José María Contreras Espuny | 12 de marzo de 2020
Hace ahora siete meses que supimos que Matilde volvía a estar embarazada. Creí entonces que al tratarse del tercero sería un embarazo menos paranoico… Me equivoqué.
El artículo que usted lee no sería tal y como usted lo lee si el cumpleaños de mi tía Angelines no se hubiera celebrado en aquel cortijo. Aunque, bien pensado, habría que remontarse aún más, porque estas palabras no serían estas palabras si mi hijo Manuel, hace dos años, en el vientre de su madre, entre todos los genes que se le ofrecían, no hubiera escogido los más pendencieros; aquellos que, en un momento dado de la fiesta, le aconsejaron embestir con la bici una estufa de gas encendida. Hizo falta entonces que Matilde lo viera, le pareciera inconveniente y me pidiera que lo sacara a la puerta. Ella, en mal momento, decidió acompañarnos.
Con todo, no bastó lo anterior porque, para que yo ande ensamblando estas frases y no otras, fue preciso que, sin saberlo nosotros, la cadena que sujetaba a Atila –un mastín que de tigre tiene las rayas y el tamaño– estuviera a punto de ceder a causa de un mosquetón mal cerrado semanas atrás. También ignorábamos que uno de los invitados tenía preparada una sorpresa en forma de fuegos artificiales. Nada hubiera ocurrido de todos modos si mi sobrina Sofía no hubiera estado, como nosotros, en el banco de la puerta. Y era imprescindible que estuviera allí porque, con el primer petardazo de los fuegos, se asustó y empezó a llorar.
Fue igualmente necesario que Dios creara a mi mujer con una perniciosa deriva hacia la compasión que, en ese momento y pese a su embarazo, la empujó a coger a Sofía para consolarla; con ello, y sin que nadie reparara entonces, se colocaba en la trayectoria que iba a tomar el mastín en cuanto el mosquetón cediera del todo. Supongo que ahí entró en juego la ley que obliga a las tostadas a caer por el lado de la mantequilla, pues mi mujer aterrizó, a plomo, sobre su barriga de siete meses.
Así pues, hace ahora siete meses que supimos que Matilde volvía a estar embarazada. Creí entonces que al tratarse del tercero sería un embarazo menos paranoico y que, procreadores curtidos y por tanto descreídos, sortearíamos el sinfín de supersticiones médicas que abruman esa etapa. Me equivoqué, empezando por el queso incivilizado que otros llaman sin pasteurizar. Y ha sido difícil; en parte, porque a Matilde, mientras menos pasteurizado esté, más le gusta el queso, y en parte porque yo no soporto llegar a un sitio y pedir el currículum de cada uno de los ingredientes. Pese a todo, hemos resistido la tentación, porque cada vez que estaba a pique de coger una cuña de queso silvestre, nos decíamos: “Si pasa algo, sabremos que fue por esto”. Y así no hay quien se atreva. Es el principio de mi hermana Julia, que dejó de fumar no por la futura enfermedad en sí, sino por el cargo de conciencia que le produciría la enfermedad producida por el tabaco.
Sin embargo, a pesar de no haber cometido ninguna negligencia durante los siete meses, ahora nos veíamos camino de urgencias por pura fatalidad. “Siento presión”, aseguraba Matilde posando sobre la barriga una mano amoratada por el golpe. Tuvimos suerte al aparcar. También con los papeles y la espera. No habían pasado diez minutos, cuando estábamos en el pasillo de ginecología. Allí, verborreico por la media borrachera, narré el percance y, aunque tenía el propósito de no recurrir a la onomatopeya –tan torpe, tan poco literaria–, acabé con un “boom… plaf, ¡con toda la barriga!”.
Me alarmó que, en contra de lo que suele ser habitual en quienes tratan a los estropiciados, la matrona dejara traslucir cierta alarma y pidiera con prisas una camilla. “Tiene buen pulso la niña”, aseguró en cuanto le aplicó un aparato. Pero no duró el alivio porque, acto seguido, añadió: “Eso sí, está un poco mal colocada: tumbada sobre la pelvis”. Matilde giró la cabeza y me lanzó la tan conyugal mirada de te-lo-dije.
Entre la madre y la criatura hay una conexión intuitiva que yo, fecundador puntual, ignoro por completo
Todo viene por una obsesión que la martiriza desde la cesárea del primero. En cuanto la niña abultó un poco, empezó la madre: “Está mal colocada”, y me obligaba a palpar las variables durezas de su barriga. “No creo –respondía yo para tranquilizar–; seguro que está bien”. Pero la cantinela se repetía un día y otro y otro… Hasta que una tarde, al quejarse de nuevo, bufé: “Pues no sé; puede que esté bien y puede que esté mal; puede incluso que esté arrugada en forma de clave de sol, quién sabe”. Al parecer, error imperdonable. Matilde se mosqueó y me dijo que era un egoísta insensible, lo cual es verdad de parte a parte, pero –estarán conmigo– no implicaba que hubiera dicho una mentira. “Pese a la tecnología, el embarazo es por definición opaco”, argumentaba sin que disminuyera su cabreo. Así, al decir la matrona que efectivamente estaba mal colocada, no digo que mi mujer se alegrara, pero casi.
No chisté y dejé que la mirada de te-lo-dije me alcanzara de lleno. Qué lamentable marido era yo. Pero podía mejorar, así que asumí, contrito, que ella tenía razón y que entre la madre y la criatura hay una conexión intuitiva que yo, fecundador puntual, ignoro por completo. Además, según iba constatando el monitor con sus pitidos, la niña estaba bien, a Dios gracias. Para asegurarnos del todo, llegó la ginecóloga y nos condujo a una sala con ecógrafo. Me dejaron al otro lado de la cortina y fui escuchando: “Bien… no se ven señales de traumatismo… tampoco derrame… todo correcto… está en posición cefálica…”. “¿Cómo que cefálica? –saltó Matilde– La matrona ha dicho…”. “Sí –aclaró la ginecóloga mientras yo afilaba presurosamente la mirada–, que está de cabeza… bien colocada, vaya”. Aunque luego Matilde me lo confirmó, noté perfectamente cómo mi mirada de te-lo-dije atravesaba la cortina; habría atravesado un bloque de mármol, un muro de granito, habría cruzado abismos…
Al descenso de la natalidad hay que sumar los serios problemas para conciliar la vida familiar con la laboral.