Ana Rodríguez de Agüero | 28 de junio de 2020
Hoy, cuando lo virtual adquiere una presencia creciente en nuestra sociedad, los niños y los libros nos impiden disolvernos en la nada. Ambos llegan para quedarse.
Reconozco que debo la idea de este artículo (como todo en mi vida, por otra parte) a otra persona. A un autor estadounidense llamado Anthony Esolen. En la introducción a su libro Diez maneras de destruir la imaginación de tu hijo (Homo Legens), hace una sugerente comparación entre los libros y los niños: «Suponga que es usted un amante de los libros. No dirá: “¡Ah, los libros, sí, los libros son estupendos! ¡Qué tesoro son los libros! Yo mismo no tengo ninguno, ni quiero ninguno, o quizá uno solo, pero ¡cuánto me gustan los libros!”. No, tendría libros esparcidos por todo su piso. Se deleitaría en la propia encuadernación y en el olor de sus páginas. No sabría qué hacer sin ellos».
Teniendo en cuenta que, si pudiera tener una divisa, al modo de los caballeros medievales, sería «Hijos y libros», estas palabras hablan de mí. De mi casa, llena, por la gracia de Dios, de niños y de libros.
Empecé por los libros, claro. Ahí se puede empezar solo, y esperar encontrar algún día a otra persona con el mismo afán o, al menos, con la suficiente generosidad para abrazar el propio afán como suyo. La tarea de hacer una biblioteca es el empeño de una vida entera. Un día detrás de otro, un libro detrás de otro. Los deseas, los buscas, los adquieres. Los lees, los subrayas, los comentas. Los guardas, los ordenas, a veces los regalas. Nunca jamás los prestas. Años y años de soltería atesorando libros, preparando mi ajuar. Hasta tener casa propia en la que guardarlos, bien almacenados, esperando los hijos que vinieran a desordenarlos, a leerlos, a disfrutarlos.
Los libros (en papel, para mí no hay otros) son la herencia que un día dejaremos a los hijos. Los hijos, la herencia que dejaremos al mundo. Hay que esforzarse por ambos, luchar para que el legado que dejamos sea el mejor posible.
Hoy, cuando lo virtual adquiere una presencia creciente en nuestra sociedad, los niños y los libros nos impiden disolvernos en la nada. En la pura apariencia de la imagen cambiante. Ambos, libros y niños, llegan para quedarse. Requieren un espacio, siempre creciente. Van configurando ese espacio: aunque un día se marcharan, el espacio vacío que antes ocuparon seguiría hablándonos de ellos.
Siempre recuerdo lo cercana que me sentí al papa Benedicto XVI cuando leí a su hermano Georg (Mi hermano, el Papa; San Pablo) que, antes de ser elegido Papa, su hermano ya pensaba permanecer en Roma después de su jubilación, nunca pensó en regresar a Alemania, porque «no quería tener que transportar una vez más a través de los Alpes la gran cantidad de libros que tenía. En Pentling nunca habría tenido espacio suficiente para tantos libros». De forma que no soy la única, pensé, que toma sus decisiones vitales, las que conciernen al tiempo y al espacio en que vivimos, atendiendo al espacio que ocupan sus libros.
No es solo un espacio físico, claro. Como todo lo humano, que es a la vez material y espiritual, los hijos y los niños ocupan, también, un espacio interior. A medida que los hijos van creciendo, ese espacio va ahondándose: ellos ocupan cada vez menos porciones de nuestro tiempo y espacio físicos, pero crece el espacio que ocupan en ese lugar interior que el gran José Jiménez Lozano denominó, con maestría insuperable, «los adentros».
Allá, en nuestros adentros, conviven los hijos que van creciendo y los libros a los que vamos volviendo. Ellos, cada día, encuentran distintas variaciones en nosotros. No saben que las mejores son, precisamente, las que ellos causan.
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