Carmen Sánchez Maillo | 08 de julio de 2019
La resolución de una juez británica de obligar a una mujer discapacitada a abortar es fruto del fanatismo intransigente de quien cree que puede decidir sobre la vida de otros.
Un nuevo capítulo de la historia de la infamia de Occidente se ha escrito con la polémica decisión de una juez británica, Nathalie Lieven, de obligar a una mujer discapacitada a abortar. Afortunadamente, el tribunal de apelación británico que ha revisado la decisión la ha dejado sin efecto, pero parece necesario dar la mayor publicidad posible a esta tristísima historia que, de momento, tiene un desenlace incierto.
La decisión de la magistrada Nathalie Lieven y los razonamientos utilizados merecen ser conocidos y comentados, con la convicción segura de que dar a luz (nunca mejor dicho) casos como este puede ayudar al advenimiento de una vacuna colectiva ante este modo jurídico y médico de razonar y actuar.
Siguiendo la noticia que The Guardian del pasado 24 de junio, la juez Nathalie Lieven reconoce que la decisión de obligar a abortar es “descorazonadora” y que un Estado tome una decisión como esta es una “inmensa intrusión”, pero entiende la juez que dicha decisión se toma en “mejor interés” y aprecia que la discapacitada apenas puede distinguir entre el bebé que viene y una muñeca, y sobre la base de estos fundamentos la juez mencionada ordenaba la “terminación” del embarazo.
La decisión de obligar a abortar es “descorazonadora” y que un Estado tome una decisión como esta es una ‘inmensa intrusión’
Previa a esta decisión judicial, el sistema de salud británico (NHS) había aconsejado esta “solución”, en virtud del consejo de dos psiquiatras y un especialista en obstetricia, alegando que era lo mejor para la salud psíquica de la embarazada. Es de justicia señalar que el trabajador social que asistía a la embarazada, la persona que tenía un contacto más directo e inmediato con ella, apoyó la decisión de tener el hijo.
La dimensión de esta barbaridad genera la tentación de plantearse si esta aberración jurídica es producto exclusivo de una sociedad como la británica, pero resulta poco realista y honesto no reconocer que los razonamientos hechos por la juez Lieven y los médicos del NHS podrían ser suscritos por muchos jueces y médicos de toda Europa, amén de una gran parte de su clase política. Lamentablemente, esta mentalidad y los instrumentos jurídicos que pueden hacer posible esta decisión están sólidamente instalados en Europa.
Lo cierto es que los católicos ingleses han sido los que han planteado con más fuerza una noble impugnación a este crimen, que tiene el agravante de una brutal condescendencia con la condición y dignidad de esa madre, la soberbia descarnada de quien se cree en posesión absoluta de la verdad y el fanatismo intransigente con la realidad de quien, parapetado en la ley, cree que puede decidir sobre la vida de otros por el bien de estos. Muchos piensan que esta mentalidad no es reversible, ni hay posibilidad de diálogo alguno, pues la razón ha dejado de ser un instrumento de conexión entre los hombres.
La cultura de la muerte de los jueces y médicos opera al margen de las evidentes verdades que son la fuente de la vida: dignidad, amor y libertad
Me resisto a creerlo, pero puede ser que sea así y aun así me pregunto si es posible que la juez Lieven y esos médicos del NHS no acusen el impacto del testimonio vivo de un hijo de una discapacitada que impugna esta decisión. Harold Braswell, profesor de ética médica de la Universidad de Saint Louis, cuenta su caso personal, que parte de esta misma premisa: su madre era discapacitada y lo tuvo.
Cada palabra de su artículo, cada adjetivo usado, cada juicio emitido del mismo es una gigantesca impugnación, doliente y verdadera, de la cultura de la muerte que habla por boca de esos jueces y médicos que operan al margen de las sencillas y evidentes verdades que son la fuente de la vida: dignidad, amor y libertad. Ojalá esa madre pueda llevar a adelante su embarazo, ojalá ese ser que está en camino nazca y su nacimiento traiga una ráfaga de esperanza cierta de que la vida, real y dolorosa, acaba por vencer al pesimismo soberbio de los “ilustrados”.
La espiral del silencio abortista que rige en Europa ya se ha roto en Estados Unidos.