Armando Zerolo | 20 de julio de 2021
El divorciado ha visto una muerte que es peor que la ausencia física. No ha enterrado a sus muertos porque ha visto apagarse una vida de un modo aun más destructor que la enfermedad o el accidente.
Mis amigos divorciados son los desheredados de la tierra, los primogénitos de la muerte, los miserables, el pobre y la periferia, los parias, el enfermo y el mendigo, la samaritana y el resto de Israel. En ellos lo cotidiano está marcado por la espera y la promesa. Es una vida que pesa y deja huella, que no conoce ni trampas ni atajos. Es la hoja en blanco de una agenda que parece vacía en comparación con la promesa de unos días concedidos con los hijos. Veo en ellos una herida que les libera de lo que a mí aún me apresa.
Tienen la solicitud de los padres primerizos, la disponibilidad para dejarlo todo inmediatamente y acudir a la llamada del hijo, ahora no ante el llanto gatuno del recién nacido, sino a la parada de autobús, la puerta de la urbanización o la estación de tren cuando «le toca».
Viven en un apartamento de playa en el centro de una ciudad sin costa, en una barcaza atracada en el dique de los arrabales, con las maletas hechas y el teléfono pendiente. Su casa no es castillo, sino apeadero de una vía secundaria, con el nombre de un tren que pasa de cuando en cuando, y un horario muy poco fiable.
Hay en ellos algo también de eterno adolescente, del que hace planes cuando los padres no están, y un poco de Al Capone y su doble contabilidad, en la que en el «debe» están las horas perdidas y los cuentos sin leer, y en el «haber» las horas concedidas por un juez. Una vida escindida entre la total disponibilidad: «estoy sin niños»; y el compromiso absoluto: «es que tengo a los niños». Un tiempo «libre» que espera liberarse de verdad con el compromiso por venir.
En sus caras no hay mentira porque en la liberación de la obligación paterna no hay una alegría, sino una espera radical, poco pacífica, deseosa de encontrarse de nuevo con sus hijos. Los demás podemos engañarnos pensando que cuando nos quitemos de encima nuestras cargas familiares y dispongamos de un poco de tiempo «para nosotros», entonces seremos libres. Ellos saben que la libertad es hija de la espera, y que el fino hilo al que se agarran lo hizo una hilandera con mucha paciencia. ¡Qué admirable resulta su compromiso con las cosas más pequeñas y menos reconocidas!
En su mirada está el peso de la paradoja. El ojo de mi amigo divorciado es el hueco en el Panteón, es la ausencia infinita, la nada más grande, y lo que da sentido y consistencia a la estructura. En el brillo de su mirada suplicante está la expresión de un tiempo vacío porque no está con quien debería estar y donde debería estar. ¿Cómo es posible que el vacío de sentido a la vida y que una ausencia tan grande explique una vida escindida? El divorciado ha visto una muerte que es peor que la ausencia física. No ha enterrado a sus muertos porque ha visto apagarse una vida de un modo aun más destructor que la enfermedad o el accidente. Ha visto la vida muerta, la existencia zombi, los muertos que no terminan de morir porque que tampoco terminaron de vivir.
De un modo amargo les ha sido concedido poner un pie en la otra orilla y por eso son tan buenos compañeros de viaje
Algo que ya no es duele, pero algo que deja de ser con la certeza de que nunca fue, es desolador. Y en esa extinción de lo que no es, y en la separación de los niños, en la ruptura brutal, y en la espera incondicional, la vida se hace maestra al mostrarse sin ropajes. Señala la salida del círculo vicioso en el que nos perdemos cegados por los fuegos de Prometeo y nos saca del laberinto del tiempo. A veces morir en vida puede ser revelador.
En mis amigos divorciados está impresa una espera que no tiene nada que ver con este mundo. Una espera brutal, rota, tensa, tan auténtica como la vida desnuda, sin erótica. No admite adornos ni engaños, es espera pura, sin consuelo. Y es precisamente esa espera radical lo que les confiere la libertad que admiro. Mis amigos divorciados tienen la sabiduría del que ha sufrido hasta el extremo. Mis amigos divorciados son dóciles como los ancianos, deseosos como los niños, y generosos como la madre.
En la vida dual que se mueve entre el blanco de la presencia autorizada, y el negro de la ausencia obligada, hay una experiencia de aquello que no es mundo, de lo que no es el día a día, pero que da sentido a todo lo que hacen, a lo que queda por venir, los ratos muertos y los éxitos. De un modo amargo les ha sido concedido poner un pie en la otra orilla y por eso son tan buenos compañeros de viaje.
En la reproducción asistida, conocer los orígenes biológicos plantea un escenario en el que el derecho del hijo debe prevalecer frente al del donante de material genético.
El confinamiento parece un nuevo huésped, una nueva circunstancia que no es posible descartar que se repita, pero en la que tanto padres como hijos hemos percibido el privilegio que es vivir en familia.