Pablo Sánchez Garrido | 01 de noviembre de 2020
Indalecio Prieto, figura de máxima relevancia en la Segunda República española, protagonizó una intensa búsqueda de lo trascendental que llegó a oídos del papa Pio XII, quien rezó por su conversión.
En el año 1988, el historiador y antiguo ministro de Cultura por la UCD Ricardo de la Cierva publicaba el libro La conversión de Indalecio Prieto (Plaza y Janés, Barcelona, 1988 [seguimos aquí su reedición en Fénix, 2008]). En el mismo, el autor recogía una correspondencia inédita entre Indalecio Prieto, su amigo Ricardo Bastida y la madre Mª del Pilar Reynoso, superiora mercedaria. Las cartas, prestadas por la religiosa al historiador, dan fe de la «conspiración» espiritual de que fue objeto Indalecio Prieto por parte de ellos y de otros cómplices, a efectos de su conversión religiosa. El propio Prieto estaba al tanto de la conspiración o «cerco de la fe», como lo llamó amistosamente en un artículo con este nombre, y de hecho se prestó a participar en todo ello incluso rezando, leyendo libros religiosos o conservando algún crucifijo.
La actitud de un Prieto ya anciano fue sincera, agradecida y abierta, añorando, a veces con impotencia, esta fe católica que le brindaban sus amigos, pero sobre el gran terreno ganado de la creencia en Dios. No obstante, mantuvo una reserva última que le impedía dar el paso a una fe entendida como entrada en la Iglesia católica, ya que pesaba irresistiblemente sobre su mente la idea de que la Jerarquía de la Iglesia en España se había subordinado a Franco, su mayor y más odiado enemigo hasta el final. Hay que añadir que esta tarea evangelizadora le acabaría costando la vida a su amigo Ricardo, su «más querido amigo».
El biógrafo, aunque crítico ante ideas y actuaciones del biografiado, escribe esta obra con el respeto agradecido que le mereció el intento por salvar la vida de su padre, Ricardo de la Cierva Codorníu, hermano del célebre inventor Juan de la Cierva. Pero el intento fue ineficaz, pues murió asesinado en Paracuellos del Jarama. Su causa de beatificación está en proceso.
Pero volvamos a nuestro protagonista. Indalecio fue el segundo hijo que Andrés Prieto tuvo con su asistenta Constancia, tras enviudar de su primera mujer. Nació en Oviedo, un 30 de abril de 1883, y fue bautizado al día siguiente con el nombre de Indalecio Peregrino. Como Constancia enviudó al contar Indalecio cinco años, tuvieron que trasladarse a un barrio obrero de Bilbao, trabajando ella en adelante como quincallera. Indalecio estudió en una escuela protestante, «porque era la más cercana y la más barata», confesará, a lo que añade: «Cantaba yo en la capilla himnos glorificantes a Nuestro Señor Jesucristo. Sin embargo no lograron formar mi conciencia religiosa. En estado de descreimiento hube de arribar a la vida pública» (Palabras al Viento, p. 218).
Pronto dejó de estudiar, no acabando el bachillerato, para introducirse en labores de propaganda socialista en panfletos y periódicos como La lucha de clases y El Liberal, así como en los incipientes centros obreros socialistas. Con quince años solicita ingresar en el PSOE («más por sentimiento que por convicción teórica», matiza), ingresando un año más tarde. Ya en 1911 consigue acta como diputado provincial en Vizcaya por la Conjunción Republicano Socialista, de la que será uno de sus principales impulsores. En este periodo adquiere ya fama de anticlerical y de antimonárquico y comienza su imparable ascenso político, desde el PSOE, y periodístico, desde El Liberal.
No se trata aquí de realizar un repaso de su compleja biografía, simplemente señalaré algunos hitos vitales. Durante la Segunda República fue ministro de Hacienda, Obras Públicas, Marina y Defensa. En lo ideológico, es harto conocida su frase en la que se define como: «Socialista a fuer de liberal», ubicándose dentro de la línea moderada de su partido, aun sin llegar a la moderación de un Julián Besteiro. No obstante, se manifestó abiertamente contrario al comunismo soviético, lo que lo enfrentó a compañeros socialistas como Francisco Largo Caballero, o posteriormente a su antiguo aliado Juan Negrín, a quien llegó a expulsar del partido en 1946. Dentro de sus acusadas contradicciones, apoyó, en ciertas etapas, conceptos como la «dictadura del proletariado» o la «revolución».
Confesó que él cree en Dios Infinito, Inmenso, Eterno; admira los fundamentos de nuestra religión, y se reconoce profundamente influido por ellos; pero no siente fervor religiosoCarta de Ricardo Bastida a la madre Reynoso sobre Indalecio Prieto
En el ámbito político, fue también uno de los cabecillas del Comité Revolucionario organizador, en 1930, de un golpe militar contra la monarquía de Alfonso XIII para lograr el advenimiento de la II República, golpe que al verse frustrado provocó su exilio en Francia, pero que a la postre triunfaría, convirtiéndose este mismo Comité Revolucionario en el primer Gobierno Provisional de la Segunda República, tras las elecciones municipales que provocaron el exilio de Alfonso XIII. Fue promotor, asimismo, de la sangrienta Revolución de Asturias de 1934, por lo que pediría perdón una vez en el exilio: «Me declaro culpable ante mi conciencia, ante el Partido Socialista y ante España entera de mi participación en el movimiento revolucionario de Octubre. Lo declaro como culpa, como pecado, no como gloria» (Discursos en América, México, 1944, p. 102).
También fue uno de los cofundadores del Frente Popular. Son reseñables las palabras con las que vaticinó el inicio de la Guerra Civil al capitán socialista Fernando Condés, cabecilla de la detención y asesinato de José Calvo Sotelo, el cual le transmitió su desesperación e intención de suicidarse por las posibles repercusiones, ante lo cual Prieto lo atajó diciendo: «Suicidarse sería una estupidez. Van a sobrarle ocasiones de sacrificar heroicamente su vida en la lucha que, de modo ineludible comenzará pronto, dentro de días o dentro de horas». «Tiene usted razón», contestó Condés, que fallecería poco después en el frente de Somosierra.
Con la victoria del bando nacional, Prieto se exilia en México, pasando temporadas en Francia. Durante esta etapa fue secretario general de la Junta Española de Liberación (JEL), presidente del PSOE entre 1948 y 1951, líder desde México de la polémica JARE, envuelta en el escándalo del «tesoro del Vita», e impulsó diversos encuentros entre monárquicos y exiliados para intentar derrocar a Franco.
Pero retrotrayéndonos a 1916, siendo aún concejal de urbanismo, se producirá un encuentro crucial en el camino de su fe en Dios: la amistad con el arquitecto modernista Ricardo de Bastida. El arquitecto bilbaíno era un fervoroso católico, aunque de carácter abierto y comprensivo, en quien Prieto despertó una gran simpatía que lo llevaría a procurar su conversión, implicando para ello a una orden de monjas mercedarias, al obispo de Vitoria, al nuncio Tedeschini, pero además, todo ello llegaría a oídos del propio papa Pío XII, que acabaría rezando igualmente por la conversión de Prieto, dedicándole este un artículo de agradecimiento por ello (p. 320).
Aunque el Prieto de principios de los 30 se definía como no católico, ya reconocía «la tragedia que supone la falta de fe que creo debe ser un consuelo para quien la siente dentro del alma», o una década después aludía a la importancia de mantener el «inapreciable bien de la fe religiosa» para quien hubiera alcanzado la gracia de la fe, dejando de ser «des-graciado», como dice en otro artículo. A finales de los 40, a propósito de la muerte de su hijo, pide que no retiren la cruz en el ataúd, ni de la lápida, a raíz de lo cual escribe en su artículo Conversión, dedicado a Bastida: «¡Qué más quisiera yo, incluso para alivio mío, que participar de su fe!», aunque lamenta que aún no ha prendido en él.
Otro momento importante para Prieto en su relación con lo divino fue la lectura de un libro que lo impactó profundamente en lo espiritual, destruyendo su anterior indiferencia religiosa. Ese libro, en catalán, es La Nit transparent (1935), escrito por el canónigo Carles Cardó, entonces conocido como el «Boussuet catalán» y hoy prácticamente desconocido. Hasta tal punto impactó dicha obra sobre el despertar espiritual de Prieto que acometió su traducción al castellano, labor que, aunque muy avanzada, no lograría concluir a causa de su progresiva ceguera y enfermedad.
En una de las cartas, Bastida transmite a la madre Pilar Reynoso lo siguiente acerca de una conversación con Prieto: «…confesó que él cree en Dios Infinito, Inmenso, Eterno; admira los fundamentos de nuestra religión, y se reconoce profundamente influido por ellos; pero no siente fervor religioso, y le apena no sentirlo, pues sintiéndolo, tranquilizaría su espíritu, hoy inquieto ante este problema» (p. 206). Ante lo cual, exclama Bastida: «Como ve usted, Madre, este hombre, que era descreído, es hoy (g. a. Dios), creyente, no del todo, pero creyente».
La correspondencia de estos años revela una elevación espiritual y un acercamiento a personas religiosas de su entorno. Destaca la correspondencia con el nuncio Tedeschini, que le envía bendiciones y le indica que está dedicándole misas, añadiendo su intención de ir a visitarlo personalmente «de amigo a amigo», a lo cual Prieto responde con gran respeto y agradecimiento. A través de un sacerdote amigo común, Tedeschini manifestó su interés por la crisis religiosa de Prieto, aconsejándole que rece para fortalecer su creencia. El amigo Bastida aprovecha la recomendación del nuncio para enviarle tres modelos de oración para alcanzar (más) fe, adaptadas a la propia situación espiritual de Prieto, el cual le promete rezar a diario con ellas. La madre Pilar también ataca por ese flanco y le envía el crucifijo de su primera comunión, cosa que agradece conmovido Prieto.
Bastida argumenta, a su vez, en las misivas, que Prieto no debe confundir la fe católica con la conducta de los católicos, ni siquiera con la de la Jerarquía y le hace ver la mutua coincidencia de ideas en la dimensión de justicia social y defensa de la libertad. Pero Bastida quiere gastar un último cartucho y decide ir a visitarlo al exilio mexicano, con el único propósito de propiciar este último paso en el camino de conversión, cuestión que le costaría la vida en ofrenda suprema por su amigo, pues moriría de una enfermedad contraída durante el viaje. Prieto le dedica un artículo emocionado en el que sigue respetando y anhelando la fe de su amigo. Pero en su testamento de 1954 sigue señalando que está fuera de toda confesión religiosa. La madre Pilar asume el relevo de Bastida en el amistoso asedio espiritual a Prieto, de quien consigue que inicie la lectura de las Confesiones de san Agustín, así como revistas sobre la labor de las misioneras, que el viejo socialista reconoce leer con interés. Prieto muere, pluma en mano, en México (1962), escribiendo un artículo sobre el Bilbao de su infancia.
El biógrafo no oculta las contradicciones de Prieto en este proceso de conversión, señalando la inutilidad de abrir una disputa escolástica sobre la conversión formal (o no) a la fe católica. Simplemente recoge las palabras de la madre Pilar Reynoso, último testigo de este proceso, en la documentación que acompañó sus cartas: «Esta carpeta…. Es la historia de salvación de D. Indalecio Prieto, quien murió besando el crucifijo y con una gran serenidad que yo interpreto confianza en el perdón de Dios. Tuvo sus funerales religiosos pero la prensa no publicó su muerte hasta después de enterrado. Así lo pidió él q.e.p.d».
Conoce la historia de otros ilustres personajes que encontraron la fe:
Alejandro Lerroux, político
Ramón Menéndez Pidal, filólogo
Juan Donoso Cortés, político y diplomático
San Ignacio de Loyola, soldado y fundador de la Compañía de Jesús
Ramiro de Maeztu, periodista y escritor
Manuel García Morente, filósofo
Una noche de abril de 1937, García Morente vive el «el hecho extraordinario». La conversión de uno de los filósofos más importantes del siglo XX, que vino acompañada de la vocación religiosa, protagoniza una nueva entrega de la serie «Españoles conversos».
Una de las grandes figuras de la Generación del 98, Ramiro de Maeztu, protagoniza la quinta entrega de la serie «Españoles conversos». Su evolución intelectual terminó con su fusilamiento en los primeros meses de la Guerra Civil.