Vidal Arranz | 05 de marzo de 2021
Las dos almas de Carlos Aganzo, la de poeta y la de periodista, se despliegan en esta entrevista con naturalidad, en un baile de ida y vuelta que no pierde comba.
En esta conversación hemos intentado un ejercicio peculiar: mirar a esa realidad social que es el objeto de trabajo del informador con la mirada trascendente del trabajador de la palabra, del buscador de sentidos, del inquieto explorador de los recovecos del lenguaje y de la vida.
Aganzo es madrileño de nacimiento, abulense de adopción y residente en Valladolid. En paralelo con este itinerario vital, fue jefe de cultura y subdirector del Ya, y director del Diario de Ávila y de El Norte de Castilla, medio en el que ahora se encarga de las Relaciones Institucionales. Y, entretanto, y desde hace más de 20 años, poeta de vocación y compromiso vital. Poeta de guardia, con ocho poemarios a sus espaldas, cuatro de los cuales han estado inspirados por la conciencia dramática del derrumbamiento de la civilización occidental. Y poeta premiado, también, pues entre otras distinciones ha sido reconocido con los galardones Jorge Guillén, Jaime Gil de Biedma, Universidad de León y Ciudad de Salamanca de Poesía. En 2012 recibió uno de especial valor sentimental, el Premio Nacional de las Letras Teresa de Ávila. Además, es coordinador literario de los premios de poesía San Juan de la Cruz y José Zorrilla y ha escrito varias guías literarias de viajes y una obra teatral sobre Delibes.
Integrante de la moderna escuela lírica castellana que capitanea el berciano Antonio Colinas, Aganzo es un apasionado de la poesía mística de santa Teresa y, sobre todo, de san Juan de la Cruz. En Ávila promovió, entre 2000 y 2009, conjuntamente con el también poeta José María Muñoz Quirós, los Diálogos con san Juan de la Cruz, y el espíritu del de Fontiveros flota en buena parte de su quehacer poético. Del declive y la mística, de la naturaleza, el misterio y la noche oscura del alma, entre otras materias, habla largo, tendido, cálido y ameno en esta entrevista.
Pregunta: Jardín con biblioteca cierra una tetralogía dedicada a la caída de la civilización occidental. Parecen palabras mayores.
Respuesta: Cuando empecé a escribir parecían palabras muy grandes y que quizás estábamos equivocados y era solo una crisis más, pero ha pasado el tiempo y la caída está certificada. La decadencia occidental es absoluta en todos los términos: en el económico, en el filosófico, en el cultural, en el educacional, incluso podríamos añadir la crisis del propio sistema y del modelo. Es una caída en toda regla de Occidente, una vez más.
Pregunta: ¿Estamos ante una realidad irreversible?
Respuesta: Irreversible no, porque la historia siempre es recuperable. Este momento lo vamos a superar y volveremos a nacer y a renacer como hemos hecho siempre. No creo que sea el fin de algo, sino el derrumbe, que no es poco. Pero saldremos adelante.
P.: En la presentación de su libro cuenta que detectó los primeros indicios en 2007, año en el que escribió los primeros poemas de Las voces encendidas (2010). ¿Cuáles fueron esas señales que lo alarmaron?
R.: Fundamentalmente el mundo de la cultura y de la educación. Detecté una decadencia grande en las nuevas generaciones que venían de la universidad, en su desconexión casi absoluta con nuestra historia y cultura, y no me refiero solo a lo más inmediato, o a lo de aquí, sino que me remonto hasta Grecia o Roma. Había un abandono general. Entonces hablábamos de un analfabetismo ilustrado. Eso se reflejaba también en la creación, que no tenía grandes ideas y estaba instalada en su zona de confort. En la cultura y la educación yo vi que nos enfrentábamos a un proceso de desertización.
Al pasado hay que volver una y otra vez para aprender y para construir el futuro, no para quedarse en él o añorarlo
P.: ¿Qué ha pasado en esta década larga en la que parece como si todo se estuviera desmoronando?
R.: Las nuevas generaciones de analfabetos ilustrados han ido incorporándose a la vida, a la cultura, a la política, a todo… Hay un relevo protagonizado por generaciones que no han querido mantener el vínculo con quienes los precedieron. Y luego ha habido efectos multiplicadores, o aceleradores, de esa caída: la crisis económica de 2008, que yo creo que empezó en 2007, y luego esta doble dimensión de la aceleración tecnológica, por una parte, y el actual problema del coronavirus. Ahora quizás el derrumbe se ha hecho mucho más evidente para todos.
P.: ¿Cómo cree que ha influido el coronavirus en este proceso?
R.: Ha sido lo que faltaba, la gota que colma el vaso, porque nos ha enfrentado a lo mejor, en algunos casos, pero también a lo peor de nosotros mismos. Y entonces, como en los espejos cóncavos de Valle-Inclán, nos hemos mirado y hemos descubierto que no somos ni parecidos a lo que creíamos que éramos, sino que somos bastante más deformes, y que tenemos bastantes más problemas e insuficiencias. Ese es el principal efecto, mayor incluso que el sanitario, sin negarle un ápice de importancia al dolor que han provocado las muertes o las hospitalizaciones.
Es más, cabría añadir que esta pandemia, sobre todo durante el confinamiento, nos ha obligado a estar con nosotros mismos dos meses y a descubrir, seguramente, que no nos soportamos, ni individualmente ni colectivamente, por mucho que lo hayamos querido vestir de fiesta para disfrazar el drama. Ha sido un proceso de interiorización forzada. La anterior crisis económica no fue suficiente para provocar un replanteamiento. Sin embargo, esta lo ha parado todo y nos ha obligado a ello.
P.: ¿Es usted de los que creen que de esta saldremos mejores?
R.: No lo sé. Desde luego saldremos distintos. ¿Mejores? Tiendo a pensar que sí, pero no necesariamente nosotros, sino los que vengan detrás. Desde luego no los que están ahora mismo en el poder, ni las dos generaciones siguientes. Pero, posiblemente, los niños que están hoy anonadados con lo que está ocurriendo puedan darnos un mundo nuevo, si somos capaces de enmendarnos y de volver a un diálogo con la naturaleza. No debemos nunca olvidar que somos parte de la naturaleza.
En la renuncia hay mucha paz. No concibo otra manera de alcanzar la paz que el despojamiento
P.: Una primera intuición apunta a que no estamos cuidando nada bien la sostenibilidad humana, la sostenibilidad antropológica.
R.: No estamos cuidando la sostenibilidad en ninguno de los sentidos. Ni ecológicamente, ni culturalmente, ni económicamente, ni desde un punto de vista ético o social, de mirar hacia los otros… Antropológicamente no estamos siendo sostenibles a fecha de hoy. Y las medidas que estamos adoptando no redundan en una mayor protección de la naturaleza, sino al contrario. Por no hablar de la actitud de países enteros, como China o EE.UU., que defienden un modelo de progreso que es el que denunciaba Miguel Delibes en 1975, en su discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua.
P.: ¿Es la idea de progreso una trampa para el hombre?
R.: Sin duda. La idea, no el verdadero progreso. Lo que nos venden por progreso es el espejito que nos dan como si fuera una joya, pero que no lo es. Esta ficción, esta confusión, es la que nos aleja del verdadero progreso, porque solo mide lo material y no tiene en cuenta que va acompañada de una decadencia espiritual.
P.: No sé si estará de acuerdo con la idea de que, a medida que más se oscurece la presencia de Dios en las sociedades occidentales, y en estas últimas décadas se ha oscurecido mucho, más proliferan los signos de extravío y endiosamiento.
R.: Una de las grandes ventajas que haya podido tener la fe, o la creencia en Dios, o en algo sobrenatural, es la necesaria humildad de lo que está por debajo. La necesaria humildad humana. La humildad es una de las mayores virtudes que existen. Y, sin embargo, no solo estamos educando en romper todos los mitos y las creencias previas, sino en alimentar la vanidad hasta límites insospechados. Cada niño es el mejor del mundo y no tiene ningún defecto, y ahí están las redes sociales para darle consuelo cada vez que tropieza con la vida. Ese ensoberbecimiento permanente nos ha hecho entrar en conflicto unos con otros sin que haya una instancia superior a la que apelar. Al final tendrás que medirte con tu igual y en ese contexto es humano hacerlo desde la pendencia, desde la diferencia, desde la guerra.
La literatura está ahí para sostenernos. Y es de sabios recurrir a ella y escucharla
P.: “«Yo no puedo luchar, no soy hoplita. / Pero puedo cantar y cantaré». Así arranca Jardín con biblioteca. ¿Es una declaración de intenciones?
R.: En esos versos estoy reivindicando la poesía necesaria, la voz necesaria, aunque sea clamando en el desierto, pero desde un punto de vista pacífico. No es el hoplita, no es el guerrero, no es la armadura, sino la fuerza transformadora de la palabra, que hoy tiene un refugio casi exclusivo en la poesía. Lo tuvo en toda la literatura, pero quizás la novela, que tan importante ha sido, no vive su mejor momento de ejemplaridad. La poesía es exaltación del canto. Me parece que es la única solución que hay, en el caso de que pudiera solucionar algo. Cantar.
P.: No lo veo por la guerra cultural…
R.: No. Guerra es una palabra que no me gusta. El canto, el arte, al final, con su seducción, con su imitación de la belleza y de lo sublime, con su acercarte a la grandiosidad, y a veces también a lo inefable, nos permite crecer de una manera mucho más grande que ninguna otra cosa. Y que ninguna otra imposición.
P.: Frente a la conciencia del desmoronamiento, ¿solo cabe intentar salvar lo valioso, rescatarlo de las ruinas?
R.: Sí. En este momento de naufragio hay que poner a salvo las cosas verdaderas. No se puede dejar que se las lleve el agua y que se acaben corrompiendo, pudriéndose, y convirtiéndose en lodo. Hay que tratar de llevarlas hacia la luz y hacia el aire, de airearlas y de mostrarlas. Cantarlas, en definitiva. Estamos en un mundo donde no solo la fealdad y la ramplonería se han escenificado, sino que se han convertido en conceptos estéticos de uso común. Durante el cautiverio hemos visto de qué modo el mal gusto imperaba. Frente a eso hay que salvar la belleza. Aunque a veces la belleza sea dolor, y otras sea desvalimiento y otras, incertidumbre. Pero desde un punto de vista un poco más elevado.
Ícaro es el personaje que representa a nuestro tiempo, en su rapidez vertiginosa y su mal uso de la tecnología
P.: En sus poemarios de este ciclo de la Caída hay una evocación y reivindicación de la cultura grecolatina, por un lado (Las flautas de los bárbaros), pero también de los referentes bíblicos (En la región de Nod). ¿Volver a esas fuentes es una posible salida?
R.: Regresar en busca de lo verdadero siempre es importante. Es importante para seguir avanzando, no para quedarte en los recuerdos, las evocaciones o la reivindicación del pasado. Al pasado se vuelve una y otra vez para aprender y para construir el futuro. Escuchemos las voces que han hablado antes que nosotros, y que han tenido los mismos problemas que nosotros. Escuchemos a los que ya han caído una vez, para saber como cayeron y para saber qué podemos hacer nosotros.
No se trata de recurrir a lo antiguo por antiguo, sino de recurrir a lo clásico. Tenemos los mismos problemas que tenían Ovidio, Horacio, u Homero. Pasado el tiempo, volver a ellos nos permite mirar hacia delante de una manera mucho más segura, más firme y con más convicción. Porque nada de lo que se ha escrito se ha escrito en vano. La literatura está ahí para sostenernos. Y es de sabios recurrir a ella y escucharla.
P.: ¿Qué tienen esos mitos y esos relatos que nos dan claves más profundas que muchos tratados de sociología actuales?
R.: Los griegos, sobre todo, y los romanos, luego, consiguieron hablar del hombre a través de los mitos de una manera magistral. Todas nuestras virtudes, defectos, sueños, miedos, anhelos, pecados, logros, beneficios, todo nuestro amor lo convirtieron en mito, en fábulas o cuentos que explican la realidad mucho mejor. Porque a veces la realidad no debe abordarse de frente y se ve mejor dando una vuelta, un rodeo. Toda la literatura es una recreación de la realidad desde la memoria, desde la experiencia. Y eso ellos lo hicieron magistralmente. En su mitología está recogida toda la tipología humana.
P.: Hablando de caídas, la caída más antológica es la de Ícaro, que dice mucho de este periodo histórico en el que estamos inmersos, de ese deseo de volar demasiado alto.
R.: Hay dos formas de volar hacia arriba. Una es la de san Juan de la Cruz, que es darle a la caza alcance: vuelas y consigues integrarte en algo más alto. Y hay otra forma que es subir más alto, más alto, más alto, pero sin ningún otro objetivo más que subir. Y al final el sol derrite la cera de tus alas y caes tan bajo, tan bajo tan bajo como Ícaro. Ícaro es el personaje que representa a nuestro tiempo, en su rapidez vertiginosa y su mal uso de la tecnología.
La naturaleza, como la poesía, es un lugar donde ir más allá de nosotros mismos
P.: ¿Y qué podemos aprender de los referentes bíblicos, hoy tan denostados?
R.: La Biblia es la otra gran fuente junto con la cultura grecolatina, si bien no hay que olvidar que ambas están interconectadas. También aquí está contenido ahí el hombre en todas sus dimensiones, pero en este caso la dimensión trascendente está tratada de un modo más cercano al nuestro. La aportación de la Biblia, que es una aportación oriental, es más espiritual. Estamos hablando de lo inefable, de lo que no se puede explicar, de lo que está más allá. Y esa parte complementa a Grecia y Roma.
P.: Hay en sus poemas una resonancia pagana que centra su mirada sobre una naturaleza que también parece funcionar como un límite, como un freno a la locura humana.
R.: Ese amor a la naturaleza en mi poesía tiene una doble vertiente. Puede ser, o parecer, pagana o panteísta por la adoración que existe hacia los elementos naturales. Pero, bien leídos, en el 90% de mis poemas la naturaleza es el lugar de la búsqueda y del encuentro con algo que no está escrito, ni se puede escribir. Es decir, es el lugar de lo trascendente. La naturaleza, como la poesía, es un lugar donde ir más allá de nosotros mismos. Creo que ambas miradas son compatibles. Lo pagano no excluye cierta trascendencia, pero desde mi punto de vista remite al acercamiento más físico a la naturaleza. Y luego está esa otra mirada espiritual: el bosque oscuro de María Zambrano, los poemas de Clara Janés o de Antonio Colinas, esa manera de entrar en la naturaleza y perderte y encontrarte perdiéndote. Ese lenguaje está muy presente en mi literatura.
P.: También existe una reivindicación del carpe diem, el vivir el momento presente, aceptando que la muerte es inevitable.
R.: Eso parte de otro concepto que es profundamente poético: la única manera de luchar contra el tiempo es congelar el instante, detenerlo. El poema, que es un tiempo sin tiempo, un paréntesis, es ese instante detenido en el que se para el mundo y tu vives todas las cosas… Eso es real y esa experiencia la brinda la poesía también. Esa capacidad de vencer momentáneamente a la muerte, o decirle: «Hoy no es mi día, vuelva mañana». El intento de detener el instante es fundamental en mi poesía.
La humildad es una de las mayores virtudes. Y, sin embargo, estamos alimentando la vanidad hasta límites insospechados
P.: Y junto a esto, una veta mística, llamémosla así, que atraviesa su obra y que recopiló en La hermosura. 27 poemas con Juan de Yepes (2014). Pero ¿cómo entiende usted la mística?
R.: Yo lo explico recurriendo a la contraposición entre dos palabras: la ascética y la mística. El ascetismo es la búsqueda, y la mística, el encuentro. En casi toda la poesía hay búsqueda y anhelo de algo. Pero lo que caracteriza la mística es el hallazgo, el contacto. Para un místico cristiano sería el momento del contacto con Dios, un contacto sensorial. La mística no es una ansiedad, sino un consuelo. No es una estación de partida, sino de llegada; de llegada a un mundo que luego, al regreso, no siempre eres capaz de explicar. Pero requiere el haber tenido una experiencia diferente a las que son habituales en ti, tienes que haber llegado a alguna parte.
El resto de mis poemas quizás sean más bien espirituales, y en algunos casos ascéticos, porque hay un despojamiento permanente. Toda mi poesía es cortar, podar, quitar, desnudar… hasta que queda lo esencial. Pero cuando se produce la fortuna de tener el encuentro es una gran felicidad. Y en esto pasa como decía del amor Lope, que quien lo probó lo sabe. Es una parte muy especial, que ocupa una parte pequeña de mi poesía, pues de otro modo viviría en levitación permanente, en otra realidad. Y no, vivo en la realidad en la que estoy. Son momentos de testimonio de que sí se pueden pasar fuertes y fronteras, pero luego se regresa.
P.: ¿Qué tiene la poesía de san Juan de la Cruz para haberse convertido en la banda sonora vital de su vida?
R.: Lo primero que tiene es la música callada. El extraordinario sonido de la palabra, que es anterior a toda connotación intelectual. Tiene una música extraordinaria. Después, toda su poesía es clásica en el sentido que hemos defendido aquí. San Juan enlaza con el Cantar de los cantares y con la cultura bíblica con un lenguaje hecho para nuestros oídos. Finalmente, lo más grande que tiene san Juan de la Cruz es su viaje por los extremos del amor, que es el motor más importante del mundo. La forma de hablar de amor de san Juan es única. Es difícil encontrar otro autor que reúna tanto.
Ahora sabemos que muchas de las canciones del Cantar de los Cantares son canciones de boda escritas por mujeres para la exaltación de sus parejas. Esto llevado al diálogo entre el alma y el esposo, coloca a san Juan en un punto de vista femenino. También en esto es necesario, para reivindicar todo lo que significa el mundo de la mujer. En san Juan aflora esa parte femenina del hombre y la parte masculina de la mujer, ese concepto global de la persona. La dulzura de san Juan, su exquisitez, me seduce mucho. Es muy completo. El amor es para mí la sustancia máxima de la poesía.
P.: Hay muchas referencias a la noche oscura del alma en sus poemas. ¿Cuando estamos despojados y malheridos es cuando vemos nuestro verdadero rostro?
R.: La noche oscura del alma no es la oscuridad por la oscuridad, sino la oscuridad reclamando otra luz, la luz no usada, que diría Fray Luis de León. Si miramos la luz frente a frente, sin haberla pasado por la noche, lo fácil es que nos desoriente o deslumbre. O que nos haga confundir las voces con los ecos, o las figuras con las sombras, porque la luz por la luz no es suficiente. Y la aprecias más cuando llegas a ella desde la noche, cuando se te va desvelando poco a poco. En la ardiente oscuridad se percibe mucho más que con una luz desbordante.
Con el coronavirus hemos descubierto que no somos ni parecidos a lo que creíamos que éramos, sino que somos bastante más deformes, y con más problemas e insuficienciasCarlos Aganzo
P.: Hay en sus poemas un trayecto que va del desasosiego a una cierta paz, que no tiene por qué ser necesariamente una resolución, puede ser una aceptación.
R.: En la renuncia hay mucha paz. Otra de mis palabras favoritas en relación con el hombre, y que aparece mucho en mis poemas, es la palabra ‘ansia’. Creo que el hombre es ansia, o sed, que es lo mismo. Puedes beber y tener cada vez más sed. La aceptación consiste en terminar con el ansia. Para mí eso es la paz. ¿Quiere decir rendirse, o dejar de soñar? No. Quiere decir aceptar. Eso está en muchos de mis poemas: el alcanzar un estadio de paz a través de la renuncia. Hemos hablado antes de librarse de lo superfluo… Todo eso es también un gran beneficio. Al aceptar tu pequeñez tienes harto consuelo, que diría Teresa de Jesús. Es así. No concibo otra manera de alcanzar la paz que el despojamiento.
P.: Antonio Colinas asegura que en La Hermosura escribe en unas coordinadas telúricas, espaciales, que son justamente la de san Juan de la Cruz: Ávila, Salamanca, Medina del Campo, Segovia…
R.: Eso también se llama Castilla, se llama Miguel Delibes y san Juan y Fray Luis de León y Jorge Manrique, Claudio Rodríguez, santa Teresa… Esta tierra tiene esa fuerza telúrica. Es una tierra encendida, levantada hacia lo alto. Unamuno decía que cuando caminaba por las tierras de Castilla tenía la sensación de caminar por la palma de la mano de Dios. Estamos en una meseta, que es un altar. Yo a Arévalo y su tierra, La Moraña, lo llamo la llanura mística. Y si la extiendes un poquito llega casi a las puertas de Valladolid, a Tierra de Campos. Pero en Ávila se da el diálogo entre la llanura y la montaña que lo acentúa todo un poco más e imprime carácter.
P.: Tanta atención a la novedad ¿nos desconecta de este hilo dorado que nos liga con lo eterno, con lo invariable, con ese eterno retorno de nuestra existencia?
R.: ¿Qué es la modernidad? ¿Es la modernidad el avance, o es la moda, lo efímero? Este es el gran debate de nuestro tiempo. Nos cuesta ir a lo clásico porque estamos deslumbrados por lo moderno. En esto tienen mucho que ver las nuevas tecnologías, que son maravillosas seductoras y fuente de consuelo inagotable. La novedad seduce mucho. Es verdad que podría agotarse, pero en el ritmo frenético en que vivimos está sujeta al nacimiento de otra novedad inmediata, y luego otra y otra y otra. Son pequeños placebos, pequeñas miguitas que te van conduciendo a la Casa de la Bruja, a la Casa de las Tinieblas, a través del bosque. Ese es el gran problema de ahora mismo: estar tan pendientes de lo nuevo. Y lo nuevo siempre es viejo. Y eso no es fácil de reconocer. En el momento en el que regresemos a lo clásico podremos dar por terminado este modernismo post, como lo definía José Jiménez Lozano. Pero no lo va a lograr mi generación, ni la de mis hijos. Porque todavía las nuevas generaciones son muy esclavas de los espejitos de las novedades tecnológicas.
El confinamiento nos ha obligado a estar con nosotros mismos dos meses y a descubrir, seguramente, que no nos soportamos, ni individualmente ni colectivamenteCarlos Aganzo
P.: Para terminar. Estamos hablando de todas estas cuestiones como si le importaran a alguien. Pero ahí fuera hay un mundo opacado y entumecido, con personas que, aparentemente, no tienen ninguna necesidad de trascendencia, ni de ir más allá.
R.: No es verdad. El ser humano es el que es siempre. Puede estar anestesiado, puede estar adormecido, puede estar manipulado, puede estar entontecido, puede estar engañado… y de hecho lo está. Pero en el fondo late la misma inquietud y el mismo desasosiego. Otra cosa es que sepas identificar el desasosiego y darle curso de trascendencia. No todo el mundo sabe identificar ni siquiera sus propios anhelos; ni identificarlos ni conducirlos. Pero ese fondo latente que hace que la sociedad, incluso en los momentos de opulencia, se sienta desarraigada e indefensa, procede de ese sentimiento profundo de las cosas que todo ser humano tiene. Por mucho que te engañen, la inquietud es consustancial a todo hombre. Y hablamos del mundo occidental. Esto en la India ni se discute; allí sigue existiendo un sentimiento profundo de las cosas y lo espiritual prima sobre lo material.
P.: ¿Hay que deducir de su convicción que en esa inquietud está el germen de un posible resurgir?
R.: Puede que vayamos a mucho peor en el corto plazo, pero por encima de todo sigue el ser humano. Y la poesía se está levantando. Yo soy optimista, pero eso sí, a medio plazo. Como diría mi abuela: «Yo no lo veré, pero esto va a pegar un explotón».
El que fuera jefe de Contrainteligencia en el Ejército Europeo publica El dominio mental, libro en el que analiza las nuevas formas de control de la población y advierte de que «hoy la vigilancia es total».
Iván Vélez escribe Torquemada. El gran inquisidor aprovechando el 600º aniversario de su nacimiento. El autor afirma que «la Inquisición ha sido convertida en el emblema de una España intolerante y fanática, y la figura de Torquemada es la que le pone rostro».