Ana Rodríguez de Agüero | 28 de julio de 2020
Ser madre no ha sido una elección personal, sino uno de los grandes privilegios de mi vida, abrumador e inmerecido, como todos.
No me han educado para ser madre. Para estudiar, para trabajar, ganarme la vida, aportar a la sociedad, incluso para el autocuidado (ya saben: duerme lo necesario, no dejes de hacer deporte, busca actividades que te descansen, no todo es trabajo en la vida), sí.
Me ha costado muchos años, y varios hijos, empezar a aprenderlo. Aprender a pararme y mirar. A escuchar y tocar. A oler. Contemplar. Dejar, recoger, acompañar, esperar. Simplemente estar. «Perder» el tiempo. «Mi» precioso tiempo. Alimentando, limpiando, acunando, abrazando.
La literatura me había avisado, como de todas las cosas importantes de la vida. No tenía aún veinte años cuando leí las palabras de Miguel Delibes sobre su mujer, en ese emocionado diálogo con su hija que vertebra Señora de rojo sobre fondo gris: «Mientras erais bebés pasaba las horas muertas con vosotros en brazos, dibujaba con un dedo vuestros bostezos, las húmedas boquitas, y os estrechaba contra su regazo como si pretendiese meteros dentro de su cuerpo otra vez». Estas palabras se quedaron grabadas a fuego en mi interior.
Me ha costado muchos años, no obstante, entenderlas. Con una bolita de carne en los brazos, aspirando ese olor a leche y vida nueva, he empezado a comprender que sí, que para esto, también, estoy hecha. Quizá sobre todo para esto.
Comprendo que, en tiempos de autorrealización e igualdad, esto que digo pueda no tener sentido para muchos. Que igual molesta, que hasta escandaliza. El discurso mayoritario es otro: mismo tiempo de «descanso» para el padre y la madre después del parto (¿Es verdaderamente un tiempo de descanso el de la crianza? ¿Se cansa igual el padre que la madre?: son preguntas que tampoco resultan políticamente correctas hoy…), de ningún modo conceder al varón la posibilidad de que ceda sus semanas de baja a la mujer si ambos trabajan (¿Al niño le resulta indiferente que lo cuide uno u otra? ¿Pueden ambos cuidarlo de manera idéntica?: son preguntas que tampoco pueden hacerse…); y, desde luego, a la mujer no la define la maternidad, que es una más entre las muchas actividades que una puede/quiere desarrollar a lo largo de su vida…
Me ha costado muchos años atreverme a decir, en voz alta, que ser madre no ha sido una elección personal como el color de pelo que ahora llevo (que altera ligeramente el más oscuro que me dio la naturaleza, y trata de disimular ese otro más claro que me van regalando los años), sino uno de los grandes privilegios de mi vida, abrumador e inmerecido, como todos.
«Además un hijo… Es como si las entrañas manaran miel durante el tiempo que son un rollito de carne…, y luego cuando ya andan, y los primeros sonidos que aún no son palabras… y la risa que resuena dentro de nosotras haciendo eco… Querida Carmen, tiene usted unos maravillosos años de felicidad por delante», le escribe Elena Fortún a Carmen Laforet, en carta de 1 de febrero de 1947 –carta, por cierto, nada halagüeña ni idealizadora sobre la maternidad, donde le dice cosas muy duras, como por ejemplo que «cuando los hijos son hombres los queremos solo por el recuerdo de haberlos querido tanto».
Mientras erais bebés pasaba las horas muertas con vosotros en brazos, dibujaba con un dedo vuestros bostezos, las húmedas boquitas, y os estrechaba contra su regazo como si pretendiese meteros dentro de su cuerpo otra vezMiguel Delibes, Señora de rojo sobre fondo gris
Me ha costado muchos años atreverme a citar, aquí, ese viejo adagio cornish sobre las tres cosas más bellas del mundo, que recoge Claudio Magris en El infinito viajar: «Una mujer con un niño, un barco con las velas desplegadas y un campo de trigo que ondea con el viento». Y atreverme a reconocer que las tres son, para mí, imágenes de libertad y plenitud. Un hijo en brazos es una promesa de futuro, de vida más allá de la mía, y es también reconocimiento de una grandeza que se me escapa: porque ese hijo no es mío, ni pertenece a nadie hecho de carne y de sangre, y sin embargo procede de mí, de mi carne y de mi sangre mezcladas con las de su padre. No nos lo explicamos, no le explicamos: nos desborda y nos supera.
No pretendo, en fin, trazar aquí una teoría de la maternidad, ni aun un esbozo. Voy intuyendo, además, que la maternidad (como la paternidad, oigan, pero ese no es mi tema, a ver si ahora, en estos tiempos de igualdad en que casi todo se interpreta como confrontación, alguien va a entender mis palabras torpes de agradecimiento como un alegato de lo materno versus lo paterno…) es mucho mayor que cualquier teoría. Mayor que cualquier función. Tengo siempre presentes las palabras del Libro de Samuel: «La estéril da a luz siete veces, mientras la madre de muchos queda baldía».
Solo quería, para este ratito en el que al principio tenía planeadas otras cosas, dar las gracias, alto y fuerte, por este olor a leche y vida nueva.
Lo mejor de la vida no es vivirla, sino pensarla. Igual que con los hijos: lo mejor no es tenerlos ni criarlos, sino empañarlos a base de conceptos.
Hoy, cuando lo virtual adquiere una presencia creciente en nuestra sociedad, los niños y los libros nos impiden disolvernos en la nada. Ambos llegan para quedarse.