Eugénie Bastié | 30 de abril de 2020
Esta entrevista de Eugenié Bastié a Pierre Manent fue publicada originalmente en Le Figaro
Pregunta: La crisis que estamos viviendo parece indicar un retorno del Estado, después de décadas de teorizar sobre su repliegue. «Debemos reconstruir nuestra soberanía nacional y europea», ha admitido incluso el presidente Emmanuel Macron. ¿Estamos ante el gran retorno a la idea de nación?
Respuesta: Mientras esperamos el «día después», observamos el regreso de los rasgos menos simpáticos de nuestro Estado. En nombre de la emergencia sanitaria, se ha instituido de hecho un estado de excepción. En virtud de este estado, se ha tomado la medida más primitiva y brutal: el confinamiento general bajo vigilancia policial. La rapidez, la exhaustividad e incluso la alegría con que se puso en marcha el aparato represivo contrasta con la lentitud, la falta de preparación y la indecisión de la política sanitaria, ya sea en lo que respecta a las mascarillas, a las pruebas o a los posibles tratamientos. Multas exorbitantes golpean cualquier desviación inocente o leve. Está prohibido salir de casa sin pasaporte, pero el restablecimiento de las fronteras nacionales sigue siendo considerado un pecado mortal. No creo que la crisis esté rehabilitando este Estado.
En cuanto a la nación, ha sido abandonada, desacreditada, deslegitimada durante dos generaciones, al igual que ha sido abandonada, desacreditada y deslegitimada cualquier idea de política industrial. Hemos abandonado la idea misma de independencia nacional. ¡Ah, no ser más que un suave y flexible nudo en el comercio mundial! Oh, sobre todo, ¡nunca desacelerar los flujos! Estamos descubriendo que dependemos de China para casi todo lo que necesitamos… ¡Pero es que nos hemos organizado para ser así de dependientes! ¡Lo hemos querido! ¿Creéis que cuando salgamos exhaustos de la destrucción económica causada por la crisis sanitaria habrá muchos voluntarios para remontar la pendiente por la que venimos descendiendo desde hace cuarenta años?
Pregunta: La relación entre «el sabio y el político», fundadora de la modernidad política, está siendo profundamente sacudida en esta crisis. Parece que el responsable político está tentado de esconderse detrás del conocimiento científico y, al mismo tiempo, tan pronto como se libera de él, se encuentra criticado por la opinión pública. ¿Cómo se puede analizar esta situación? ¿Es el triunfo del dictamen de los expertos sobre la toma de decisiones políticas, o el retorno de la política pura en un contexto de incertidumbre?
Respuesta: En cuanto a los científicos, hay que distinguir. Hemos conocido, valorado y en muchas ocasiones admirado a nuestros médicos, cuidadores e investigadores. Ese es el consuelo de esta siniestra primavera. También hemos descubierto la política de la ciencia, que no es más inocente que la otra. El conocimiento no inmuniza del deseo de poder. En cualquier caso, son los políticos los que deciden, porque ellos están a cargo del todo, les corresponde a ellos tener en cuenta todos los parámetros y considerar todas las consecuencias de sus acciones. ¡La política es la ciencia reina!
P: ¿Cómo valora la respuesta de la Unión Europea a esta crisis? Y más en general, ¿es una muestra de la debilidad de Occidente?
R: Tanto la Unión Europea como las naciones que la componen son igualmente débiles. La Unión está en su fase final. Puede seguir renqueando en su configuración actual o desmoronarse. El orden europeo se basa en la hegemonía alemana, una hegemonía que es aceptada e incluso apreciada por el resto de Europa. Alemania se encuentra en la situación más estable y favorable en la que jamás se ha encontrado. Domina por su propio peso, no necesita moverse de donde está, o mejor dicho, necesita no moverse. Esto es lo que no ha entendido el presidente Macron, que agota a los alemanes con sus incesantes demandas de iniciativas comunes.
Europa ha despertado de sus fantasías. No nos espera ninguna aventura europea. Cada nación ha descubierto el carácter definitivo de su ser colectivo. Liberados del frustrante sueño de «más Europa», podemos redescubrir un cierto afecto por lo que somos, tratar de fortalecernos desde nuestro ser nacional, desarrollar pacientemente nuestros propios recursos, ya sean económicos, militares, morales o espirituales. Este deseo de redescubrirnos y de fortalecernos solo será saludable si va acompañado de una conciencia lúcida de nuestra debilidad real, de la debilidad en la que nos hemos deslizado.
P: ¿Le sorprende la docilidad con la que nuestras democracias liberales han aceptado suspender la mayoría de las libertades? ¿No es esto una señal de que el reinado absoluto de los «derechos» sigue siendo frágil ante la urgencia de la preservación biológica?
R: Nadie discute que la pandemia es una emergencia y que, con la urgencia de la situación, se necesitan algunas medidas inusuales. Pero la fragilidad de la salud humana constituye una especie de emergencia permanente que puede proporcionar al Estado una justificación permanente para un estado de excepción permanente. Ya no vemos al Estado como solamente el protector de nuestros derechos; desde ahora, siendo la vida el primero de nuestros derechos, queda inaugurada una autopista a la inquisición del Estado.
Dicho esto, en realidad hace mucho tiempo que nos hemos puesto en manos del Estado, dándole la soberanía sobre nuestras vidas. Esta tendencia que viene de lejos ha dado un giro brusco en estos momentos. La espontaneidad del discurso social ha sido sometida a una especie de censura previa, que ha excluido virtualmente del debate legítimo la mayoría de las cuestiones importantes de nuestra vida común, o incluso personal. Ya se trate de la cuestión migratoria o de la relación entre los sexos, y en general de las llamadas cuestiones sociales, una ideología común a la sociedad y al Estado dicta lo permisible y lo prohibido, que es lo mismo que lo honesto y lo deshonesto, lo noble y lo vil. En resumen. hemos interiorizado perfectamente un código sobre lo que se puede decir y expresar en público. Hasta el punto de que resulta sospechosa la más mínima resistencia.
Así hemos abandonado silenciosamente un régimen democrático y liberal informado y animado por proyectos colectivos rivales, que ponían ante nuestros ojos grandes cosas por hacer, acciones comunes por realizar, buenas o malas, juiciosas o ruinosas, pero que justificaban que uno se opusiera a ellas, que hubiera vigorosas discusiones, que las grandes cuestiones alimentaran grandes desacuerdos. Esos tiempos felices se han marchado. El mundo se ha llenado de víctimas que, con voz quejumbrosa y amenazante, dicen que están dolidas por todo ese ruido, ven en las normas gramaticales sobre el género del adjetivo como una ofensa a todas las mujeres, y en una palabrota de patio de colegio un insulto homofóbico. ¿Qué opondremos ahora al Estado guardián de derechos cuando le hemos suplicado que venga a la cabecera de nuestra intimidad incesantemente herida?
P: ¿Cree que los fundamentos mismos del liberalismo se han visto afectados por esta crisis? ¿Se recuperará?
R: Lo que se ha visto afectado son los fundamentos de la globalización llamada liberal, la competencia de todos contra todos, la idea de que el orden humano sería de ahora en adelante el resultado de la regulación impersonal de los flujos. Esta ideología ha usado ciertos temas liberales, pero el liberalismo es otra cosa que es importante preservar. Un régimen liberal organiza la competencia pacífica para definir y aplicar reglas de vida común, y distingue rigurosamente entre lo que es una cuestión de mando político y lo que es una cuestión de libertad empresarial en el sentido más amplio del término, que incluye en particular la libre comunicación de las influencias morales, sociales, intelectuales y religiosas. El punto decisivo es que el régimen liberal presupone el marco nacional; nunca ha habido un régimen liberal fuera de un marco nacional.
En los últimos tiempos, nuestro régimen ha experimentado una corrupción que ha afectado a todas las clases: a los ricos, porque ha favorecido la finanza y la renta, particularmente inmobiliaria, y alentado a la alta tecnoestructura a alejarse de la nación, a veces hasta el punto de perder el sentido del bien común; y a los pobres y los modestos, porque ha desalentado el trabajo con prestaciones sociales indiscriminadas. Las funciones llamadas soberanas – ejército, seguridad, justicia – han sido privadas de recursos. Por lo tanto, o bien reasignamos recursos a las funciones soberanas y a la remuneración del trabajo, o bien nos inmovilizaremos cada vez más en la administración por parte del Estado de recursos cada vez más escasos, mientras continúa nuestra erosión política y moral.
P: Aunque se está haciendo todo lo posible por salvar la vida de los más frágiles, los ritos elementales que acompañaban los últimos momentos de la vida se han reducido o incluso suprimido. ¿Qué dice esta crisis sobre la muerte de nuestras sociedades modernas?
R: El Gobierno se ha creído autorizado por las circunstancias a prohibir, o a casi prohibir, el último rito al que todavía estamos vinculados, el que acompaña a la muerte. A pesar de una tendencia muy general entre nosotros a hacer la muerte invisible, esta medida suscita tristeza, consternación y desaprobación. Todo el mundo entiende que los rituales pueden realizarse y mantenerse en sus rasgos esenciales, sin mayor riesgo para los participantes que el que corren diariamente los repartidores o cajeros, por no hablar de los cuidadores.
Esta brutal eliminación de la muerte es inseparable de la eliminación de la religión: ¿no ha notado que, en la larga lista de razones que permite la salida del domicilio, no se han olvidado las «necesidades de los animales domésticos», pero que no se prevé que deseemos ir a un lugar de culto? Esto merece ser pensado. Los que nos gobiernan son personas honorables que están haciendo lo mejor que pueden para superar una grave crisis. Sin embargo, no han percibido el enorme e inaceptable abuso de poder que implican algunas de sus decisiones. ¿Cómo es esto posible?
Reproducimos un artículo de Denis Sureau publicado en la revista mensual «La Nef».
Traducimos este artículo de Chad C. Pecknold que analiza la crisis del coronavirus a través del libro «Creación y pecado» del cardenal Joseph Ratzinger.