Juan Orellana | 29 de enero de 2020
Krzysztof Zanussi presenta en España su película «Éter». Entrevistamos al director polaco para conocer más detalles sobre la cinta y la profundidad de su filmografía.
Krzysztof Zanussi presenta en España su última película, Éter, en la que profundiza en los límites de la ciencia y la esencia del ser humano. El director polaco atesora una intensa carrera en la que nunca ha perdido de vista la dimensión espiritual del hombre. Hablamos con él de este estreno y de su filmografía.
Juan Orellana: ¿Qué buscaba contar con Éter?
Krzysztof Zanussi: En esta película yo buscaba un relato en el que se viese primero el orden natural y mundano, y después se hiciera una revisión sobrenatural. En el primer nivel aparentemente todo está claro. Pero en realidad lo que hemos visto ha sido un milagro; un milagro escondido, como por otra parte, ocurre siempre en la vida, en la que misteriosamente hay una Presencia de la Inteligencia superior.
J.O.: ¿Cómo se planteó la escritura del guion?
K.Z.: Al hacer un guion siempre parto de un elemento detonador, un pequeño elemento que hace cristalizar el resto del relato en torno a este. Incluso esa pequeña idea puedo luego no ponerla tal cual en el filme. En esta ocasión, lo que me provocó como detonador fue una escena que tenía en la cabeza aparentemente muy poco significativa. Me refiero al diálogo, al final del filme, entre el Demonio y el condenado, en el que este lo interroga: “¿Y ahora qué va a pasar?”, y el Demonio le responde: “Será mejor que no preguntes”. El nivel de lo evidente y el nivel del Misterio.
También me interesaba indagar en algunas cuestiones particulares. Por ejemplo, en la escena de la profanación de la hostia. ¿Por qué la gente profana la hostia en tantos sitios? ¿Qué razón profunda hay para elijan ese tipo de humillación? O, por ejemplo, el paralelismo que vemos en la escena del exorcismo entre la acción del sacerdote y la del médico: ambos interrumpen la posesión, pero se mueven en niveles muy diferentes, cuyas medidas son radicalmente distintas. Por cierto, que en esa escena el sacerdote es mi amigo el actor Remo Girone, al que hemos visto recientemente en Le Mans ‘66, en el papel de Enzo Ferrari, y que ha querido hacer un cameo por amistad.
J.O.: ¿Desde el principio concibió dividir la película en dos?
K.Z.: Sí, aunque en la realización tuve que comprimir mucho la segunda parte, que era más larga. Fue difícil dar con las proporciones justas, porque es una fórmula narrativa inusual, y no he podido echar mano de ejemplos de otros filmes.
J.O.: En Éter presenta a un científico materialista que no tiene escrúpulos en manipular a las personas, incluso para violarlas. El materialismo ha presidido el mundo durante todo el siglo XX. ¿Qué características cree que tiene su versión posmoderna en el siglo XXI?
K.Z.: En realidad, el siglo del materialismo triunfante fue el XIX. Un siglo que acaba realmente en la Gran Guerra. Por eso mi película termina justo ahí. El XX es ya un siglo posmoderno. Y el siglo XXI es el inicio de algo nuevo, que aún no sabemos lo que es. Pero la visión del mundo ya ha cambiado, y tendremos que transformar todo. Quiero llamar la atención sobre una cuestión que me interesa profundamente, y es el cambio de la física moderna. La nueva física propone una visión de la realidad contraria a la de la física clásica, en la que todo era claro, definitivo, todos los procesos tenían una cierta inevitabilidad. El mecanismo del mundo funcionaba de forma determinista.
Hoy todo eso forma parte del pasado. La física moderna habla en cambio de las posibilidades nuevas, de una realidad distinta de la que percibimos por los sentidos, nos hace caer en la cuenta de que nuestra percepción del tiempo no es objetiva, sino limitada a nuestra condición de hombres. Es fascinante. Es el tiempo de la probabilidad, de la indeterminación. En la probabilidad hay espacio para el Misterio, para Dios, algo que no se daba en el periodo anterior. Pero, desgraciadamente, la opinión pública no conoce estas cosas. La opinión pública vive aún en el siglo XIX, instalada en las falsas certezas que tienen horror al Misterio, a lo desconocido. Un siglo de gran soberbia, el tiempo de la Razón. Yo tengo un gran respeto a la razón, pero entendida como aquello que abarca otras medidas de conocimiento.
J.O.: Su visión de la ciencia actual es positiva, pero no su valoración global de la sociedad de hoy.
K.Z.: Ciertamente, porque hay un retraso. Pero es natural. Los hallazgos de Copérnico tardaron casi tres siglos en ser incorporados a la visión del mundo de la gente. En ese sentido, tengo la esperanza de que en el futuro la sociedad dé un interesante paso adelante: liberarse del determinismo presente en las ciencias humanas, como la sociología o psicología, que siguen afirmando que estamos completamente condicionados, y que en realidad no tenemos libertad. En la física moderna, hasta las partículas tiene libertad, y no “saben” dónde ir, si a la derecha o a la izquierda, por decirlo de algún modo. Esto para mí es apasionante.
Al hacer un guion siempre parto de un elemento detonador, un pequeño elemento que hace cristalizar el resto del relato en torno a esteKrzysztof Zanussi
J.O.: Su cine recuerda al de Rossellini, en el sentido de que no quiere manipular sentimentalmente al espectador, no quiere condicionar sus sentimientos por medio de recursos dramáticos muy emocionales. Su cine se dirige sobre todo a la razón. Pero hoy en el audiovisual se ha impuesto el sentimentalismo.
K.Z.: Este sentimentalismo del que hablas se ha convertido en otro fenómeno muy peligroso para la humanidad: el infantilismo. Todos quiere ser niños. Es algo contrario a la naturaleza. Yo tengo diez perros pequeños. Y todos quieren madurar, porque madurar significa independencia, seguridad. Pero la gente que vive en la Europa occidental, desarrollada, que lleva setenta años sin guerras, ni epidemias, sin calamidades… se ha hecho la ilusión de poder permanecer siendo niños. Y votar como niños, que es la clave del éxito de los populistas: el voto de los niños caprichosos e irresponsables. Para mí este es un enorme peligro de nuestro tiempo: falta de responsabilidad y falta de imaginación para entender que el peligro existe siempre, que el hombre mismo es el principal peligro, que somos corrompibles cada día… que la política no nos hace inocentes.
Hoy hablamos del cambio climático, por ejemplo, que es muy importante, pero en cambio nuestra relación con el mundo consiste en consumir, consumir más y más. No podemos hablar del desarrollo, del crecimiento, y también de la ecología. Frenar el crecimiento nos llevará a construir una nueva sociedad, que por cierto ya existió antes. Por ejemplo, el antiguo Egipto existió cuatro mil años, ¡sin crecimiento! Esto fue posible hasta el Medioevo. El crecimiento no era un factor importante. El abuelo y el nieto llevaban la misma vida. Hoy, por el contrario, pensamos que el crecimiento es una necesidad absoluta. Y no es verdad. Podemos vivir sin consumir más y más. Vivir exactamente igual que nuestros abuelos. Podemos buscar otro espacio de crecimiento, que sea espiritual y no material.
J.O.: Ese crecimiento espiritual está presente en todas sus películas, incluso en Éter. Y en muchas de ellas el personaje experimenta la salvación de su alma in extremis, en la última escena, incluso en el último plano, como en su filme Maximilian Kolbe (1991). Una salvación que siempre viene de fuera. Pero hoy están de moda los manuales de autoayuda, la autosalvación.
K.Z.: Estas modas son muy superficiales, porque la experiencia de la dureza de la vida no confirma esas ilusiones. El concepto de “salvarse a sí mismo” es para la tradición cristiana un concepto herético, el pelagianismo. Hemos perdido la dimensión “mágica” de la experiencia religiosa. Me explico. Me refiero a la idea de desproporción. En la salvación no hay proporciones simétricas. Una persona puede pensar que lo más importante que ha ocurrido en su vida es ganar el Óscar o el Nobel, y que ello sin embargo sea insignificante en el cálculo real de su vida, para la cual a lo mejor lo más decisivo puede ser un pequeño gesto. En la perspectiva de Dios, la proporción entre hechos y consecuencias no es la misma que para nosotros. Las cosas pequeñas pueden ser mucho más significativas que las aparentemente grandes. Voy a contar un cuento ruso. Un hombre vulgar y anodino muere y llega al Cielo. En la puerta del Paraíso está san Pedro, que comprueba su lista y lo deja entrar. El hombre se queda parado y le dice: “Pero ¿por qué? Mi vida ha sido gris e inútil, incluso estúpida”. San Pedro revisa sus papeles y le dice: “¿Sabes? Hace cuarenta años, en un albergue, mientras cenabas, se te acercó una muchacha y te pidió la sal, y tú se la diste. Esto es todo”. Este cuento es un golpe a nuestra soberbia. Es la misma historia que La leyenda del Santo bebedor. Y son las mismas fuentes orientales, de la tradición ortodoxa, tan a menudo inspiradora.
J.O.: En Éter el mal se representa como un hombre elegante y sofisticado, y el bien lo encarna una mujer “descartada” y pobre.
K.Z.: La pobreza verdadera es la pobreza del alma. Los avances de los últimos siglos han hecho disminuir sensiblemente la pobreza material, aunque falta muchísimo por hacer. El Papa tiene razón cuando habla también del escándalo de la pobreza material y de la urgencia por compartir. Pero la pobreza del alma va más allá de la material. Ha subido el nivel de vida medio y, sin embargo, se ha incrementado enormemente el número de suicidios entre la gente bien situada. Y es muy preocupante que tantos millones de africanos, a través de lo que pueden ver en su móvil, la publicidad, deseen venir a Occidente para participar de nuestra sociedad de consumo. La sociedad de consumo no los va a salvar. Todo el mundo habla de ecología, pero no hay ecología sin sacrificio. Sin sacrificio no podemos salvar este planeta, ni en sentido material ni en sentido social. Afrontar el problema de la contaminación por un lado, y de los movimientos migratorios por otro, requiere sacrificio, una seria autolimitación, y de no hacerlo vendrá una nueva revolución, y eso siempre será lamentable.
J.O.: Y en ese sentido, ¿cómo ve el cine europeo? Hay mucho cine social de raíz marxista, como el de Ken Loach o Robert Guediguian.
K.Z.: En el cine europeo no veo corrientes o escuelas, sino islas separadas. Por referirme a tus ejemplos, las sugerencias positivas de Ken Loach me parecen muy naíf, muy superficiales. Hacer crítica de la sociedad actual es muy fácil, todos conocemos las debilidades de nuestra civilización. Hay pocas propuestas interesantes. Por el contrario, el ruso Andrey Zvyagintsev (El regreso, Leviatán, Sin amor…) me parece muy importante en sus propuestas y reflexiones sobre el amor, y me parece más interesante que la crítica social, justa pero algo paralizada. En el cine americano me ha llamado mucho la atención Terrence Malick, pero especialmente Silencio, de Scorsese, una grandísima película que afronta cuestiones decisivas y de hondo calado.
J.O.: ¿Reconoce un recorrido ideológico en su filmografía?
K.Z.: No quiero ni pensarlo. Eso que lo estudien otros. Para un director es peligroso ser demasiado consciente de ello. Sigo a mis viejos colegas, que me decían: “Si eres plenamente consciente de lo que estás haciendo con tu cine, mejor no hacerlo”. Y es que hablamos de un aspecto misterioso de la creación artística. Lo que hago debe ser una sorpresa para mí mismo. Sucede que los personajes de mis guiones dicen cosas que no me gustan, que no las pienso, toman decisiones contrarias a las que yo deseo. Pero sigo un instinto que me dice: “Esta es la verdad”. Yo hice una película, El año del sol tranquilo, que ganó el León de Oro en el festival de Venecia de 1984, cuya decisión final de la protagonista es para mí una decisión trágica, a la que yo soy completamente contrario. Hubiera querido ver un final positivo, en el que Emilia se marcha a América y encuentra el amor. Pero no hubiera sido un final veraz.
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