César Cervera | 02 de mayo de 2020
Ni Chernóbil ni la crisis del coronavirus son guerras. No habrá más victoria que la que nosotros nos inventemos. En ese relato las víctimas quedan en un plano secundario.
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Voces de Chernóbil. Voces de una nación sumergida en las ruinas. Voces de niños mutantes. De mujeres destruidas. De obreros inmolados. De ancianos abandonados entre residuos nucleares que ellos llaman su hogar. De mentirosos y falsos profetas. De suministradores de vodka. Voces de los muertos. Voces del fin del mundo.
La crónica escrita por Svetlana Aleksiévich, premio Nobel de Literatura, sobre los ecos del desastre de Chernóbil no es la lectura más recomendable para el confinamiento, no si uno pretende mantener el ánimo alto, pero sí una de las más necesarias para aprender cómo el ser humano se enfrenta, o al menos lo intenta, a lo desconocido. A acontecimientos históricos para los que ni siquiera tiene palabras. A un cambio de paradigma para el que no está preparado.
Los habitantes de los territorios colindantes a Chernóbil estaban listos para una guerra contra los americanos y hasta para una bola de fuego como la de Hiroshima. Pero no para una batalla contra un enemigo silencioso, incoloro, inodoro y que se toma su tiempo a la hora de matar. Tras el estallido del reactor número cuatro de esta central nuclear, los líderes soviéticos respondieron a la mayor catástrofe medioambiental causada por humanos de la única manera que sabían: declarándole la guerra a la radiactividad.
La URSS desplegó blindados, helicópteros y soldados armados por todo el territorio contaminado. La población local pensó que la guerra contra los americanos o los chinos había empezado. Estos supervivientes y testigos de la Segunda Guerra Mundial, de los Gulag estalinistas y de Auschwitz tenían la guerra como su unidad de medida para el horror. Frente a un desastre desconocido, el ser humano se escondió en el terror conocido. Los uniformes y el lenguaje militar (los átomos, los héroes, los objetivos, las explosiones…) presidieron la gestión de esta crisis que, sin embargo, no causó baja alguna al enemigo.
Precisamente esta semana un grupo de historiadores españoles, entre ellos Carmen Iglesias, Gonzalo Pontón o Xosé Manoel Núñez Seixas, criticaron en un artículo de la agencia EFE la utilización de un lenguaje bélico para referirse a la crisis sanitaria generada por el coronavirus. El Gobierno, al igual que la URSS, ha sacado al Ejército a las calles, ha declarado literalmente la guerra al virus y no para de repetir términos entre lo bélico y lo deportivo: «Esta batalla la vamos a ganar entre todos».
Como en Chernóbil, el relato se ha centrado en una contienda épica protagonizada por unos héroes, sanitarios, policías, bomberos y soldados, que deben vencer al enemigo en la delgada línea roja. Un relato que coloca a las víctimas, más de veinte mil muertos, en un secundario y hasta molesto plano. Las portadas en la prensa con féretros a la vista o cadáveres resultan repulsivas. Poner el foco en las víctimas supone reconocer que se han cometido errores, mientras que ponerlo en los héroes es declarar que se está haciendo todo lo posible para «vencer al virus».
Queremos seguir como si nada hubiera ocurrido. Por eso nos sobran tanto las víctimas, el trauma, el dolor, el daño irreversible, a la hora de hilar el relato de lo sucedido
Se trata de una visión propia de una sociedad poco madura. Infantilizada. Ni Chernóbil ni la crisis del coronavirus son guerras. No desde luego unas que estemos en condiciones de ganar. No frente a algo, un virus, que ni siquiera es un organismo vivo y que no es consciente de estar luchando contra la humanidad. No habrá más victoria que la que nosotros nos inventemos.
Se nos promete que el coronavirus va a cambiar nuestro mundo para siempre. Que saldremos siendo mejores personas, cuando lo más probable es que, en caso de salir transformados, será para peor: más temerosos, más pobres, más desconfiados, más hostiles a la gente de fuera y a delegar el control de nuestras fronteras…. Más cínicos. Más sectarios. Más convencidos de tener razón incluso cuando sabemos que no la tenemos. Más encerrados en nuestras trincheras, agarrados a los errores de los nuestros hasta el fin del mundo.
Si el coronavirus va a cambiar de verdad nuestro mundo y nuestra forma de ser, tardaremos mucho en asumir el cambio de paradigma. Incluso hoy, la mayoría de españoles está pensando en cómo salvar las vacaciones de este año cuando se levante el confinamiento o en cuándo será la final de la Copa del Rey. Queremos seguir como si nada hubiera ocurrido. Por eso nos sobran tanto las víctimas, el trauma, el dolor, el daño irreversible, a la hora de hilar el relato de lo sucedido. Pensar que es una guerra que vamos a ganar resulta lo más fácil.
En un contexto de crisis, hablar de «heroísmo» debería ser hablar de quien está dispuesto a arriesgar su vida por el bien común. Pero, en ese preciso contexto, «lavarse las manos» invoca un tópico propio de otra retórica muy distinta.
Pablo González-Pola de la Granja
Los principios propios del Ejército relativos a valor, disciplina, sentido de la responsabilidad y orden jerárquico han hecho de él un recurso imprescindible cuando las necesidades lo han requerido.