Fernando Bonete | 13 de enero de 2021
Entrevista a Daniel Guebel con motivo de la publicación en España de El hijo judío. Un relato sobre las relaciones paternofiliales que dialoga con Kafka, el judaísmo y el cristianismo.
En el momento de realizar esta entrevista con Daniel Guebel, premio Nacional de Literatura en Argentina, faltan apenas diez días para el segundo aniversario de la muerte de su padre. La coincidencia es una absoluta casualidad, pero una casualidad importante, porque el progresivo declive físico y mental de su progenitor y su fallecimiento motivan el desarrollo de su última novela publicada en España, El hijo judío (De Conatus).
El hijo judío
Daniel Guebel
De Conatus
156 págs.
16,90€
Este relato corto y de corte autobiográfico no es una nueva expresión del mí/me/conmigo egotista de la prolífica autoficción de nuestros días, sino un ejercicio de autoconocimiento y exploración vital para extraer nociones universales acerca de las relaciones paternofiliales, el poder de los recuerdos para configurar nuestras emociones, y la supremacía del perdón para cambiarlas. En el proceso de búsqueda de un sentido para los encuentros y desencuentros con el padre, Guebel dialoga con Kafka, el judaísmo y el cristianismo.
Pregunta: ¿Por qué el padre como protagonista?
Respuesta: La suma de hechos dolorosos que supusieron el declive progresivo de la vida de mi padre en algún momento me impulsó, me obligó a preguntarme: ¿qué hago con esto? ¿Qué hago con la experiencia de un dolor continuo que casi no tiene nombre? Yo había escrito hace unos años Padre, una obra de teatro sobre la actitud tiránica y terrible de la figura paterna, una obra de violencia, brutalidad y grosería, donde además la familia se presenta como un infierno. Y cuando me siento a escribir El hijo judío pienso que mi universo infantil es el que configura esa percepción que yo tenía sobre el padre y la familia. En ese primer momento de escritura me enojo, solo había ira y resentimiento. Esa primera versión era caprichosa e incompleta, porque no recogía ni aquilataba los buenos momentos en la formación del vínculo, el afecto que, pese a todo, subsistía, y el momento de reconciliación entre mi padre y yo.
En Argentina publiqué este libro antes de que mi padre muriera, pero sabiendo que él no podría leerlo por su problema neurológico. Y lo publiqué antes de su muerte, porque quería sustraerme a contar su fallecimiento. No obstante, luego de la muerte de mi padre seguí escribiendo, y la versión que se publica ahora en España es la versión completa del libro. El libro cuenta ahora un proceso completo y está equilibrado, compensado, en el sentido de que registra la oscilación entre el amor y el odio.
P.: Esta oscilación es importante, porque al comienzo del relato, sin conocer su desarrollo posterior, da la impresión de que va a plantear un ajuste de cuentas, una venganza hacia el padre. ¿De dónde viene el cambio?
R.: Hay dos momentos fuertes que develan esa transformación. El primero, cuando la médica de cuidados paliativos le pregunta cómo se llama él mismo, mi padre, y no lo sabe, y yo le pregunto si me llamo Roberto, Esteban, Mirta… y mi padre dice «no». ¿Me llamo Daniel? Y entonces él dice, «sí». ¿Y quién soy yo?, le pregunto finalmente. Y él dice, «mi papá».
Por otro lado, la señora que lo cuidaba me cuenta que, cuando todavía podía caminar, mi padre agarró los libros que no se vendieron y la editorial me había devuelto, y salió a dar una vuelta por el barrio para dejarlos en los buzones de los vecinos. No sé si pensaba que el libro lo había escrito él, o si quería que los vecinos se enteraran de que tenía un hijo escritor, si era un acto de orgullo o amor paterno…
P.: La figura de su padre está muy presente, pero también su abuelo, su bisabuelo… ¿Qué plantea esta «cadena de padres»?
R.: Quería representar una tradición de violencia familiar que se va atenuando con el paso de las generaciones. Si mi padre me golpeaba a mí con el cinturón es porque su padre lo golpeaba todavía más, y a su padre, el suyo aun más. Mi abuelo era una persona hosca, a la que le resultaba muy difícil hablar, solo gruñía. Una vez me acerqué a él, traté de acercarme y hablar, y cuando le pregunté por su infancia, le pregunté cómo lo trataban de chico, me dice: «Como un perro. Mi padre, en el campo, me daba palos en la espalda hasta que me desmayaba». Paradójicamente es el infractor, el violento, es el que más ha sufrido la violencia. De ahí la frase, tan oída, y a la vez tan sádica, que dice el adulto que golpea al hijo: «Esto me va a doler más a mí que a vos».
Es el infractor, el violento, es el que más ha sufrido la violencia
P.: Esta «tradición» que menciona también se manifiesta desde el judaísmo, presente desde el título. Además, el castigo tiene su paralelismo religioso en la expresión «aplicar la ley». ¿Qué impacto tiene el judaísmo en su novela y la presentación de la paternidad?
R.: En el libro hay una serie de fragmentos ensayísticos sobre el judaísmo a través de la reflexión sobre la Carta al padre de Kafka y la práctica del pilpul, una hermenéutica de los textos religiosos ya olvidada. Estos elementos heterogéneos establecen un pacto con la ficción. De otra manera, sin estos elementos, El hijo judío sería un texto confesional, en el que un escritor cuenta cómo se llevaba con su padre y ya está.
Dicho esto, el punto de acceso al judaísmo es Kafka y su Carta al padre, que es una carta personal redactada como una acusación legal para imponer al acusado, Hermann Kafka, la totalidad de las infracciones cometidas. Estas infracciones, para Fraz Kafka, se resumen en que su padre es como es. En un punto, y simplificando mucho, Kafka se limita a decir «mi padre no me entiende», que equivale a decir «no me quiere como soy» y que oculta también «no te quiero como vos sos». Yo, al releer la Carta al padre, libro con el que me identificaba plenamente cuando solo era hijo, y siendo ya padre yo mismo, entendí la limitación de su punto de vista. Franz Kafka nunca pudo entender a su vez, y también plenamente, a su propio padre, porque él mismo no fue padre.
En el transcurso de la lectura de la Carta al padre me encuentro además con la tradición judía del pilpul, y al investigar descubro que es un sistema de interlocución entre dos partes, de debate y defensa, propio de abogados, y propio también de la discusión sobre las Escrituras y la Palabra, que pone en cuestión la verdad de la palabra divina: pone a Dios en objeto de debate. La Carta al padre me parece la consagración y la condensación moderna de este procedimiento, como si el pilpul hubiera subsistido durante siglos para llegar hasta ese autor. Si uno lee bien a Kafka, encuentra a un talmudista que toma la religión como objeto de su narración y de la acusación y defensa de la relación con su padre.
P.: Kafka no es la única conexión del relato con la literatura. También hay una reflexión sobre la vocación y el oficio del escritor: «Pierdo la vida si no puedo escribir algo», o «sueño la literatura como un acto de reparación». ¿Por qué la vocación literaria en una novela sobre el padre?
R.: En términos de una interpretación muy elemental, porque el vínculo con mi padre ha sido siempre un vínculo de «lecto-escritura». De niño, el enigma era por qué me sentía rechazado por mi padre y cómo hacer para ganarme su afecto, leerle para comprenderlo y que me comprendiera. Descubrí que tenía aficiones insatisfechas con respecto a la arquitectura, la arqueología, la pintura y la escritura. No pudo dedicar su vida a ninguna de esas cosas. Teniendo un origen humilde, tuvo que arreglárselas y trabajar para ganarse la vida. De su frustración surgió una misma convicción para mí, que tenía que trabajar en algo para ganarme la vida. Por eso, cuando yo decidí que quería ser escritor, él solo veía a un inútil que solo sabía escribir. Esto vuelve a enlazar con Kafka, porque su padre no comprendió su vocación y lo obligó a estudiar Derecho.
Desde la edad adulta, sin embargo, entiendo estos desencuentros con mi padre como materia para la escritura. Kafka es impensable sin lo que aprendió siendo abogado. Uno de sus mejores textos, En la colonia penitenciaria, no se puede explicar si uno no sabe que Kafka era un abogado especialista en accidentes de trabajo y que escribió un manual para evitarlos. La materia misma del trabajo como escritor puede corresponder a oficios que no tienen que ver con la escritura, pero cuyos procesos pueden usarse en la escritura. Siempre les digo a mis alumnos que presten atención a los problemas y dificultades, porque el sufrimiento tiene estructura de relato. El sufrimiento proporciona la idea de intensidad y la evidencia del contraste, de los altibajos, de los encuentros y los desencuentros, porque pueden proporcionarles un modelo de funcionamiento para sus narrativas.
Si uno lee bien a Kafka, encuentra a un talmudista que toma la religión como objeto de su narración y de la acusación y defensa de la relación con su padre
P.: Quizá también del contraste entre la realidad y lo narrado, es decir, de lo que cree que sucedió y lo que realmente sucedió en la relación con su padre.
R.: Sí, imaginemos por un momento que tuviéramos un objeto mecánico cualquiera y que un escritor, incluso un escritor hiperobjetivista, lo describiera. Imaginemos que después le diéramos ese texto a una tercera persona que no ha visto el objeto para que lo leyera. La lectura de esa tercera persona y la reconstrucción ulterior del objeto, aunque la descripción fuera perfecta, resultarían distintas. Porque la percepción no es inmediata sino sucesiva, se forma con las parcialidades sucesivas del relato, cuyo «armado» no es unívoco. La escritura dice más y dice menos, no reconstruye el objeto original. Puede bordearlo, puede aludirlo, puede intuirlo. El objeto siempre queda incompleto y fragmentado, o «sobreagregado» y modificado. En ese abismo está el mayor interés de la literatura. La literatura siempre se parece más a la física cuántica que a las matemáticas elementales, la suma no funciona.
P.: Recuperemos la religión una vez más. En un momento concreto del relato presenta una cruz latina formada por las palabras «fuego» y «tierra». Me sorprendió este elemento, quizá esperando una estrella de David, más próxima a la cultura judía que enmarca la historia.
R.: Ni siquiera pensé en hacer una estrella de David. En un libro anterior, Las mujeres que amé, hago una pequeña reflexión literaria sobre las relaciones entre judaísmo y cristianismo. Para mí, el sacrificio de Isaac, que es algo que Jehová le pide a Abraham como una prueba, solo para ver si este lo ama más que a su propio hijo, en el Nuevo Testamento se convierte en una escatología incomprensible, donde Dios sacrifica a su propio Hijo, a la vez divino y humano, en un silencio abismal, y no se sabe bien por qué, ni para rescatar a la humanidad de qué. Por eso puse la cruz, para cruzar ambas prácticas y aumentar el misterio.
Cuando sucedió el accidente cerebral de mi padre y yo me la pasaba hablando de todas las dificultades que tenía que afrontar para su cuidado, mi psicoanalista de entonces me dijo: «No te sacrifiques». Pero mi hermana y yo decidimos sacrificarnos como buenos hijos cristianos. Nos sacrificamos más de lo que la gente hubiera esperado. No quisimos llevarlo a un geriátrico, quisimos cuidarlo nosotros, tenerlo con nosotros. Un gerontólogo al que vimos, nos dijo: «Este proceso no tiene retorno, y suele ocurrir que en su transcurso los hijos mueran antes que los padres cuidándolos». Esto es el sacrificio en la cruz del hijo.
La escritura dice más y dice menos, no reconstruye el objeto original. En ese abismo está el mayor interés de la literatura
P.: Hemos hablado de una novela que llega ahora a España a través de De Conatus, pero que en realidad vio la luz hace dos años. ¿Ha seguido evolucionando su visión acerca del padre?
R.: La clave para entender El hijo judío es que la comprensión de las relaciones paternofiliales cambia con el tiempo. Cambian para el que las vive, y cambian para el lector, habilitando diferentes niveles de lectura. No es un libro que haya abandonado. Es más, a veces pienso en añadir cosas. Aunque en cuanto a su escritura, lo dejo así.
Fernando Bonete & Hilda García
Silvia Bardelás y Beatriz González son las fundadoras de De Conatus, editorial que en febrero de 2021 cumplirá tres años de vida. En este sello independiente, el libro no es un entretenimiento, sino una obra de arte que aumenta la conciencia del lector sobre el mundo y sobre sí mismo.
Esta semana, en nuestra Revista de libros, dos novelas: “Vivir abajo” de Gustavo Faverón, y “Fuiste el rey” de Fernando Ariza.