Jesús Montiel | 13 de septiembre de 2020
A todo el mundo le agrada una tormenta de verano. Una tormenta de verano es la irrupción del alivio en mitad de la aspereza, una ternura repentinamente volcada. El maná, la brisa, la rama de olivo.
Hemos abierto la ventana para que entre la lluvia. Y sonreímos. Todos somos distintos a los que había en esta misma habitación hace un par de horas. Más esperanzados. Seducidos por la tormenta que se desata al otro lado: nubes rapidísimas, gatos que se refugian debajo de los coches, la calle convertida en un perfume.
Qué bien huele el barrio, dice mi mujer.
A todo el mundo le agrada una tormenta de verano. Una tormenta de verano es la irrupción del alivio en mitad de la aspereza, una ternura repentinamente volcada. El maná, la brisa, la rama de olivo. Hay algo dentro de nosotros que rima con este instante. Porque también nosotros tenemos sed, como esos árboles. Como la tierra del campesino. También nosotros necesitamos lluvias, para crecer un poco. De modo que uno abre la ventana para que entre en la casa toda esa esperanza que ve fuera. Para que el aire humedecido purifique las habitaciones y lo nazca todo con ese olor a principio.
Abre, abre más la ventana, dice mi mujer.
La obedezco. Escribe Gracia Almendros que hay dos tipos de persona: los que suben las persianas si el aire huele a lluvia y los que las bajan. Para que no se ensucien los cristales. Yo quiero que mis hijos suban las persianas de sus hijos los días de tormenta. Es una buena herencia, pienso, mientras meto los dedos en el charco que ha formado la lluvia en mi escritorio y observo la risa de mis hijos, el diluvio metido en sus ojos, convertidos en una pecera redonda. Los árboles duchados, la felicidad de los mirlos, nuestra mirada menos sucia, capaz de ver lo que tenemos delante cada día y que tapa nuestro egoísmo. Los cuerpos quietos, delante de este espectáculo. Todos hemos sido empujados a la alegría por un motivo tan elemental: está lloviendo. Que no se acabe nunca esta manera de mirarlo todo, me recomiendo.
Me encanta este olor, insiste mi mujer, como si no la hubiera oído.
Un niño no viene al mundo equipado con la oración, es algo que se adquiere, un añadido. Él mira el mundo con los ojos de un cartujo antes del dios aprendido.
Vivir es mantener una llama sin que se apague. Aunque a tientas, borroso, en la más completa oscuridad, el hombre puede cultivar una luz.