José María Sánchez Galera | 06 de julio de 2020
El pensador que dirige la Fundación Juan March reivindica valores sólidos y esperanza: «El virus, al menos esta vez, está destinado a su eliminación, y la sociedad con sus buenas costumbres volverá a ocupar el lugar de antes».
Javier Gomá Lanzón (1965) es un filósofo repleto de recovecos y de matices. Sin embargo, no se trata de filigranas barrocas que puedan emborronar la nitidez del itinerario que propone. Su propio recorrido ha sido denso y constante. Tras licenciarse en Filología Clásica y en Derecho, ganó las oposiciones a letrado del Consejo de Estado, como primero de su promoción (1993). Después, inició su carrera profesional en la Fundación Juan March y su doctorado en Filosofía.
En el primer año de este milenio defendió muy satisfactoriamente su tesis doctoral, que supuso el inicio de su visión ética basada en la ejemplaridad. Esa visión simultánea del derecho, de la tradición clásica, del mundo institucional y cultural, y de la filosofía, le permite desarrollar una tarea calidoscópica. Por eso, además de publicar ensayos y colaboraciones en prensa —desde terceras en el ABC hasta tribunas en El País—, participar en coloquios y dirigir la Fundación Juan March, escribe libros de filosofía y obras de teatro. Es más, ha sido galardonado con varios premios que reconocen su elaborada aportación humanística, entre los que destacan el Premio Nacional de Literatura (en la vertiente de Ensayo) y el Antonio Fontán. En todo caso, se considera «un hombre atravesado de arriba abajo por la vocación literaria»; incluso se define como una persona «de una sola idea o, ni siquiera idea, de una sola revelación» que permea cuanto escribe.
Habla con la cautela de un bailarín, como un jinete que evita que el caballo galope. Es un hombre que sabe que un filósofo debe dar pasos sólidos como astronauta o buzo, pero sutiles como un gorrión. Por eso, la muerte es uno de los temas sobre los que más ha indagado. Afirma que, cuando aprendemos a ser mortales, nos igualamos con Aquiles. En su monólogo teatral Inconsolable —un panegírico al padre, que él mismo ha llegado a declamar ante el equipo artístico y técnico que lo estrenó en Madrid, Bilbao y Barcelona—, pisotea los charcos de los tópicos, para seguirse preguntando sobre el fin de la vida, sobre la crueldad y la injusticia de las Parcas. ¿La ejemplaridad y la dignidad terminan o siguen tras la muerte? ¿La gratitud a los que cruzaron el umbral del que no se vuelve es el mejor homenaje?
Sin embargo, este patrono del Teatro Real también sabe buscar, humilde, el humor, como se aprecia en el mero título de su comedia Quiero cansarme contigo (Pre–textos, 2019). Pocos meses después de dar a conocer esta obra, se volvió a poner un poco serio para publicar Dignidad (Galaxia Gutenberg, 2019), una suerte de consolatio de la Antigüedad, según sus propias palabras. En tanto que filósofo y hombre versado en el mundo jurídico —ejerció como letrado quince años, aunque hace casi tantos que no se enfunda una toga, ni siquiera la metafórica—, asume que la dignidad que merece el ser humano —o sea, la persona concreta— es uno de sus aspectos definitorios. Es la piedra de toque de la persona frente a todo abuso, incluido el abuso que tiende a ejercer la grey. Y porque una de las preocupaciones de Gomá es cómo volver a disponer de mitos que doten de pleno sentido a una cultura que ha desmoronado todos los mitos anteriores.
Pregunta: ¿Realmente nos hemos quedado sin mitos? ¿Sin explicaciones para las grandes preguntas?
Respuesta: Bueno, la llamada posmodernidad es, entre otras cosas, eso: la impugnación del gran relato, ya sea mito, ciencia o filosofía. Solo en el fragmento desordenado y en la arbitrariedad del sinsentido habría, para algunos, legitimidad. Esta conclusión es el epígono del epígono de la llamada filosofía de la sospecha, que ya empezó en la filosofía crítica. En nombre del purismo, se practica la desautorización completa de cualquier pars construens, solo la destruens cuenta. Hoy en día, una propuesta de totalidad parece inverosímil para el estudioso avezado, ducho en arqueologías, genealogías y deconstrucciones varias. Naturalmente, no es mi caso. Todo sistema filosófico formula dos preguntas esenciales, una ontológica y otra pragmática. La primera es qué hay en el mundo; la segunda, qué hacer con lo que hay. La tetralogía de la ejemplaridad contesta: hay el universal concreto del ejemplo; y segundo, hay que imitar el ideal de ejemplaridad. En suma, una propuesta de totalidad que la filosofía contemporánea ha abandonado, infiel a su misión original. Mientras tanto, me entretengo desde hace cuarenta años en la disciplina que mantiene, contra todas las tendencias actuales de la cultura, la ilusión del cuadro entero: la teología.
Pregunta: Para remediar esa deconstrucción, ¿cuánto se requiere de cultivo personal, de escuchar a los antiguos, y cuánto de escuchar el propio silencio… o de entender el propio ruido?
Respuesta: Sonda tu corazón, solía decir Rousseau. Aquí lo mismo. Vivimos en penumbra y anhelamos la visión del cuadro entero para que nos ilumine y nos oriente. Las disciplinas se especializan en su sector particular; solo la filosofía es especialista en ideas generales, competente en el todo. Siempre que la filosofía imita a la ciencia se vuelve oscura, iniciática, seca y, sobre todo, especializada. Lucho contra esa especialización, que nos proporcionan mejor otras disciplinas distintas de la filosofía. La filosofía contiene una visión general, una cierta visión del todo, como decía el pintor Rafael en una carta. Por eso la necesitamos, porque, para la experiencia fragmentaria del mundo —que es como poner un número pequeño de piezas de un puzle—, la filosofía rellena con la imaginación el resto de las piezas, y nos permite ver el cuadro entero del puzle y maravillarnos con su belleza y verdad. Nadie puede ofrecernos ese regalo salvo la filosofía, y el corazón lo anhela, sobrado como está de insuficientes experiencias parciales de las que los demás le colman.
La posmodernidad es, entre otras cosas, la impugnación del gran relato, ya sea mito, ciencia o filosofía
Pregunta: Decía Marco Aurelio que, para retirarse, no hace falta irse al monte, al pueblo o a la playa. Y ahora, por la pandemia, casi todos nos hemos retirado en casa, como aconsejaba el «emperador filósofo».
Respuesta: Mi libro Filosofía mundana contiene un microensayo con el título Tú espera sentado, que distingue entre tener experiencias plurales (muchas mujeres, muchos amores, muchas situaciones extremas, muchos paraísos artificiales) y tener una experiencia de la vida en singular, que no necesita de conocer tantas cosas en plural sino profundizar en el espesor de la vida misma, lo que puede hacerse desde la misma ciudad, como hicieron Kant o Sócrates, o desde la misma casa. No se trata solo del progreso colectivo de la humanidad, sino del progreso hacia uno mismo. Y cuando uno ahonda en lo más secreto de sí mismo, descubre el enigma de su mortalidad, que es justamente lo más universal que existe. Allá en lo más profundo, lo común.
P: ¿Pero el confinamiento ha sido un retiro de verdad? ¿El homo ludicer no es reacio a la reflexión, a dialogar con su conciencia, tras dialogar con los clásicos leyéndolos? ¿No preferimos ver Sálvame que leer a Cicerón?
R: A mí Cicerón me parece intelectualmente mediocre, como Séneca. Desde el punto de vista filosófico, ambos son eclécticos y repiten machaconamente una sucesión de lugares comunes vigentes en su época, sin una visión filosófica genuina. Lo que ocurre es que ambos son excelentes retóricos y en esto ganan la palma. En cuanto a Sálvame, es puro entretenimiento, como el espectáculo del circo romano, pero, con ventaja para nosotros, totalmente incruento. No venero a los clásicos por el hecho de serlo. Conozco la pesadumbre del vivir y sus pequeñas mezquindades y las traslado a todas las épocas; no dudo que Cicerón y Séneca conocieran las suyas. Para mí el clasicismo es la esencia de la literatura: aquello que recibe su verdad, no de la experimentación o la prueba racional, como la ciencia, sino del consentimiento y aprobación de los lectores, confirmado generación tras generación. Los clásicos son, en suma, nuestros contemporáneos. Sálvame es contemporáneo de nuestra vulgaridad atosigante. ¿Lo son Cicerón y Séneca? Como estilistas sí, como pensadores no.
Para algunos, solo en el fragmento desordenado y en la arbitrariedad del sinsentido hay legitimidad
P: ¿Nos hemos acostumbrado durante mucho tiempo a creer que todo es fiesta y que no existe la muerte? De hecho, parece que la epidemia en España no se cobra muertos de verdad, solo numéricos.
R: Suelo decir que no hay nada más presente en nuestra cultura que la muerte: está en telediarios, series, películas, videojuegos y toda clase de pasatiempos. Cuando vamos a un restaurante comemos cadáveres sin aparente preocupación. Otra cosa es la mortalidad: no ya el hecho biológico de la muerte, sino su conciencia moral. Saber que vamos a morir y permitir que broten todos los valores de cultura y dignidad que nacen de esa conciencia de nuestra vulnerabilidad esencial, que es exclusiva del hombre. Durante la pandemia, la estadística de los muertos se convirtió en un número preocupante, angustioso. Habrá que ver si nos ha ayudado a aprender a ser mortal.
P: Usted ha comentado que esta es una enfermedad impía, porque nos ha impedido velar a nuestros muertos, acompañar en el tramo final a nuestros familiares.
R: Desde los orígenes del tiempo, está vigente el precepto de una piedad ancestral, que incluye el deber de atender al enfermo, sobre todo si es familiar, y velarlo. Hay un estudio de un prestigioso teólogo sobre la radicalidad del mensaje de Jesús que comenta el pasaje de este cuando dice: «Deja que los muertos entierren a los muertos». Debió de sonar como una afirmación escandalosa, insoportable, como la obligación de Abraham de sacrificar a su hijo. ¿Negar a un padre o un hermano siquiera un piadoso enterramiento? Antígona fue capaz de morir por enterrar a su hermano y nos ofreció un ejemplo perdurable de piedad. Lo malo de la pandemia es que ha impedido a muchos practicar esa piedad elemental, primaria, y ha forzado a algunos a morir en soledad, sin tener esa «muerte propia», su propia muerte, a la que alude Rilke. Solos y sin ser velados y enterrados sin una mínima ceremonia. En eso la epidemia ha sido, en efecto, especialmente impía.
Todo sistema filosófico formula dos preguntas esenciales: la primera es qué hay en el mundo; la segunda, qué hacer con lo que hay
P: En estas páginas virtuales, Luis Alberto de Cuenca y José Torres Guerra han hablado sobre cómo los héroes griegos lloraban en público. También Jesús por Lázaro. Algo que nada tiene que ver con lo que usted denomina «pornografía sentimental».
R: Nada que ver, por supuesto. Ahora no recuerdo dónde dije eso de la pornografía, pero lo reconozco porque lo pienso. Vivimos una época con tendencia a la banalidad —que he definido en algún sitio como «la nada envuelta para regalo»— y dentro de lo banal está una sentimentalidad de sucedáneo, relacionada la mayor de las veces con el espectáculo. Se contrapone, naturalmente, a la verdadera sentimentalidad, que sabe llorar ante los hechos que lo merecen, como esas «lacrimae rerum» a las que se refiere la Eneída en su primer libro; nada que ver con las vertidas por una foto o un vídeo impactante en una red social que producen, además, el calorcillo de una buena conciencia. Me permito citar mi monólogo teatral Inconsolable, donde lloro la muerte de mi padre, y mi obra de teatro, que, según parece, se estrenará el año que viene, titulada precisamente Las lágrimas de Jerjes. Recuerda ese pasaje de Herodoto en que el gran caudillo persa, antes de saltar a Europa para derrotar a Grecia, al contemplar desde lo alto de un monte la inmensidad del ejército más grande reunido en la historia y la gloria que le auguraba, paradójicamente se echó a llorar porque comprendió que en cien años no quedaría nadie.
P: ¿Ahí estaría la verdadera «muerte digna»?
R: Yo no he acuñado el término. La dignidad era concepto vacante para la filosofía, nadie lo habría teorizado para la filosofía. En cambio, sí había dado juego en el ámbito jurídico y en el clínico, este último en relación al principio de la vida (inseminación artificial, gestación subrogada, aborto) y a su final (muerte digna). Mi tesis es un poco inversa a la muerte digna. No porque polemiza con ella, sino por su asociación entre muerte y dignidad. Yo, al contrario, establezco una unión inextricable entre vida y dignidad, pues de lo que se trata es de una vida digna de ser vivida por el hombre. Afirmo que, en todo lugar y circunstancia, por adverso que parezca, puede vivirse con dignidad. No ocurre lo mismo con la felicidad, que exige la posesión de algunos bienes de fortuna y por eso es un ideal de inferior valor filosófico al de la dignidad. De modo que, invirtiendo los términos de la muerte digna, sostengo que, por muy desesperado que se encuentre alguien y opte por morir, siempre existiría para esa misma persona la opción de seguir viviendo con dignidad, y la elección de la muerte nunca vendrá exigida por el ideal de dignidad.
Siempre que la filosofía imita a la ciencia, se vuelve oscura, iniciática, seca y, sobre todo, especializada
P: Octaviano Augusto decía que deseaba para sí una «euthanasia», en el sentido exacto: muerte apacible, pero natural.
R: Y yo para mí. Una muerte así es como la de los patriarcas bíblicos en el Génesis, morir «colmado de años» y no agotado de la vida. Solo añadiría que me gustaría, además, dejar una imagen de la vida a los supervivientes que fuera para ellos una invitación a una vida digna y bella.
P: ¿Es la dignidad una vía de doble sentido? ¿Hacia uno mismo y hacia los demás?
R: La dignidad se dice de una manera, que es la individual. La tragedia de una subjetividad que es consciente de su valor incondicional, pero también de que está abocada a la indignidad del sepulcro y su conversión en cadáver, la mayor cosificación que cabe imaginar (con independencia de la esperanza religiosa). De este estado nace una especial excelencia que es exclusiva de la condición humana y que le obliga a desarrollar un arte de vivir. Pero lo cierto es que esa dignidad individual, que exige de los demás un respeto, debe respetar a su vez la dignidad de los demás, porque de hecho vive en comunidad. De manera que, junto al arte de vivir, estamos invitados al arte de convivir, que implica conjugar la dignidad de uno con la del otro. De ahí el doble sentido.
Cuando uno ahonda en lo más secreto de sí mismo, descubre el enigma de su mortalidad, que es justamente lo más universal que existe
P: Usted insiste mucho en la ejemplaridad. ¿Necesitamos ver que los periodistas y los políticos aparezcan en televisión con guantes y mascarillas?
R: Los políticos son una fuente doble de moralidad social: como titulares de un cargo, toman decisiones que se nos imponen coactivamente, y crean derecho que nos afecta en hacienda y libertad. Pero precisamente por el extraordinario impacto de esta influencia en su círculo, que es mucho más grande del habitual, son también fuente de moralidad social a través de su ejemplo. Y los medios de comunicación pueden ser un lugar donde ese ejemplo se difunda con fuerza. Yo no sé si guantes y mascarilla pertenecen al deber del buen ejemplo político, porque las mismas autoridades sanitarias han expresado pareceres muy contradictorios y estaban en contra de las mascarillas cuando el virus contagiaba con fuerza, mientras que la declaran obligatoria cuando claramente había perdido carga viral. Pero, una vez definido qué es ejemplar, los políticos están obligados a practicarlo por la segunda característica que he mencionado antes.
P: Platón llegó a decir que expulsaría a los poetas de su República Ideal. ¿Qué diría hoy de la televisión?
R: Es que Platón se equivocó de un modo palmario. Al parecer, él escribió teatro de joven y se le nota esa querencia por el arte, del que está fascinado, y copia del teatro la forma dialogal. Lo que ocurre es que luego quedó más cautivado todavía por el concepto, y entonces inicia una relación de amor–odio con el arte y la poesía, que termina con la expulsión de los poetas en el último libro de La República, tratado que acabo de volver a leer y, aunque con encanto, me ha parecido bastante chapucero. La expulsión de los poetas por parte de Platón se inserta dentro de su programa de «totalitarismo del bien». Me di cuenta de que la lectura de ese tratado platónico nos enseña mucho, por contraste, sobre nuestro tiempo. Porque nosotros hemos asumido positivamente, al menos en el espacio público, la multiplicidad, el pluralismo y un sano relativismo como ingredientes de una democracia liberal que pone en el centro al individuo.
Mientras que Platón ignora el valor de la individualidad en ese tratado y pone en marcha una idea racional que acaba siendo el símbolo de lo que Popper llama la sociedad cerrada, el absolutismo de una razón que impone una única idea y censura y expulsa las demás llegando a la eugenesia y el destierro. Por otro lado, distingo entre televisiones públicas y privadas. Las primeras deberían estar al servicio del interés general, como todos los organismos públicos. Mientras que las segundas son empresas mercantiles privadas que saben lo que tienen que hacer para ser rentables y viables, si bien, desde una perspectiva moral, siempre pesará sobre ellas el deber de producir un impacto positivo en su círculo de influencia, como decía antes. Otra cosa es que la sociedad apoye determinados programas y dé la espalda a otros que juzga vulgares, o malos o soeces. Porque en el mercado rige también el principio democrático y cada consumidor puede elegir el producto que prefiere, y puede incluso ser estúpido sin que nadie lo multe. Pero el ideal sería una sociedad educada de tal manera que elija por propia inclinación lo bueno y censure lo malo, negándole su atención y su dinero, sin necesidad de premio a lo bueno y castigo a lo malo.
Los clásicos son nuestros contemporáneos; y Sálvame es contemporáneo de nuestra vulgaridad atosigante
P: ¿Y nuestras «redes sociales» son un ágora estridente, o hay espacio para un «symposion» divertido —o ameno— y enriquecedor?
R: A mí las redes me gustan, porque es el invento más igualador y democrático que uno pudiera imaginar. Durante siglos, solo determinadas figuras próceres tenían su perfil, a los que les levantaban una estatua o les hacían un retrato, cuya realización dependía de otro, escultor, pintor. Ahora cada hombre y mujer del mundo tiene el derecho a crearse un perfil propio en una de las redes y ofrecer su imagen hecha por sí mismo, sin mediación, para interactuar en pie de igualdad inicial con los demás. Lo que ocurre es que las redes conceden al usuario una sensación de mucho poder y libertad, lo que requiere unas instrucciones de uso para ejercitar esa libertad con corrección y elegancia. Mucho poder sin manual de instrucciones redunda en la vulgaridad triunfante, que hoy campea por las redes. Con todo, hay en ellas, para quien lo busca, espacio para la diversión, la instrucción y la sonrisa.
P: ¿Durante la temporada de confinamiento la Fundación Juan March ha procurado ser un Liceo en el que pasearnos desde casa?
R: La fundación tiene desde luego una misión educativa. En estos tiempos de tanto desarrollo tecnológico, que es ciego para la moral y que nos concede tantas oportunidades sin darnos el criterio para usarlas, se confirma la importancia de un humanismo que nos reitera la importancia de la dignidad individual como criterio que llena esa libertad y nos orienta. La fundación no tiene más compromiso que ese humanismo abierto. Hay otras fundaciones experimentales, juveniles, rompedoras. La Fundación Juan March se especializa, en este panorama tan variado, en ser una institución fiable, digna de crédito. Que la gente se acerque a ella sabiendo que lo que recibe tiene calidad, sea finalmente o no de su agrado.
Lo malo de la pandemia es que ha impedido la piedad elemental, y ha forzado a algunos a morir en soledad
P: Se ha acuñado la expresión «distanciamiento social», pero algunos prefieren decir «distanciamiento físico».
R: Varían los adjetivos, pero se mantiene el sustantivo: nos distanciamos. Así fue durante el confinamiento, donde hubimos de demostrar que la filantropía se practicaba en este caso mediante una aparente misantropía: un distanciamiento que nos ayudaba a cumplir la máxima suprema de no contagiar y no contagiarse. Parecía que se cumplía aquello que Hobbes aireó: el hombre es lobo para el hombre, pero en este caso, paradójicamente, por amor al hombre.
P: Sin embargo, somos carne. Necesitamos tocarnos, olernos, mirarnos de verdad a los ojos.
R: Sabemos cómo ha empezado la crisis, pero no cómo terminará: si el virus desaparecerá por ausencia de carga viral, un tratamiento eficaz, una vacuna. Si el final es cuestión de semanas o de dos años. Pero terminará y volveremos a tocarnos y abrazarnos, como antes, aunque quizá hayamos adquirido para siempre, como ingrediente de la civilización que avanza, un cierto teletrabajo y nuevos hábitos de higiene, lo que no estaría nada mal.
Las redes sociales me gustan, porque es el invento más igualador y democrático que uno pudiera imaginar
P: «El Verbo se hizo carne». Pero ¿corremos ahora el riesgo de «des-encarnarnos»?
R: Escribí en un microensayo titulado Aplausos que las dos tendencias de nuestra época son las pantallas y los aplausos. Para los actos en directo, pero no en vivo, es decir, sin presencialidad, las pantallas. El confinamiento nos ha obligado a pantallizarnos hasta el extremo. Ahora bien, en internet nadie aplaude, porque el aplauso es una gloria reservada a «lo vivo y directo», es decir, la presencialidad, que exige la antigua promiscuidad de los cuerpos. De modo que el confinamiento ha multiplicado el apetito de aplauso, que será un bien de primera necesidad, tan pronto el virus nos quite el miedo del cuerpo.
P: ¿Cómo besaremos después de la epidemia? ¿Cómo amaremos? ¿Cómo trabajaremos «codo a codo»?
R: Besaremos, amaremos y trabajaremos codo a codo como antes. Solo hace falta una vacuna o, antes, que el virus desaparezca por fatiga o por una mutación benigna. Ni digo que no haya rebrotes, sino que el virus, al menos esta vez, está destinado a su eliminación, y la sociedad con sus buenas costumbres volverá a ocupar el lugar de antes.
Ni alarma ni confinamiento eran viables sin la ejemplaridad del ciudadano anónimo
P: Muchos achacan al Gobierno la principal responsabilidad del desastre sanitario, económico y social que esta plaga conlleva. ¿Quizá nuestros políticos están más pendientes de parecerse a la fotogenia de Kennedy que en imitar a Cincinato, que renunció a la dictadura en cuanto cumplió con su encargo?
R: Y también Carlos V. Pero son las excepciones: la ley del mercado es el lucro infinito; la ley de la política es la obtención del poder. Antes de la democracia, obtención del poder por todos los medios; con la democracia, solo por los medios legales aprobados por la sociedad. Y, aunque existen muchas instituciones eficaces que limitan esa tendencia del mercado y de la política a su expansión infinita, el antipoder más eficaz de todos es una ciudadanía ilustrada, que cada día escoge la mercancía que le parece mejor, emite su voto en conciencia y configura una opinión pública culta.
P: ¿Quién nos sirve de ejemplo hoy? ¿Cincinato? ¿Eneas? ¿Habrá que pedir también perdón a las Casandras que sí nos advirtieron de lo que iba a venir?
R: En mis libros insisto una y otra vez sobre la ejemplaridad del hombre y mujer sin relieve que cumplen con naturalidad y sin manierismo sus obligaciones personales, profesionales y cívicas. Este sustrato masivo crea las buenas costumbres que hacen moderno y sólido un país. Cuando el presidente del Gobierno, el 14 de marzo pasado, anunció el estado de alarma, se dirigió explícitamente a la ciudadanía pidiendo su colaboración, porque sabía que ni alarma ni confinamiento eran viables, por mucho que actuara la Policía y rigieran las leyes, sin la ejemplaridad de ese ciudadano anónimo. Este es un buen modelo de la ejemplaridad igualitaria que predico en mis libros.
Manuel Quijano publica Detrás de la letra, un libro en el que habla de la industria musical y de la historia de Café Quijano. Sobre el coronavirus y sus efectos, el cantante afirma: «Desearía que la mascarilla solo fuera una protección contra un virus, no contra el miedo».
El jefe de Opinión de El Mundo afirma que «el sanchismo tiene que degradar más profundamente las instituciones democráticas antes de que se pueda acometer su reconstrucción»