que ceban nuestra distracción, como un conejo deslumbrado por los faros de un coche.
Hoy todo el mundo piensa igual sobre cualquier tema, y ¡ay de aquel que no lo haga! Por amor a Cristo resucitado, dulce huésped del alma en cada hombre, nosotros seguiremos publicando libros liberadores para aquellos –pocos- lectores que deseen respirar a pleno pulmón. Yo no concibo la labor de editor de otra manera. En este sentido, soy un privilegiado.
H.G.: Un nuevo mercado parece abrirse en estos momentos con el audiolibro…
R.F.: Sí. He leído hace poco que tiene en torno al 1 o 2% de lectores. Todavía es muy bajo. Pero nosotros vamos a apostar por él. En breve, esperamos poder empezar a hacer pruebas de audio con algunos textos publicados en la colección de cuadernillos “Perlas”. Estoy deseando ponerme a ello, no por las ventas, que no son muy prometedoras, sino por la aventura apasionante que supone. Además, el arzobispo es consciente de que su director editorial es un niño al que le gusta jugar. Y el audiolibro puede ser un juego muy divertido, ¿no creéis? Creo que hasta los voy a grabar yo…
F.B: En los últimos tiempos, muchas librerías, incluso algunas clásicas, están cerrando sus puertas. ¿Se puede revertir este proceso?
R.F.: Es complicado. Y es una pregunta difícil de responder, porque esta deriva responde a un cambio del uso del tiempo, de las aficiones, de las compras… basado en la revolución tecnológica, también para el comercio o la diversión. A mucha gente le parece divertido encerrarse en casa a tragarse una serie. A mí no. Pero comprendo que tiene que haber de todo… También comprendo que Amazon posibilita unas facilidades insuperables al fatigado y estresado trabajador de hoy.
Aun así, que las librerías cierren responde sobre todo a la existencia indiscutible de una “nueva raza” de hombres absolutamente perezosos a la hora de abrir un libro, y que no se plantean hacerlo jamás, porque no se les ha hecho atractivo leer. Por eso, esta deriva responde, en el fondo, a la creación secular de un hombre poco crítico, poco habituado a preguntarse por nada, y ensimismado en la fascinación deslumbrante y cegadora de la imagen… Así que el libro, claro, pesa, da pereza: no sabe por dónde abrirlo. Y, además, este nuevo hombre parece tener unas dificultades añadidas para relacionarse, para dialogar… Daos cuenta de que para conocer a su futura “pareja”, o lo que sea, necesita una aplicación, así que… No sé, nos ha tocado un tiempo rarito, ¿no?
Supongo que muchos negocios tendrán que cambiar con respecto a cómo ofrecían sus servicios hasta ahora. También las librerías, abriendo sus tiendas a eventos o haciendo apetecible al cliente una visita al establecimiento, no solo a comprar un libro, tal y como lo ha hecho maravillosamente la editorial Encuentro, creando precisamente un lugar de encuentro… al que volver, en el que uno es bien tratado, donde merece la pena la conversación…
Creo que este es un buen criterio para todo: también para llenar una librería de amigos a los que les encante estar ahí…
H.G.: ¿Cree que se está perdiendo el hábito de la lectura? Si es así, ¿qué soluciones sugiere para fomentarlo?
R.F.: Pues cambiar radicalmente la educación: entre hoy y mañana, si es posible. Para fomentar la lectura, hay que obligar a leer desde que el niño sabe leer, tal y como se le obliga a lavarse los dientes o a ducharse para que no huela a potro salvaje. Hay que llenar su espacio de libros y quemar las consolas y las tabletas. Suena duro, pero es así. Ya le cogerá el gusto a la lectura, o no.
Mientras decide si escribe una novela o quema libros en la plaza, irá amueblando la cabeza, aprendiendo palabras, sinónimos, distintas situaciones emocionales que solo se aprenden confrontando tu experiencia frente a un texto, sea de aventuras, de terror o de lo que sea, siempre y cuando sea bueno. Y para eso están los clásicos. Porque leer, leer mucho, te da la capacidad para preguntarte y comprenderte, para ponerle palabras al deseo de volar, de nombrar el ansia que nos reconcome, al ansia de ir más allá de las jornadas grises e iguales, de nombrar ese extraño vínculo con un mundo nuevo e ignoto que crece en nosotros y llamamos ‘yo’, ‘tú’ o ‘nosotros’. Y cuando nombramos aquello que nos sucede, como Adán, comenzamos a estimarlo.
Seguramente, la lectura sea el instrumento más poderoso para comprender la naturaleza del hombre y del mundo; siempre y cuando sean libros panorámicos, como decía antes, no los pastiches de hipermercado… Por ejemplo: si tú te enamoras de una chica, sientes ese no sé qué grande y bello que se expande en ti como futuro ansiado junto a ella; esa promesa de compañía bella y dulce que no cambiarías por nada, que llena tu pensamiento de imágenes candorosas y buenas, o no tan candorosas, ya me entendéis.
Si tú lees a Pedro Salinas o a Federico García Lorca o a Gabriela Mistral o a Gloria Fuertes… o descubres el amor de Sonia la prostituta, por el tonto de Raskolnikov, qué se yo, esos autores -sus poemas, sus historias- ilustran mucho mejor, describen mucho mejor tu experiencia y, al hacerlo, te reafirman en tu certeza y en tu conocimiento de lo que sucede dentro de ti. Te ayudan a comprender que la mujer no es un artilugio de placer, sino de veneración sagrada, pues el amor a una mujer tiene algo, participa en algún sentido, de una gloria divina que se refleja en su rostro, en su voz, en sus ademanes delicados y sugerentes.
Pero si no lees, si no aprendes a nombrar ni a matizar, ni a descubrir el itinerario que alguien muestra para la “solución” del drama humano, entonces llega otro interesado y te dice cómo se llaman las cosas, sin saber si comprendes o no, y sin saber, en absoluto, si es adecuado lo que te ofrece: si te engaña o no. Por eso, no es casual que la educación haya reducido significativamente la lectura para vivir más confundidos y, por tanto, ser más maleables. Más esclavos de otros. “Lee y conducirás, no leas y serás conducido”, dice santa Teresa. Es así de simple y de dramático. Hay que leer. Es urgente.
F.B.: ¿Cómo llega a la labor editorial? ¿Qué le inspira a convertirse en editor?
R.F.: Estas preguntas dan por descontado que yo he decidido ser editor. Pero la realidad es que, como en la mayoría de las circunstancias de mi vida, yo no he decidido mucho. Ha venido. Ha aparecido y no he podido negarme. Ser editor ha sido como enamorarse, que no lo decides, sucede. Después de una larga enfermedad mental, durísima, cruenta, violenta, al borde de algún disgusto muy serio, yo me proponía ser profesor de Religión -aunque, en el fondo, yo quería ser palmero de flamenco, pero esa es otra historia-, ya que me convertí por un profesor de Religión en el bachillerato. Sin embargo, me llamaron primero de Freshbook -en la que me bregué- y luego, para mi pasmo, de Nuevo Inicio, así que no he podido negarme a conducir este Rolls Royce de las editoriales.
¿Vosotros os negaríais? ¿Os negaríais a venir a vivir a Granada, a pasear cada mañana entre el Albaicín y la Alhambra por el Paseo de los Tristes para después dirigir una de las mejores editoriales de España, una de las editoriales que yo más he venerado? No he podido negarme a este ofrecimiento como don inesperado para mí, pero también como una responsabilidad y un servicio para vosotros. Porque lo que he buscado toda la vida, lo que he deseado hasta el sufrimiento más incomprensible, hasta romperme como me rompí, está escrito en nuestros libros. Lo testimonian nuestros libros. Trabajar de editor aquí es una gran responsabilidad ante el Dios que me ama y ante vosotros, queridos pecadores. Así que, de momento, los tablaos tendrán que esperar… Aunque puede que haya también sorpresas en ese sentido [risas].
H.G.: El relato y testimonio de fe forman parte no solo de la actividad de su editorial, sino de su propia experiencia personal. De niño, padeció una enfermedad cuya curación encontró en Dios. ¿Puede relatarnos esta experiencia?
R.F.: Lo que a mí me ha sucedido lo tenía muy calladito hasta el año pasado, que me propuso matermundi.tv una entrevista, en la que no pude esconder un acontecimiento así. Solo lo sabían algunos amigos, la familia más cercana, mi mujer, que me sufrió de novia, y por tanto vio el extraño cambio… Pero es una circunstancia tan especial que, cuando la cuentas, la gente pone cara de besugo, así como de conversación de ascensor, a no ser que me conocieran antes y después del extraño suceso. Resumiendo muchísimo y remitiendo a las fuentes de internet para más información, yo he sufrido toda la vida una humanidad -diríamos- caída, ruinosa, triste, desolada, fatigada, desesperanzada… por eso, siempre huía, siempre estaba huyendo de un vértigo y de un miedo imposible de afrontar.
A los 12-13 años, conocí a Julián Carrón, sacerdote y director por aquel entonces de mi colegio. Y al encontrarlo a él, encontré una vida maravillosa, que es la fe cristiana vivida en su esplendor, sin moralismos ni escrupulosas medidas. La mirada de aquel hombre llevaba en sí toda la belleza y el amor de Cristo por mi vida. Yo no era asiduo a la Iglesia, así que se puede decir que me convertí. Pero la conversión no es, lejos de lo que muchos piensan, un paso de lo humano a ente de luz angelical. Fue providencial aquel encuentro porque, años después, explotó en mí un trastorno de la personalidad que habría acabado conmigo -literalmente- si no es por la fe en Cristo presente, que me ama así, con todo lo mío.
Como os digo, me diagnosticaron un trastorno límite de la personalidad, estuve 5 años fuera de mí mismo, como “…un potro de rabia y miel, se desboca y no puedo hacerme con él”, cantaba Camarón… Recuerdo muy poco de aquellos años: solo una inmensa pena, un dolor lacerante y agudo en el pecho, una tristeza profunda y una ansiedad insoportable que me llevaba a juntar pastillas y alcohol para poder descansar un poco de los fantasmas y los demonios de la noche, con sus consiguientes ingresos en psiquiatría y terapias varias. Aquello derivó en una depresión severa, siempre al borde, o no tan al borde, de ese abismo tan deseado, que es el suicidio.
Sorprendentemente, durante aquellos años, no abandoné la fe, no desesperé de Jesús. O, mejor dicho, no me abandonó la conciencia de estar siempre delante de Él, la conciencia de que Él me acompañaba misteriosamente en aquellas circunstancias. Así que abandoné todo excepto su amorosa presencia, que siempre estaba ante mí, mirándome en silencio, a mi lado. Del último año (2005) solo recuerdo una postración constante en la cama, sin hacer nada, excepto ver la tele, hecho un ovillo, ingresando en el hospital, y muy empastillado y roto, hasta la noche del día 22-23 de febrero -ya no recuerdo bien- en la que una queridísima amiga –María Arriola-, me envió un sms que decía: “(Luigi) Giussani ha muerto”.
En ese momento, tumbado como estaba, comencé a pedirle al mismo Giussani y a la Virgen María: “Cúrame, cúrame, Yo no puedo seguir así. ¿Este es el ciento por uno que me prometisteis? Cúrame, cúrame…”. Así estuve mucho tiempo, absolutamente conmovido ante algo eterno que se abría en mí a medida que intensificaba esta súplica desgarrada y cierta de estar ante Giussani y Cristo. Debí dormirme en algún momento. Y al día siguiente me desperté con una ligereza extraña, en paz, con ganas de desayunar y de asearme. En fin, me desperté bien, extrañamente bien. Pero no le conté a nadie nada -¿quién me iba a creer?-, hasta que se terminaron las pastillas y dejé de tomarlas y no sucedió nada malo. Y pasaron los meses y no caía en los infiernos de antaño, creciendo poco a poco en una tranquilidad y una armonía desconocidas. Ya no había bajones ni deseo de matarme. Ya no había psiquiatras ni ingresos ni nada de aquel infierno. Y hasta ahora, como os digo, resumiendo mucho.
Hace poco se han cumplido 15 años de la muerte de Giussani. Todavía me conmuevo. Sobre todo porque el protagonista de esta historia no soy yo, sino la potencia de Cristo a través de ciertas personas, en las que se reflejaba ese amor capaz de doblegar mi locura, y que llamamos comunión de los santos: los santos de carne, los santos que encontramos en nuestro camino, que no mean agua bendita, pero están atravesados por una presencia que irradian a su paso. Mi vida es la historia de una debilidad amada, de una debilidad que no ha sido inconveniente, sino condición necesaria para que Dios manifestara toda su potencia, desgarrando aquella noche el velo que separa la eternidad del tiempo que habitamos. Mi ruina ha sido el campo en el que Dios ha sembrado su voluntad, que aquella noche, misteriosamente, coincidió con la mía, sin saber muy bien si fui yo o Él quien suplicaba desesperado la curación del alma. No sé explicarme mejor… Pero yo no soy el protagonista, sino Él.
Desde entonces, ya no encuentro límites ni miedos, no por mis fuerzas, sino precisamente por su compañía siempre cercana. Mi escasa reputación pública se vería reforzada si no contara esto. Podría callarme o avergonzarme de contar esto, pero ha llegado un momento en el que la libertad es tan grande, la alegría es tan inmensa, los frutos tan evidentes: volver con mi mujer, el nacimiento de mis hijas (¿en qué creéis que pienso cada vez que miro a mis hijas, si no es en aquella noche?)… las responsabilidades laborales cada vez más grandes y más apasionantes, cuando antes nadie daría un duro por mí…; así que que es difícil callarse.
En el fondo, lo que me ha sucedido es lo más normal desde que Jesús vino al mundo. Son acontecimientos ordinarios, cotidianos, que suceden en cada página del Evangelio y en la Iglesia desde hace 2.000 años, si uno quiere y necesita que sucedan. Quizás no sucederá exactamente lo que pide. Pero tengo la certeza de que vivir en la Iglesia, tal y como lo propone ella misma, es el principio de una alegría infinita. Solo hace falta dejarle a Dios ser Dios: liberarlo de nuestros bucles ideológicos o afectivos.
F.B.: En una de sus colaboraciones en eldebatedehoy.es ha confesado saber lo que es quedarse sin amigos, sin dinero, sin esperanza, sin ayuda, sin trabajo… Pero todo aquello quedó atrás. ¿Qué le diría a quienes se encuentran en esta situación?
Pues que vuelvan a la Iglesia, si la han abandonado. Si la desesperación y la tristeza, o el moralismo de los demás, los ha hecho esconderse de todos, deben saber que la Iglesia es su casa, el lugar en el que espera el Padre que los crea por amor, instante tras instante. Quizás hayan tenido una mala experiencia. Puede ser. Pero ya no hay tiempo para atribuir el abandono a la incoherencia de los demás… Deben volver, pues es urgente su necesidad. Es urgente sentir el abrazo tierno de Jesús en los sacramentos y en la compañía de las personas que Él te pone delante. Es urgente. Cuanto antes, mejor. Sin pensarlo; sin excusas. Sin titubeos. Si uno se asfixia por la monotonía de los días, de las horas sin término, de los fantasmas que no faltan cada noche; del rechinar de dientes mientras te haces un ovillo en la cama, y te insultas a ti mismo lleno de odio, si piensas una y otra vez en acabar con todo, en un bucle interminable de palabras sin sentido, debes volver a la Iglesia; a la Iglesia real, a la casa de los hombres que no son peores que tú, ni mejores.
La incoherencia propia o de los demás no es excusa, sino precisamente razón para volver a casa. Porque, de hecho, abandonar por esa incoherencia no deja de ser una forma de soberbia, que siempre demora el paso hacia el camino de vuelta. Deben volver a la Iglesia, ir al templo, sentarse en un banco cuando se te rompe el corazón y ya no sirve ningún consejo mareante de los demás. Pues la Iglesia es la bisagra de la puerta entre lo eterno y el tiempo, la puerta de la eternidad que aquella noche de la muerte de Giussani se abrió de par en par.
Y, si no has abandonado la Iglesia, es urgente preguntarse por el modo cómo uno está en ella. Si uno está yendo hasta lo más profundo de su experiencia diaria de necesidad. Si Cristo tiene que ver con esa necesidad de ser amado y sostenido, o solo es un adorno espiritual, en momentos emotivos. Porque puede que uno tenga una imagen de Jesús distorsionada, y entonces no se dirige a Él, sino a esa imagen turbia, que suele coincidir con la reducción de su presencia buena a nuestros prejuicios escrupulosos, moralizantes, aterradores, de un Dios sordo y tiquismiquis, ausente y cruel, que no tiene que ver con cada instante de la vida.
Dios no hace sufrir. Esto hay que decirlo, aunque parezca de Perogrullo. No es un dictador caprichoso. Nosotros sí. Pero Él no. Él es bueno: sí, es bueno. Dios es bueno y está presente. Pero es inevitable sufrir si distorsionas su rostro, o persistimos en una vida en la que el yo está ausente de su Vida. Uno ha de preguntarse o preguntar a quien sea, no dar por descontado nada. Tomarse en serio el vacío infinito del corazón, conocer su dinámica anhelante. ¡Qué poca gente tiene la conciencia de que Dios satisface su deseo! ¡Que Jesús tiene que ver con el deseo que ponemos en todo, menos en Él!
De hecho la fe, la fe vivida en la Iglesia es para personas como nosotros: rotas, sin memoria, olvidadas de sí mismos y de los demás. A Cristo en la Iglesia lo disfrutamos más aquellos a los que la necesidad nos asfixia, nos fatiga y nos paraliza. Porque él responde según nuestra necesidad, que es infinita, como es infinito el sufrimiento de los trastornos mentales, las depresiones severas, la fatiga de las mañanas, cuando el colchón te abraza y engulle tu cansado cuerpo un día tras otro…
Siempre me ha conmovido la súplica de Jesús: “Venid a mí los cansados”. El problema es que no van, no vuelven a Él. O no los llevan. Y no pueden descansar en su abrazo. Y es urgente. Muy urgente. Los tratamientos y las pastillas, que son necesarios –no digo que no-, aminoran el efecto del síntoma, pero no borran la causa, no curan la herida, es decir, el drama de vivir así, atravesado por un dolor inhumano, incomprensible, insoportable, sin poder trabajar, inmerso en una nube negra de dolor y olvido, sin la confianza de los demás, sin un instante de sosiego y tranquilidad; con esa puñalada en el corazón que solo comprenden aquellos que la sufren; un sufrimiento tan inhumano que te planteas constantemente desaparecer del mapa.
Para ese dolor, para ese sufrimiento, para ese romperse del alma, solo hay una respuesta a la altura. Y es la que da Dios al encarnarse; al abrazarse a tus penas como se abrazó a un madero y después resucitar, para llegar hasta mí a través de la ternura de ciertas personas, que me han cuidado, que me han levantado, que han mirado con simpatía esta ruina sin arreglo. Y, sobre todo, que no se han escandalizado…
Yo deseo para esos pobres, sabiendo por lo que pasan, que vuelvan a la Iglesia para conocer a estas personas. Y para disfrutar los sacramentos, como disfruta un puerco en su charca. Para vivir una vida grande, inimaginable desde la postración de la enfermedad. Por favor, que vuelvan. Porque la Iglesia es para ellos. Pues ellos son los dueños. Dios la ha hecho para ellos. Para cambiar toda fatiga en una alegría sin fin. Que vuelvan a la Iglesia para dejar a Dios ser Dios. Para dejarlo actuar, desatándole las manos de la soga de sus obsesiones. Os lo digo yo, que mi debilidad, precisamente lo que más me asqueaba ha sido el instrumento con el que Él ha hecho visible su Gloria, para que todo mi entorno vea lo que Él ha sido capaz de hacer con mi ruina humana.
Fernando Bonete & Hilda García
De la mano del director de Ediciones Encuentro, Manuel Oriol, viajamos por el actual panorama editorial y nos acercamos a una empresa familiar que cuida el contacto directo con los lectores y los autores.
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Entrevista con José Manuel Bargueño, director comercial de Ediciones Palabra. Mil títulos, cuarenta colecciones y tres revistas avalan el trabajo de este sello con más de medio siglo de historia.