César Cervera | 01 de mayo de 2021
La Guerra de Independencia arrasó la demografía del país, destrozó el patrimonio cultural y lastró la industria española, pero también sirvió para vertebrar el relato de la nación española, unida en armas frente al malvado invasor. El 2 de mayo de 1808 comenzó la guerra, el trauma, la fundación nacional.
Durante la desbandada de los Borbones hacia Bayona, Fernando VII, en guerra con sus padres y en vasallaje con su potencial enemigo Napoleón Bonaparte, depositó el gobierno del país en una Junta Suprema compuesta por los ministros supervivientes a la serie de acontecimientos ocurridos en el Motín de Aranjuez. Una buena decisión manchada por el hombre que se quedó presidiéndola, el infante don Antonio Pascual, hermano menor (en todos los sentidos) de Carlos IV y el más espeso talento de la familia. El presidente debía ejercer de centinela de los infantes más pequeños y de última garantía de la dinastía en un Madrid tomado por los franceses del mariscal Joaquin Murat, pero, en cambio, dotó de contenido a la expresión «hacer el primo».
Se dice que la frase hecha nació justo por el recochineo con el que Murat fue imponiendo la voluntad francesa punto a punto a través de cartas encabezadas con las fórmulas protocolarias de «señor, primo» o «mi primo», que era el tratamiento que empleaba la Casa Real para los grandes de España. Aquel «primo» vivió el momento estelar de su trayectoria política el 2 de mayo de 1808. Esa madrugada, los franceses sacaron en un coche del Palacio Real a la Reina de Etruria, exiliada en Madrid después de que Napoleón suprimiera el efímero estado italiano. En otro carruaje fue llevado el pequeño Francisco de Paula, de catorce años, y el propio don Antonio, satisfecho de haber dejado, en su opinión, todo atado y bien atado al disponer que la Junta «siga en los mismos términos como si yo estuviese en ella. Dios nos la dé buena. Adiós, señores. Hasta el Valle de Josafat».
Los madrileños asaltaron las puertas del palacio cuando vieron al infante Francisco de Paula forzado a marcharse ese día. «¡Que nos lo llevan!», se oyó en la Plaza de Oriente. El choque desencadenó una violenta reacción popular en la ciudad y una posterior represión francesa que superó el medio millar de ejecutados. En los siguientes días se extendió el levantamiento armado por todo aquel país de héroes y guerrilleros, a pesar de que Fernando y algunos elementos de su partido exhortaron desde Bayona a admitir las disposiciones napoleónicas como venidas de la Divina Providencia.
Fue así como estalló la Guerra de Independencia, un trauma central en la historia de España que arrasó su demografía, dispersó su patrimonio artístico por Europa (incluidos los huesos de El Cid), lastró aún más su desarrollo industrial, supuso el inicio de una interminable serie de guerras civiles en España y dejó al imperio americano colgando de un hilo, con muchos territorios convencidos de que podían arreglárselas en el futuro sin reyes y sin europeos. Para Napoleón Bonaparte, que dejó a su hermano José I reinando en España, aquel conflicto también fue bastante traumático. En su exilio final en la isla de Santa Elena, el corso reconoció entre sus mayores errores el enfoque que había dado a los asuntos de España: «Todas las circunstancias de mis desastres vienen a vincularse con este nudo fatal; la guerra de España destruyó mi reputación en Europa, enmarañó mis dificultades, y abrió una escuela para los soldados ingleses. Fui yo quien formó al ejército británico en la Península».
Tanto Napoleón como España se dejaron muchos trozos de sí y muchas posibilidades de futuro en la guerra peninsular. La contienda costó 110.000 bajas a los franceses, según los datos estimados por Jean Houdaille, a los que hay que añadir en torno a 60.000 muertos de las tropas aliadas que acompañaron la invasión. Una catástrofe militar que fue denominada como la «úlcera española» de Napoleón, y que junto a la «hemorragia rusa» llevaron al colapso del imperio galo.
Cuando se cumple el próximo día 5 de mayo el bicentenario de la muerte de Napoleón, parece que ha pasado suficiente tiempo para mirar el conflicto sin caer en pasiones desaforadas y sin recurrir a la nacionalista división de patriotas y traidores (¡como si los afrancesados no fueran españoles!). Hay que reconocer que Napoleón causó una profunda huella en la península, en su mayor parte nociva, aunque también constructiva. Se podría hablar de cómo la legislación que los mandos napoleónicos trataron de imponer en el país terminó calando, sobre todo en los liberales, a largo plazo; de cómo el aparato burocrático galo señaló el futuro en España; e incluso de cómo el patrimonio artístico robado contribuyó por fortuna o por desgracia a redescubrir la cultura española en Europa…
Ni en América, donde se perdieron pronto los grandes virreinatos, ni en la península, donde despertaron los liberales, fue posible dar marcha atrás al horizonte abierto en las Cortes de Cádiz
Si bien, ninguna contribución de Napoleón fue tan provechosa como la de ser el enemigo común de la nación española. Los conflictos internos desunen a los pueblos y los externos unen a todos, indiferentemente de la ideología o las particularidades regionales, bajo el proyecto conjunto de expulsar a los elementos externos. El corso fue ese villano compartido por los españoles, la figura central del relato de nación que dio forma a la España contemporánea a lo largo del siglo XIX.
El ¡viva España! se gritó de Cádiz a Barcelona mientras se agarraban las bayonetas y se apuntaba con ellas al invasor. Ningún episodio hasta entonces había sacudido de forma tan simétrica a todas las partes de la península, ya fuera el mundo rural o el urbano. Tras el conflicto, había muchos tejados que arreglar, pero también una casa común para todos los españoles que creían, con candidez, que el cautivo Fernando VII, violentado por el malvado corso, podría dirigir a España hacia un futuro mejor. Ni en América, donde se perdieron pronto los grandes virreinatos, ni en la península, donde despertaron los liberales, fue posible dar marcha atrás al horizonte abierto en las Cortes de Cádiz.
Ser el enemigo predilecto de la nación no es precisamente moco de pavo. Decía Borges en su cita más mencionada que «hay que tener cuidado al elegir a los amigos, pero más a los enemigos, porque uno termina pareciéndose a ellos». Evaluar en cuánto se parece la nación española al villano Napoleón puede ayudar al país a comprender su esencia y el origen de sus cicatrices, con el cadáver del emperador algo más que frío. Y, desde luego, los españoles actuales nunca deberían hacer feos a aquellos elementos capaces de unirlos y de entretenerlos un rato de sus disparatadas disputas internas.
Me encantaría ver una película española de historia en términos tan optimistas como los de Master and Commander, con un grupo de paisanos colaborando entre sí y mostrando algunas de las cualidades con las que lograron domar océanos y patear de arriba abajo un continente entero.
Hace medio siglo, tuvo lugar un histórico encuentro en El Pardo. El general De Gaulle había dejado ya la presidencia de la República Francesa y recorría España en visita privada junto a su esposa. Se proponía escribir un libro sobre las campañas de Napoleón en la península ibérica y fue recibido por Franco, con quien celebró una audiencia privada y un breve almuerzo.