Carmen Sánchez Maillo | 15 de noviembre de 2020
Nuestras sociedades posmodernas y tecnificadas son tan hipócritas y débiles que no protegen al más débil e indefenso: un embrión enfermo.
Polonia nos deja siempre pensativos. Nadie con mínima decencia intelectual puede cuestionar que la historia polaca ha estado siempre unida a una lucha tensa e ininterrumpida por la libertad personal y nacional. Un hito reciente de esta historia lo constituye el pronunciamiento de su Tribunal Constitucional que acaba de declarar ilegal la práctica del aborto para el supuesto de que el nasciturus tenga algún tipo de anomalía física o psíquica. La razón que arguye el TC polaco se fundamenta en que la ley vigente hasta el momento «legalizaba prácticas eugenésicas en el campo del derecho a la vida del no nacido y hacía depender la protección de su derecho a la vida de su estado de salud, una forma de discriminación directamente prohibida». A este respecto, la presidenta de la corte polaca, Julia Przyłębska, señaló que se estaba negando a los niños con discapacidad «el respeto y la protección de la dignidad humana». La decisión del Tribunal Constitucional polaco alcanza con ello una de las metas queridas por una gran parte del pueblo polaco, la de la defensa de la dignidad humana, que recomenzó con la recuperación de las libertades políticas en 1989, con la caída del Muro.
Una de las paradojas más incomprensibles del mundo post 68 es la continua llamada a la inclusión por motivos de raza, sexo u orientación sexual, y la simultánea y sorprendente inmisericordia hacia las personas discapacitadas cuando aún están en el seno materno. Desde que las nuevas técnicas médicas, a través de ecografías y otros sistemas, permiten conocer si el embrión-feto-nasciturus puede tener una discapacidad, se tiene que ofrecer, ¡obligatoriamente! y por protocolo médico, la posibilidad legal de abortarlo, precisamente en este momento de la historia, en el que las oportunidades de que las personas discapacitadas tengan una vida plena son más posibles y reales que nunca.
Aún más paradójico y doloroso resulta la indulgencia propiciada hacia muchos animales, protegidos o en peligro de extinción, cuestión que por sí misma entra dentro de lo razonable, y sin embargo, paralelamente al amparo legal y social de estas prácticas defensoras de la vida salvaje, se quiere negar legalmente la vida a embriones y fetos con discapacidad, como si no pertenecieran al reino animal o, tanto peor, son considerados como subhumanos sin derecho alguno. El triste resultado es una sociedad que se ha acostumbrado a prescindir de inicio de la discapacidad, apenas hay ya niños Down o con otras discapacidades o minusvalías en parques y colegios. Nuestras sociedades posmodernas y tecnificadas son tan hipócritas y débiles que no protegen al más débil e indefenso: un embrión enfermo.
Siguiendo los pasos del activista Peter Singer, empieza a cobrar sentido en el Occidente desnortado su afirmación de que «si todos somos animales, ¿por qué la vida humana ha de tener un valor especial?». El concepto de persona y dignidad que nos lega la antropología cristiana, por el cual todo hombre es persona y tiene una dignidad indiscutible, esté física o mentalmente como esté, queda hoy tambaleante. Las posibilidades de acabar con la vida humana en su inicio y en su final están en proceso de expansión legal y social, precisamente en sociedades que presumen de ser igualitarias y, sin embargo, cada vez hay más personas que no tienen derecho al más elemental de sus derechos: iniciar o terminar la vida sin interferencias externas. Las contradicciones de esta sociedad son insoportables: ponemos en un pedestal a los protagonistas de la entrañable película Campeones, todos ellos discapacitados, y, al mismo tiempo, es un derecho que personas como ellos no nazcan.
Una sociedad que se pierde los frutos inesperados del acogimiento a la debilidad encarnada (síndrome de Down o de Edwards, parálisis cerebrales o esas discapacidades sin nombre que esperan su descubridor) será una sociedad más eficiente pero menos humana. En consecuencia, no podemos dejar de dar las gracias a Polonia, a su atrevida y valiente iniciativa de preservar lo humano en su misteriosa vertiente de la discapacidad. La humanidad se cifra también en lo singular y único, como asegura Fabrice Hadjadj, un niño síndrome de Down no se puede fabricar, simplemente puede nacer, y acoger su nacimiento es la victoria de la esperanza frente al miedo, la ignorancia y la muerte.
La gran mayoría de la Polonia católica no se dejará silenciar. En plena pandemia no saldrá en una procesión callejera para contramanifestarse. Nos preocupamos por la salud de nuestros seres queridos y la de nuestros adversarios también.
La resolución de una juez británica de obligar a una mujer discapacitada a abortar es fruto del fanatismo intransigente de quien cree que puede decidir sobre la vida de otros.