Javier Rodríguez | 12 de agosto de 2019
La protección del matrimonio no implica prohibir otros modelos de convivencia que aportan bienes a todos, respetando siempre la libertad individual.
El foco de la protección se ha movido de los hijos a los adultos.
La mayoría de las corrientes ideológicas en boga, bajo la apariencia de novedad y revolución, esconden los mismos viejos postulados que, llevados a la práctica, han fracasado una y otra vez. Ya G. K. Chesterton decía que “para corromper a un individuo basta con enseñarle a llamar «derechos» a sus anhelos personales y «abusos» a los derechos de los demás”, práctica generalizada en nuestra sociedad de hoy.
La injerencia de los poderes públicos en la esfera íntima y personal de los ciudadanos es propia de los regímenes más totalitarios, hoy justificada con la excusa de lograr un nuevo orden social adjetivado con todos los “istas” (“progresista”, “feminista”, “europeísta”, etc.) que, supuestamente, sean eficaces en la lucha contra una sociedad necesitada de cambios de estructura mental.
Así, una suerte de pensamiento único, exclusivo y excluyente, se va imponiendo de arriba abajo, destruyendo espacios de libertad personal en nombre de la libertad, manipulando el lenguaje para identificar términos que definen realidades comúnmente percibidas como positivas con significados vacíos y moldeables según el emisor.
El matrimonio es uno de esos términos. Cuando una palabra abarca infinidad de realidades distintas, ya no significa nada. Pero no es un debate meramente terminológico, lo cual tendría una solución tan fácil como inventar una nueva palabra para cada realidad particular. Se trata de la razón de ser de una institución. Del qué, el porqué y el para qué de cada bien jurídico a legislar, a proteger, a promover.
‘Para corromper a un individuo basta con enseñarle a llamar «derechos» a sus anhelos personales y «abusos» a los derechos de los demás’G. K. Chesterton, escritor británico
Quizá nos hayamos acostumbrado a que argumenten ese vacío concepto actual de matrimonio con el “derecho a amar libremente” (anhelo personal corrompido, que diría Chesterton). Pero la realidad es que al legislador ni le importa ni le debe importar el amor. No es el amor el bien jurídico a proteger de la institución del matrimonio. Lo contrario sería -es- un asalto intolerable a nuestra intimidad y libertad.
Es el mismo error el que cometería una ley sobre la amistad, por ejemplo. Son realidades buenas en sí mismas, deseables, pero desde luego no son asuntos de la esfera pública, no conciernen a ningún Gobierno (no totalitarista) de ninguna nación.
Lo que sí concierne a cualquier Gobierno no totalitarista es garantizar las libertades de los ciudadanos para que estos se organicen la vida de la manera que consideren oportuna, sin que sean discriminados ni perjudicados por ello.
Modelos de convivencia hay tantos como uno pueda imaginarse, pues los criterios de clasificación son infinitos. Muchos de ellos aportan bienes al conjunto de la sociedad, por lo que sí interesa dotarlos de cierta protección jurídica específica, no por el cariño entre los que conviven, sino, insisto, por esos bienes que aportan.
Una de esas formas de convivencia que los seres humanos escogían para organizarse la vida, de forma prejurídica y ajena al derecho, consistía en la unión entre una mujer y un hombre que se comprometían a tener un proyecto de vida en común. De esa unión se evidenciaba que había, por lo general, unas consecuencias concretas que se daban de forma mucho más patente que en el resto de modelos de convivencia: los hijos.
Y no solo era el surgimiento de nuevas vidas lo que interesaba proteger de manera específica, sino el entorno que lo propiciaba, un entorno idóneo para su crianza, educación y desarrollo hasta que esas personas fuesen autónomas e independientes. Esa realidad, pues, aportaba un valor diferencial y positivo para toda la sociedad, y solo eso fue lo que ya llevó a dotarla de una regulación singular en el primer conjunto de leyes conocido en la historia de la humanidad: el Código de Hammurabi, datado hacia el año 1692 a.C.
Ese modelo de convivencia es el que hasta hace pocos años hemos conocido como la institución del matrimonio. Y no es la naturaleza de dicha institución, su razón de ser, la que ha cambiado después de más de 3.700 años, sino el modo de aproximarnos a ella. El foco de la protección siempre estuvo en los hijos, pero hoy se está moviendo hacia los anhelos de los adultos, de ahí el vacío conceptual de la institución en la legislación vigente.
Por supuesto que no de todos los matrimonios se derivan hijos, y por supuesto que hay otros entornos particulares fuera del matrimonio donde un menor puede ser criado satisfactoriamente. Las leyes se hacen, y se deben hacer, para la mayoría, para la generalidad de los casos. Esto no discrimina a esas otras realidades, a esos otros modelos de convivencia, los cuales se deberán proteger atendiendo a sus propias características, a los propios bienes susceptibles de protección que se deriven de ellos.
Hay otros entornos particulares fuera del matrimonio donde un menor puede ser criado satisfactoriamente
Hoy todo se polariza, y parece que defender una postura significa estar contra el resto. Y esto es un error, puesto que la reivindicación de la defensa y protección de la institución del matrimonio (máxime cuando estamos sumidos en una crisis poblacional sin precedentes, inevitablemente relacionada con la caída del número de matrimonios) no implica el ánimo de prohibir o dejar sin protección específica a esos otros modelos de convivencia que nos aportan bienes a todos, siempre respetando y promoviendo la libertad individual.
Debemos empezar por el principio, debemos abandonar las ideologías y volver a poner el foco donde realmente merece estar. Tendiendo puentes y buscando soluciones, hablando mucho y bien de las cosas buenas, defendiendo la libertad y buscando el bien común, intentando postergar que el concepto de corrupción individual al que Chesterton se refería se instale definitivamente entre nosotros.
El divorcio exprés a precio de saldo es el síntoma de una sociedad que ya no cree posible que el matrimonio pueda ser para siempre.