José María Contreras Espuny | 19 de noviembre de 2020
Cuando mi hija nació el 14 de febrero de 2020, no sospeché hasta qué punto la pandemia iba a marcar sus primeros meses de vida. Pronto las cosas empezaron a irse de madre y entraron en nuestra vida las llameantes cejas de Fernando Simón, los augurios de Bill Gates y la intrigante faja coronavírica en la web de As.
Es cosa sabida que el Fin de la Humanidad será, como tantas otras cosas, made in China. Por tanto, cutre pero inevitable. Ese pueblo laborioso, ladino y centrípeto nos va a costar el Gran Disgusto. Eso todos lo sabemos. Lo que no está claro es cuándo; tampoco cómo. Podría ser la explosión simultánea de todos los cachivaches que tienen repartidos por el mundo. También el colapso ambiental provocado por la contaminación resultante de fabricar los susodichos cachivaches. O puede que, sencillamente, todos los chinos decidan saltar a la vez y desequilibren nuestro funámbulo planeta, precipitándonos a la frialdad del cosmos. Todo igualmente plausible. Al menos hasta hace unos meses. Ahora es fácil apostar por la pandemia, pero quién lo habría imaginado en diciembre o enero. Llegaban noticias de un resfriado nuevo, exótico y retozón. Algunos chinos morían; pero la mayoría nacía. Los murciélagos, a los que colocaban en el origen de todo, revoloteaban con maligno regocijo; pero siempre lo hacen. Nada extraño. Lo esperable de un país que vive a caballo entre el siglo XXII y el Medievo.
Así, cuando mi hija nació el 14 de febrero de 2020, no sospeché hasta qué punto aquel ruido de fondo iba a marcar sus primeros meses de vida. Pronto las cosas empezaron a irse de madre y entraron en nuestra vida las llameantes cejas de Fernando Simón, los augurios de Bill Gates y la intrigante faja coronavírica en la web de As. El propio Simón dibujó un collado pandémico el 11 de marzo, que no tardó en escarparse y llenarse de cumbres nevadas. Por entonces también salió del anonimato Margarita del Val, némesis de Fernando Simón y detractora de todo lo que exhala, corretea, aletea, centellea o muestra signos preocupantes de vida. Según ella, todos somos unos necios que tendríamos que ser confinados durante una década. En parte le dio con el gusto Pedro Sánchez el 15 de marzo, cuando salió por la tele henchido de presidencialidad. Con mano firme, venosa, cerró las calles. Mi Matilde era confinada por primera vez.
Aunque a ella no le importó demasiado. Era tan reciente, tan bastos sus sentidos, tan impermeables, que no se enteraba de nada y la realidad pasaba por su lado, intacta. Lo único que necesitaba era calor humano y leche en polvo. Así que, para compensar la jugarreta del destino, le estuve comprando la leche más cara de la farmacia, la leche del futuro, la que tomarían los astronautas si estuvieran por destetar. Luego resultó que le sentaba mal y que era mejor una más barata, pero la intención ahí queda, a modo de agujero en la cuenta corriente.
Después, con lo de las fases y el rebrote del optimismo de Simón, tampoco salió, porque se hizo saber que los niños eran tóxicos, como en Monstruos S.A.. Nos daba miedo que estornudara y que la impredecible onda expansiva se llevara a alguien por delante; o que, al verla, la gente saliera despavorida chocando entre sí y quién sabe si provocando un accidente. Por eso, en cuanto se pudo, o un poco antes de que se pudiera, que ya no recuerdo, nos fuimos a vivir al campo. Allí nos pilló un segundo confinamiento, esta vez restringido a mi familia por contacto estrecho con un positivo. Y aunque para entonces la niña empezaba a mostrar síntomas de percibir lo que la rodeaba, incluso a distinguir los bultos familiares de los bultos nuevos, tampoco le importó mucho. Se pasaba el día al aire libre, en la piscina con sus dos hermanos, José y Manuel, quienes, por esa extrañeza de ser niña, la trataban con especial gentileza.
De forma inevitable, tanto aislamiento me ha hecho seguir de muy cerca los primeros seis meses de Matilde. Ha sido un marcaje al hombre. He sido su moscardón. Daba mis clases frente al portátil, mirándome en la webcam como Narciso, y, en los descansos, salía en busca de un café y una carantoña, o mejor dicho, de una carantoña y si acaso, ya que había salido, me hacía un café, así podía continuar haciendo mohines y mordiéndole los carrillos mientras el agua se decidía a hervir. Y ya sea por el mucho tiempo que he pasado con ella, o porque es la primera niña después de dos varones, o porque sonríe como si el mundo fuera justo como debería ser, lo cierto es que le he cogido cariño. Me gusta Matilde, lo reconozco. Me gusta y me enternece. Incluso diría que me alegra si no fuera por lo mucho que temo la inexactitud.
Se mire por donde se mire, es una locura soltar tan pronto a un bebé que se comporta como un negacionista de manual
Y cuando llegó el momento de mandarla a la guarde, algo se me encogió debajo de las costillas. Tenía claro que allí iban a tratarla entre algodones, pero cuando entre un párrafo y otro, o entre una clase y otra, saliera del despacho, no me encontraría más que con la cafetera y su silencio de pájaro metalizado; con la cafetera gris, angulosa, vulgar, indiferente. Una cafetera que yo no he ayudado a concebir ni nada, que compré en la ferretería por dos duros.
Y como si eso no bastara, he descubierto, desolado, que en la guardería, además, le enseñan cosas. Cosas. A una niña de meses. La soltamos por la mañana y al mediodía la recogemos cambiada, crecida. Supongo que le echarán algún tipo de abono. Tal vez la alimenten con papillas hormonadas. Quién sabe… Conocéis el estado de la educación. Sin embargo, para mi asombro, a su madre todo eso le parece correcto. Aún no he cerrado la puerta tras de mí, cuando, eufórica, me anuncia que Matilde ha aprendido a hacer las palmitas –y las hace, qué dolor, con tanta gracia–, o que ya se sienta la mar de erguida, mira, mira… O que le falta nada para salir gateando. ¿Pero hacia dónde estamos yendo?, me preguntaba yo. ¿Qué será lo siguiente? ¿La pubertad? Entonces, con Fausto, dije: ¡Instante, detente, eres tan bello!
Como mi plegaria iba dirigida a instancias maliciosamente atentas, surtió efecto de inmediato y ahora han vuelto a confinar a mi hija. Creemos que ha dado positivo su profesora, pero no hay forma de saberlo, porque el coronavirus está cogiendo toda la hechura de la sífilis. Y aunque Matilde ha dado negativo en el PCR, igual ha de estar 10 días encerrada. Me parece una majadería. Más sensato hubiera sido decretar 15, 20, 40 días de encierro. Una niña de esta edad es un peligro gateante -sí, al final gateó-. Se mire por donde se mire, es una locura soltar tan pronto a un bebé que se comporta como un negacionista de manual: arrebata mascarillas, no tose en el codo, creo que ni siquiera sabe lo que es el codo, y no queda tranquila hasta que cuanto la rodea está generosamente babeado. Es como si el virus la hubiera diseñado, como si la pilotara.
De todas formas, el confinamiento no ha servido de mucho porque, a pesar de no ir a la guardería, parece aprender igual. Es como si el defecto del aprendizaje le hubiera sido inoculado, como si ya estuviera dentro de ella, consagrado a trastornarla física y mentalmente. Ahora me llegan rumores de que ha aprendido a decir adiós, así, con la manita. Desde aquí oigo cómo su madre y sus hermanos le celebran la monería. Será; pero mientras no lo compruebe con estos ojos, no será del todo, así que llevo un par de días evitándola. Y cuando salgo un momento del despacho, voy, como un burro, con las orejeras hasta la cocina. Allí me espera la cafetera, que desde luego es poca cosa, pero siempre será la misma poca cosa, mi pequeña poca cosa.
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La pandemia agitó la importancia que tiene el conocimiento de la gestión pública y política de nuestros gobernantes.