Pablo Ortiz Soto | 05 de junio de 2021
La rama verde no es solo el nombre de la última obra de Eloy Sánchez Rosillo, también es una expresión que habla de «la poesía viva y la vida misma. Si se seca y desaparece, no habrá en nosotros poesía ni vida; ambas son la misma cosa».
Luz, gratitud y alegría. Estas tres palabras conjugan la obra de Eloy Sánchez Rosillo (Murcia, 1948), un poeta que invita a vivir, a experimentar que la vida, a pesar de momentos de dificultad y sufrimiento, es más un regalo que un valle de lágrimas: «Más allá del dolor sabrá tu pecho / de la alegría y la misericordia». (…) «Mira dentro de ti, / con esperanza, sin melancolía. / No conoce la muerte la luz del corazón». Por ello, anima el poeta a no desaprovecharla, a disfrutar de cada instante, a buscar la verdad y a ahondar en el misterio de la existencia.
No es la suya una poesía grave, ni social; es una poética de la experiencia que celebra con entusiasmo el milagro, la dicha de estar vivo, y capta la gracia de cuanto nos rodea ofreciéndonos, en sus cálidos poemas, una luz que redime el alma de la incertidumbre y el desasosiego. De esta forma, abrazando la cotidianidad con su profunda mirada de asombro, el escritor es capaz de captar con detalle desde una tarde de verano, el alba, la belleza de la Luna o el canto de un jilguero hasta el encuentro con una muchacha, estampas familiares, apuntes de sus viajes, una conversación, una flor o un vaso de agua: «Todo es sagrado», afirma un autor que alcanza la plenitud en lo sencillo y reflexiona sobre la memoria, la eternidad, el amor, el prodigio de existir, el paso del tiempo o la felicidad.
Profesor, durante toda su vida profesional, de Literatura Española en la Universidad de Murcia, Sánchez Rosillo tiene en su haber el Premio Nacional de la Crítica (2005) y el Premio Adonáis (1977). También, además de ser traducido a varios idiomas, ha publicado su obra completa hasta el momento en la colección Nuevos Textos Sagrados de la editorial Tusquets. En definitiva, el protagonista de hoy es un poeta cuya obra es más que nunca necesaria, porque su lírica es un canto de esperanza.
Pregunta: En su obra, la infancia y la juventud son temas recurrentes. ¿Cómo nace el escritor que conocemos hoy?
Respuesta: Es difícil responder a esta pregunta. En sentido profundo, no tiene contestación. Puedo hablarle de ciertos hechos constatables: de cuándo empecé a escribir, por ejemplo, de cómo fue sucediendo aquello, pero no de por qué empecé a escribir. Desconozco por qué he dedicado mi vida a la poesía. Para mí es un misterio y no creo que nadie pueda desentrañarlo. Y por lo que respecta a la infancia y la juventud, a la persistencia de ambas en lo que uno escribe, te diré que, contempladas desde mis años de ahora, son para mí como una leyenda, como algo que sucedió y no sucedió, aunque el adulto tanto siga apoyándose en ellas. Durante la niñez, si tenemos la suerte de que transcurra esta en la felicidad, no somos una conciencia frente al mundo, sino que no nos distinguimos de él, no hay separación entre las cosas y nosotros: formamos parte de ellas y de su eternidad, porque no existe el tiempo. En mi caso, semejante paraíso terminó de golpe cuando yo tenía siete años (casi ocho) y murió de repente mi padre. No alcancé entonces a comprender la trascendencia de su desaparición, pero ahora sé que allí acabó mi infancia: el conocimiento directo y tan cercano de la muerte me hizo tomar conciencia del tiempo antes de lo que me correspondía, dejé de ser eterno y comencé a tener un fuerte sentimiento de intemperie y fragilidad, de desprotección, que me acompañó durante bastantes años. Mi adolescencia fue caótica, sentía el mundo como un lugar descabalado e inseguro. Fue entonces cuando comenzó a nacer el poeta que tal vez haya en mí: me preguntaba por las causas de la inestabilidad y de la fugacidad, de la soledad, por qué el mundo no coincidía en casi nada con mis deseos. A los diecisiete años, en mi primera juventud, surgió con mucha fuerza mi vocación poética (aunque hubo intentos anteriores de escribir poemas), y a través de mis escritos intentaba contestarme las preguntas insolubles que me planteaba. Luego, la juventud pasó en un santiamén y hoy la siento como un sueño que tuve («Juventud nunca vivida / quién te volviera a soñar», decía Antonio Machado). En la infancia, por su eternidad, y en la juventud, por su intensidad vivida sin darnos cuenta apenas de que la vivimos, se sustentan muchos de mis poemas, más bien pertenecientes a la etapa inicial de mi poesía. Son como una evocación de la maravilla y los desastres de los tramos primeros de la vida. Los libros de la segunda etapa, por el contrario, hablan sobre todo del presente.
«La rama verde» es la poesía viva y la vida misma. Si se seca y desaparece, no habrá en nosotros poesía ni vida
Pregunta: En el primer poema de su primer libro figura la expresión «la rama verde». ¿La retomó deliberadamente de ese poema para darle título a su último libro, que se titula así y que apareció en Tusquets hace unos meses?
Respuesta: No es más que una extraña casualidad. No tenía ni idea de que esa expresión estuviera allí. No la recordaba. Acudí a comprobar el hecho tras leer su pregunta. Me alegra que se haya producido tal coincidencia de manera espontánea. Ocurre así una especie de circularidad que enlaza el presente con el pasado. El poeta joven siempre es la rama verde en la que se renueva un árbol muy viejo, viene a decirse en el lejanísimo primer poema al que nos referimos; por otra parte, la infancia es la rama verde en la que uno se va renovando a lo largo de su vida, según se afirma en el título y en el poema final de mi último libro. En realidad, la rama verde es, en uno y otro caso, la poesía viva y la vida misma. Si se seca y desaparece, no habrá en nosotros poesía ni vida; ambas son la misma cosa.
P.: Ahondemos ahora en la clave que vertebra su creación poética: la luz, un concepto estrechamente relacionado con la producción artística, aunque es poco frecuente encontrar un autor que profundice tanto en esta cuestión. ¿Cuál es su misterio?
R.: En esto no hay misterio, sino destino. La palabra «luz» es casi con total seguridad la que más aparece en mi poesía. Y creo yo que es muy natural que así sea: nací y vivo en Murcia, donde la luz mediterránea alcanza acaso su apoteosis. Se trata de una luz muy densa, apretada, mineral, a través de la cual, en ciertas épocas del año, hay que ir abriéndose paso con pico y pala, como dije en un poema. Si respirando en un entorno como el mío no hablara de la luz es que estaría ciego. De haber nacido en Noruega o en Islandia, habría acaso escrito de la nieve y del frío. Pero la luz de la que yo hablo, claro está, no solo es física, sino también metafísica. Se trata de un fulgor que no está fuera, sino muy dentro de las cosas y de uno mismo. Sin duda, esta es la luz que más alumbra y la que más aparece en mis poemas.
Hay que abrir bien los ojos y permanecer atentos. Y sin prisas. Esto es lo fundamental. Cuando las cosas nos ven pasar junto a ellas con aceleración, se cierran sobre sí mismas y deciden enmudecer y no decirnos nada
P.: Sigamos con este asunto. En sus primeros libros (Maneras de estar solo, Páginas de un diario o Elegías), la luz aparece entre la nostalgia. Pero años más tarde, en concreto a partir de Autorretratos (años 1984-1988), comienza a tener el protagonismo que caracteriza su obra. ¿Qué provocó ese cambio?
R.: Bueno, yo creo que la luz es igual de importante en todos mis libros, del primero al último. Lo que ocurre es que en los cinco primeros que escribí, que tenían un intenso tono elegíaco, la luz que aparece se muestra como empañada de melancolía, pues los poemas se refieren a menudo a un pasado más o menos lejano. Desde La certeza en adelante, hablo de una luz «actual», de la que sucede en mi vivir cada día. No hay nada que añorar, por tanto. Se encuentra en mi presente y es con frecuencia motivo de celebración y de alegría.
P.: En una buena parte de sus poemas, sin ser religiosos, hay una evidente sacralidad de las cosas. Su luz siempre trasciende e incluso algunos de sus textos (La pesca milagrosa, Viejas historias, Tan decididamente) y versos de otros poemas son profundamente cristianos: «Los ojos de aquel niño que yo fui / se cruzan con los ojos de Jesús cuando pasa». (…) «esta luz que hasta el fondo nos redime / de la miseria propia y de la ajena, / que nos lava las culpas y nos hace / criaturas que cantan». De hecho, no son pocos los cristianos que leen su obra. ¿En el fondo de su luz se encuentra la Luz de Cristo?
R.: Pues me alegra que me lean quienes dice, pero no escribo de manera especial para cristianos, ni para los practicantes de ninguna otra religión. No es la mía una poesía confesional. Intento escribir para todos los hombres. El contexto religioso-cultural en el que crecí y me formé es el católico, claro está. Soy creyente (después de las descreencias juveniles), pero desde luego me identifico más con lo cristiano que con lo católico. Soy poco eclesiástico, esa es la verdad.
P.: Al hilo de este tema, hace un tiempo Pablo D’Ors afirmó en una entrevista publicada en ABC que en la actualidad «no hay literatura de la luz. Nos hemos enamorado del mal. Conviene conocer las sombras, claro, pero no quedarse entrampado o enganchado en ellas. Es más difícil ver la luz que ver lo oscuro, ver la luz exige entrenamiento». ¿Qué piensa al respecto?
R.: En ningún momento ha dejado de haber escritores de la luz, me parece a mí. Casi siempre son más los oscuros que los claros, los que se complacen en los abismos negros que los que miran hacia arriba y tratan de entender el cielo azul. Es difícil ver la luz y también es complicado gobernarse en las sombras. Hay que abrir bien los ojos y permanecer atentos. Y sin prisas. Esto es lo fundamental. Cuando las cosas nos ven pasar junto a ellas con aceleración, se cierran sobre sí mismas y deciden enmudecer y no decirnos nada.
P.: Hay otro asunto que siempre me ha impresionado. Usted perdió a su padre con siete años, un acontecimiento terrible al que alude en alguna ocasión con angustia. Sin embargo, mientras muchas personas ante una tragedia semejante sumen el resto de su existencia en desencanto, usted, a pesar de su herida, tiene una mirada positiva y alegre: «Supe de la añoranza y el lamento. / Ahora celebro y canto» (poema Ayer y hoy). ¿Qué le hizo resucitar y acoger la vida con gratitud?
R.: La experiencia del vivir. Nadie se libra del dolor ni se va de rositas de este mundo. A cada uno le corresponden, en distinta proporción y en distintos momentos de su existencia, la felicidad y la desdicha. Hemos de tenerlo claro. No por que a uno le ocurra una desgracia, grande o pequeña, ha de ser un amargado hasta el fin de sus días. Debemos aspirar a la felicidad y no empantanarnos en el dolor. Todo empieza y acaba, o se mitiga. El dolor también. La vida merece la pena. A pesar de los pesares, está llena de maravilla.
P.: En otro orden de cosas, también me llama la atención la cantidad de poemas que dedica a la Luna. ¿Por qué? ¿Cuál es su enigma?
R.: Desde siempre he sentido fascinación por la Luna. Es lo normal. No he conocido a nadie a quien le disguste. Hasta los niños se sienten muy pronto atraídos por ella. Cualquier ser humano la ve como algo mágico, y eso que tenemos costumbre de verla y el hábito desgasta y merma el asombro. Imagínese que nunca la hubiéramos visto, porque no existiera, y que esta noche apareciera en su plenitud por primera vez en el cielo sereno y la encontraran nuestros ojos. Esa hermosura tan rotunda y, a la vez, tan delicada y suave nos extasiaría, y no sé si seríamos capaces de soportar la milagrosa novedad. Miraríamos con perplejidad inmensa y hasta con cierta incredulidad tanta belleza. A mí, por fortuna, nunca se me ha desgastado el prodigio de la Luna. Siempre la miro como por primera vez. Con entrega absoluta y con grandísima devoción.
La poesía es un don tan único y alto, tan incomparable, que uno siempre teme que un día decida no volver. Pero he tenido hasta ahora la suerte de que siempre volviera a ocurrir
P.: A lo largo de su obra, muestra admiración por la poesía de Emily Dickinson, entre otros autores. ¿Cuáles son sus lecturas más valoradas? ¿Qué escritores le han influido más?
R.: Le puedo citar a algunos a los que admiro sobremanera, lo cual no quiere decir que sean ellos los que más me han influido. Ojalá pudiera uno elegir sus influencias. Si así fuera, hubiera decidido que me influyeran hasta los tuétanos solo los más grandes y pare usted de contar. Pero eso no es posible. La voz de un escritor se forja con la mezcla indiscriminada de todo lo que ha leído. Y de cuanto ha vivido, ya que no todo está ni mucho menos en los libros. Empecé a leer a edad muy temprana, y mi vida ha transcurrido siempre con un libro en las manos. Quiero decir que he leído lo habido y por haber e incluso bastante más. Ahora me doy cuenta de que muchas de mis lecturas no eran imprescindibles, pero para saberlo y llegar a lo que importa hay que desechar mucha ganga. El buen lector es como un incansable buscador de oro: unas veces no encuentra nada entre la tierra o el barro; en otras ocasiones, se tropieza con alguna pepita insignificante y, muy de tarde en tarde, puede que dé con un filón que lo compense de tantas búsquedas infructuosas. Los escritores verdaderamente grandes no son tantísimos. Esto lo sabe uno cuando ya tiene cierta edad y ha leído mucho. Entonces deja de buscar y se dedica a ir sobreseguro y a releer a aquellos que nunca lo han defraudado. Le citaré unos cuantos. Solo poetas, para que la lista no se alargue: Homero (que es el más grande y el más emocionante), Keats, Leopardi, Emily Dickinson. A estos, por supuesto, hay que leerlos en traducciones adecuadas (si es que uno desconoce sus respectivos idiomas), pues si no es perder el tiempo. Y de los españoles, Jorge Manrique, Garcilaso, san Juan de la Cruz, la Epístola moral, lo mejor de Bécquer, Machado… Y aunque le he dicho que solo citaría poetas, le indicaré también tres novelistas, para que no me dé mala conciencia: Cervantes, Tolstói, Stendhal. Con el grupillo mencionado hay para leer y releer durante una vida entera. No habría que buscar más. Pero la aventura de leer es siempre individual y nadie aprende de nadie.
P.: Finalizo. Hay autores que a su edad dejan la literatura al considerar que su obra está terminada. ¿La rama verde es su último libro o seguirá publicando?
R.: Eso sí que es un enigma. Si escribes con autenticidad, es decir, no por voluntad sino por fatalidad, nunca sabes si la poesía (que no es tuya, que viene de fuera de ti y que no está en ti de forma permanente) seguirá llegándote y haciendo hermosa tu vida. Es un don tan único y alto, tan incomparable, que uno siempre teme que un día decida no volver. De hecho, he pasado mi vida con el alma en vilo pensando que cada poema que escribía pudiera ser el último, porque veía imposible que un bien tan maravilloso me siguiera sucediendo. Pero he tenido hasta ahora la suerte de que siempre volviera a ocurrir. Mi obra está ya bastante hecha. Si no escribiera nada más, no sería un acontecimiento tan trágico para mí como lo hubiera sido en épocas anteriores de mi vida. Pero mi ilusión está puesta en continuar mientras el corazón y la cabeza respondan. Por mí no quedará el afanarme por seguir en la brecha.
Sin la práctica continua (intelectiva, afectiva y rememorativa), el conocimiento no perdura. No sólo somos lo que hacemos. Hacemos también lo que llegamos a ser.
Fernando Bonete & Hilda García
Con una curiosa génesis en medios sociales, Trotalibros es un sello que pretende convertirse en punto de encuentro abierto a lectores de todo tipo. Publica, con mimo y pasión, una cuidada selección de títulos. «Preferimos libros que ya no se encuentran o que pasaron inadvertidos en su día», confiesa su editor.