Francisco José Contreras | 02 de enero de 2020
Las disputas entre fascistas y comunistas son querellas entre afines. El verdadero antifascismo no es el comunismo, sino el liberalismo.
Nuestro imaginario político sigue hipotecado por aquella foto del soldado que izaba la bandera roja sobre las ruinas del Reichstag en mayo de 1945. La URSS como vencedora del nazismo; por tanto, el comunismo como la antítesis del fascismo. Si el fascismo es el mal absoluto… el comunismo, supuesta némesis de aquel, es el bien absoluto. La ecuación parecerá simplista, pero pesa aún sobre nuestro subconsciente. De hecho, explica en buena parte la “superioridad moral de la izquierda”; autoatribuida… pero tampoco cuestionada por la derecha hasta hace poco. Explica la indulgencia de tantos frente a los crímenes comunistas (todo el mundo conoce Auschwitz; casi nadie conoce Kolymá): mostrarse visceralmente anticomunista le podría hacer a uno sospechoso de fascismo.
La relación entre fascismo y comunismo es ambigua: de un lado, el fascismo surgió en parte como prevención frente a una posible extensión del bolchevismo al resto de Europa tras 1917; y el comunismo, a su vez, intenta legitimarse como antifascismo. Pero, aunque enfrentados, es mucho lo que comparten: la disolución del individuo y sus derechos en el gran proyecto colectivo (la Volksgemeinschaft, en el caso nazi; la construcción del socialismo, en el soviético); el pathos antiburgués y anticapitalista; el Estado-partido omnisciente y omnipresente, cuyos tentáculos penetran todos los espacios de la sociedad; la criminalización de categorías humanas completas, sean raciales (judíos) o socioeconómicas (burguesía, clero, kulaks).
El verdadero antifascismo no es el comunismo, sino el liberalismo. Las disputas entre fascistas y comunistas son querellas entre afines, que pueden ser muy virulentas, como puede comprobarse en ciertos banquetes familiares.
Que fascismo y comunismo hubieran podido entenderse sin problemas, al menos provisionalmente, lo demuestra la alianza nazi-soviética de 1939-41, desgraciadamente desconocida por el gran público.
El gran Stéphane Courtois –coordinador de El Libro Negro del Comunismo– ha publicado un jugoso folleto sobre las relaciones nazi-soviéticas (1939, L’alliance soviéto-nazi). La república de Weimar y la URSS ya habían cooperado en los años 20, a partir del Tratado de Rapallo (1922): entonces no les unía aún el totalitarismo, pero sí su condición de parias del orden internacional y derrotados en la Gran Guerra.
Esa colaboración es interrumpida por la llegada de Hitler al poder. El VII congreso de la Komintern (1935) oficializa la línea antifascista y los Frentes Populares: los comunistas disfrazarán su perfil más totalitario bajo la causa transversal de la “resistencia al fascismo”, táctica que les permitirá reclutar a muchos incautos y tontos útiles (de hecho, la política de “democracia popular” –absorción por los comunistas de un espectro más amplio que ofrezca una fachada de pluralismo- fue puesta en práctica en la España republicana de 1936-39, una década antes que en los países del Pacto de Varsovia).
Pero en 1939 Stalin decide invertir la línea antifascista y apoyar a la Alemania nazi en su previsible enfrentamiento con las democracias occidentales. La táctica soviética consistirá ahora en permitir que los países capitalistas se desangren enfrentándose entre sí, y entre tanto llegar a un entendimiento con Hitler que permita a la URSS recuperar los territorios perdidos por Rusia en 1918 (Polonia oriental, Estados bálticos, etc.).
Entre los contendientes capitalistas, Stalin prefiere aliarse con el totalitario (Alemania) que con el liberal-democrático (Inglaterra y Francia). No solo porque parezca el caballo ganador: también por la manifiesta afinidad ideológica entre fascismo y comunismo. Así se reconoce en el texto del acuerdo Molotov-Von Ribbentrop: “Las democracias capitalistas de Occidente son enemigos implacables tanto de la Alemania nacional-socialista como de la URSS”.
El pacto nazi-soviético de agosto de 1939 desencadenó la Segunda Guerra Mundial: Hitler se lanzó contra Francia e Inglaterra con las espaldas orientales cubiertas, alejando el espectro de 1914, la guerra en dos frentes. La pesadilla se abatió sobre Polonia, Finlandia y los países bálticos. Los crímenes cometidos al alimón por nazis y comunistas en 1939-41 en la franja que va del mar Báltico al mar Negro han sido borrados de nuestra memoria histórica selectiva. El episodio más conocido es la matanza soviética de oficiales polacos en Katyn (4.404 muertos); pero hubo masacres similares en Jarkov (3.896 fusilados) o Tver (6.287). En conjunto, los comunistas deportaron o exterminaron a unos 330.000 polacos de su zona de ocupación (sí, Alemania y la URSS se repartieron Polonia), buscando decapitar a la élite del país. En otros países la devastación fue aún mayor, en proporción a la población. En Estonia, solo entre junio de 1940 y junio de 1941, la URSS fusiló a 2.200 personas y deportó 22.500 al Gulag.
Las democracias capitalistas de Occidente son enemigos implacables tanto de la Alemania nacional-socialista como de la URSSAcuerdo Molotov-Von Ribbentrop
La alianza se habría mantenido, de haber sido por la URSS. Aunque en los primeros meses de 1941 muchos indicios dejan ya presagiar el ataque nazi, Stalin declara el 13 de abril al agregado militar alemán: “Seguiremos siendo amigos ocurra lo que ocurra”. Ordena que se representen óperas de Wagner en Moscú, como gesto amistoso. Incluso movilizadas ya las divisiones de la Operación Barbarroja, Stalin prohíbe cualquier movimiento de tropas soviéticas “que pueda ser interpretado por Alemania como una provocación”.
La alianza nazi-comunista fue disuelta por el ataque de Hitler a Rusia el 22 de junio de 1941, que decidió la suerte de la guerra. Y también el mapa ideológico hasta el día de hoy: devolvió al comunismo -¡a la fuerza ahorcan!- la mística antifascista que explotará hábilmente hasta el siglo XXI. Ayer declaró Íñigo Errejón que “he militado en el antifascismo desde los 14 años”.
La Segunda República se ha convertido en un magnífico espejo en el que mirar y analizar los acontecimientos que vienen sucediendo en la España del siglo XXI.
Con «Antifascismos 1936-1945» se lleva a cabo un repaso a la historia de este movimiento que deja a un lado tópicos y mitos. Tras la victoria en la Segunda Guerra Mundial, el comunismo trató de crear una nueva lucha ideológica olvidándose de las democracias liberales.