Ricardo Morales | 20 de septiembre de 2020
Pienso en que estamos compartiendo la vida a pesar de las mascarillas, las sirenas y de la ausencia de chillidos en las aulas.
No os podíais dormir.
Os había puesto el Rey León y por pereza había pasado de bañaros. Un combo nefasto para conciliar el sueño. Mamá estaba fuera con las amigas. Por fin una noche para ella.
De cena hubo sopa con queso. Costó horrores que la mayor se la tomase. Tuve que ceder y darle una dádiva por el esfuerzo: un potito de frutillas a tope de azúcar.
Con ese trienio liberal os puse los pijamas y os despaché media hora antes de lo habitual en verano.
No durasteis ni cinco minutos en silencio. Pronto la mayor encendió la luz y decidió que era divertido colarse en la cuna de la pequeña para saltarle encima.
Me di cuenta del estropicio cuando los gritos eran de dolor.
Subí pesado, molido del día, sintiendo la falta de ejercicio por todos lados.
Os acosté, os di leche caliente, os canté las dos canciones de cuna que me sabía.
“Papá, quédate con Jimena”.
Eso hice, aplazando los correos por mandar, las páginas por leer.
Hacía calor en la habitación. Encendí la máquina del aire y el estruendo del cacharro me espabiló.
No sabía cómo se podían dormir con semejante jarana.
Me pediste un cuento y te susurré la historia de un armadillo que se encontró un reloj de oro en un bosque oscuro. No entiendes mis puntos de giro, repletos de alimañas y aves rapaces parlanchinas, pero juegas a mesarme la barba. Tiras del pelo hasta el escozor, pero yo no digo nada. Te dejo hacer. Poso mi mano sobre tu pecho y siento tu latir furioso, comiéndose minutos de hastío por no estar abajo con tus juguetes.
Te empiezo a frotar y pego mi oreja a tu cráneo. Desde ahí escucho las succiones primitivas que le das al chupete que por edad debía estar ya en algún vertedero.
La pequeña hace tiempo que no se mueve, pero tú sigues con los ojos abiertos, brillantes por la bombillita azul de la máquina del aire.
No dices nada. No quieres cháchara. Mi sola presencia ha bastado para serenarte y yo pienso en qué regalo es que los niños pequeños no se quejen del mal aliento de sus padres.
Ha pasado la medianoche y sigues sin poder dormirte.
Hago el amago de marcharme y te aferras a mi brazo.
“Quédate un poquito más”.
La carne reclama a la carne.
Ya para entonces soy todo tuyo. Pienso en pernoctar vestido, en mandar a tomar por saco al cepillo de dientes, en quitarme los zapatos y respirar contigo.
Se escucha entre los tornados portátiles el rumor de la carretera de El Escorial, que son como las olas del mar que hemos dejado en su vaivén a muchos kilómetros de distancia.
Pienso en tus poses de princesa impostada mientras cae el atardecer en la playa de Mogor.
Pienso en que estamos compartiendo la vida a pesar de las mascarillas, las sirenas y de la ausencia de chillidos en las aulas.
Cuando ya has dejado de apretarme la mano sé que es el momento de volver junto a tu madre.
No sé si somos buenos padres, pero yo me siento hijo a vuestro lado.
Ser madre no ha sido una elección personal, sino uno de los grandes privilegios de mi vida, abrumador e inmerecido, como todos.
Hoy, cuando lo virtual adquiere una presencia creciente en nuestra sociedad, los niños y los libros nos impiden disolvernos en la nada. Ambos llegan para quedarse.