Jaime García-Máiquez | 19 de marzo de 2021
Que este año difícil se le haya dedicado a él no es tan solo un acto de justicia sino también de esperanza. San José es el camino, la salida, el ejemplo de que «se puede».
Si ascendiéramos unos 384.403 kilómetros y miráramos la Tierra, «alunizaríamos en colores»: veríamos la Tierra como desde la Luna, sí, y eso nos daría un tipo de perspectiva diferente de todas las cosas.
Entenderíamos con mayor clarividencia que el acontecimiento capital de la historia del mundo y del universo es la encarnación del Hijo de Dios, a la que está supeditada la Creación, el surgimiento de la Vida y el propio destino del Creador. Una persona que no supiera nada, pero que tuviera cierto sentido común, buscaría el lugar de nacimiento del Niño en la cima del Everest o en una isla paradisiaca en centro del océano Pacífico… Qué menos.
Pero habría que explicarle que no, que nació en una pequeña cueva excavada en la roca, porque «no había» para Él sitio en la posada. Y que nació de una mujer, una joven sencilla de inédita belleza. No sería necesario explicarle que la joven sería siempre virgen, pues entendería, a poco que tuviera dos dedos de frente, que su virginidad era la prueba sagrada de la paternidad divina.
Cuando le explicáramos que, a esa joven y al Niño recién nacido, Dios en todo su poder y su gloria les asignó un marido y un padre, que custodiara la prueba eterna de Su paternidad («la misión de custodiar la virginidad, de santificar a María», escribió el beato Pío IX), que le impusiera un nombre («sobre el que toda rodilla se doble en la tierra, en el cielo y en los abismos». Fil., 2, 8-10), que lo protegiera en los peligros que lo acechaban, que sustentara aquella casa prácticamente toda la vida de Su Hijo, al que tenía además la obligación de educar… Esa persona, que no sabía nada, abriría los ojos llenos de curiosidad y temor, de admiración y asombro frente al hombre elegido por el Omnipotente entre todos los hombres de la historia del mundo. Le diríamos entonces que el nombre del elegido para cumplir esa misión era el de José, que significa significativamente en hebreo «Dios añadirá».
Parece que uno escucha dulce música cuando lee a santa Teresa (Vida. Cap. VI) decir aquello de «Pido por amor de Dios que lo pruebe quien no me creyere, y verá por experiencia el gran bien que es encomendarse a este glorioso Patriarca y tenerle devoción. (…) No sé cómo se puede pensar en la Reina de los Ángeles en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no den gracias a San José por lo bien que les ayudó a ellos. Quien no hallare maestro que le enseñe oración tome este glorioso santo por maestro y no errará en el camino
No ha existido nadie, ni existirá nunca, al que Dios le haya entregado para su custodia nada más valioso, ni haya puesto en sus manos una mayor responsabilidad; «Jamás vivirá nadie tan en conexión con lo divino (…), en ningún otro periodo de la historia volverá a repetirse el prodigio», escribe Federico Suárez en su estupendo José, Esposo de María (Ed. Rialp). Si Jesús dijo que no había en la tierra nacido de mujer más grande que san Juan Bautista, la Virgen le contestaría, con sonrisa enamorada, que no hay en el cielo nadie más santo que su esposo. Si san Juan fue el último profeta que unía viejo y nuevo Testamento, san José fue el último que haría esa misma función como patriarca.
Al igual que María, muchos padres de la Iglesia piensan que José hizo un voto también de virginidad perpetuo, por aquello que razonaba santo Tomás de Aquino de que obligarse a algo con voto aumenta la perfección del acto. Y es de lo más natural que María y José, como futuros esposos, hubieran entretejido juntos ese sacrificio mutuo, luminoso y alegre.
Por eso, descubrir el embarazo de su prometida tras la vuelta del nacimiento de san Juan fue inexplicable desde el punto de vista humano… pero más inexplicable si cabe desde el divino: no consistía en una traición a su persona sino al propio Yahveh, y esto era, conociendo a María, sencillamente imposible. De todas las formas legales que san José tenía de retirarse frente a semejante misterio, eligió -y esto es de una caballerosidad emocionante- la única de las fórmulas legales donde el que manchaba su reputación era él.
Al repudiarla en secreto, María sería vista como una mujer abandonada por un marido irresponsable. San José echaba sobre su espalda, sobre su honra, sobre su estirpe real de alguna manera, una culpa de la que no entendía absolutamente nada… menos que no era suya. Una buena primera lección de señorío para el Señor que iba a nacer; y Jesús acabaría cargando con una culpa que no era la suya.
En ese momento, José tuvo el primero de sus cuatro sueños: «No temas recibir a María, tu esposa». Después vendría el que lo urgía a huir a Egipto, el que le permitía volver a Israel y el que lo persuadía de no volver a Belén. Siempre -otra lección- obedeció con presteza y eficacia. Conocemos esos sueños, pero entre todos el más hermoso e increíble fue el de su propia vida.
Jacob soñó con una escalera por la que bajaban y subían ángeles, que unía cielo y tierra (Gen., 28, 11-19); pero José vivió el sueño de que Dios mismo descendió de aquella escalera y bajó a la tierra y vino a vivir a su casa, a comer de su plato, a aprender de sus manos y a dormirse en sus brazos
No era posible creerlo. Me lo imagino entre el esfuerzo humano (santificándose en el trabajo) y el pasmo y espasmo espiritual (santificando la vida con el trabajo). Si María gestó a Jesús en la intimidad de su vientre, José lo vino a conformar en el silencio de su taller: aquella casa fue verdaderamente un sagrario donde moraba la Trinidad encarnada.
San José fue el primero y el que con mayor plenitud ha podido vivir un espíritu cristiano en su hogar, en su trabajo, en su vida matrimonial y familiar. Que este año difícil se le haya dedicado a él no es tan solo un acto de justicia sino también de esperanza. San José es el camino, la salida, el ejemplo de que «se puede», de que con Jesús y María metidos en casa y en «el taller» somos grandes, somos omnipotentes: «Ite ad Ioseph» (Gen., 41, 55); hay que ir a José.
No puede ser casualidad que de semejante personaje no quede ni una sola palabra en la Biblia. Quizás es que no había palabras para su dicha. Cuánta sabiduría y luz, cuánta alegría es posible escuchar detrás de su silencio. Para comprender su grandeza humana basta con evidenciar la verdad más elemental de su existencia: era un hombre al que Dios podía mirar a la cara y sentirlo como padre.
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