Jesús Cogollos | 03 de abril de 2021
Dato pretendía sujetar la actuación pública al principio cristiano de la subsidiariedad: antes que aquella, lo que debía incentivarse primariamente en España era la reforma moral del individuo.
El pasado día 8 de marzo se cumplían cien años del magnicidio de Eduardo Dato e Iradier en la Plaza de la Independencia de Madrid, lo que ha devuelto fugazmente al entonces presidente del Consejo de Ministros en España a la actualidad de los diarios digitales más visitados por el lector de nuestros días.
La trayectoria política de Eduardo Dato pasaría a la historia por dos hechos nucleares: su promoción, desde la cartera de Gobernación en el Gobierno Silvela de 1899, de una legislación de marcado carácter social, y su apuesta decidida por la neutralidad durante la Primera Guerra, que ahorró a la nación miles de fallecidos y la devastación económica a partir de 1914. Su iniciativa reformista se plasmó en la ley de accidentes de trabajo que reconoció el riesgo profesional en España; en la regulación del descanso dominical y en la protección del trabajo de las mujeres y niños. Esta última, aunque de cariz paternalista, resultaría determinante, porque obligó posteriormente a crear una mínima Administración en España que vigilara el cumplimiento de la ley: las juntas locales y provinciales de reformas sociales. Aunque sus medidas terminarían granjeándose la renitencia indisimulada de una parte de la burguesía, particularmente la catalana.
Físicamente fino, delgado y elegante, según Azorín, caracterizaba a Dato una confianza inembridable en la fuerza de la ley y una pulcra convicción moral de querer convencer antes que imponer sus ideas. Tras impregnarse de las enseñanzas de la Rerum novarum de León XIII, comprendió que la caridad cristiana era complementaria de la justicia social -a esta última había dedicado una de sus disertaciones públicas en la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Y es que don Eduardo nunca consideró políticamente asumible que la acción meramente caritativa hubiera de secularizarse, lo que lo diferenciaba con patencia de los llamados institucionistas de su época. La suya fue una posición política posibilista y pragmática varada en un intervencionismo moderado del Estado que fuera corrigiendo progresivamente los desajustes del sistema económico, intervencionismo que, por lo demás, se iría convirtiendo en un lugar común entre la clase política a medida que discurriera el novecientos español. En suma, Dato pretendía sujetar la actuación pública al principio cristiano de la subsidiariedad: antes que aquella, lo que debía incentivarse primariamente en España era la reforma moral del individuo.
Sin embargo, fueron las circunstancias históricas las que condujeron a Dato a una posición política opuesta a sus más íntimas convicciones personales, como ha tiempo alzaprimara el profesor Seco Serrano. Efectivamente, pese a que su generosidad y altura de miras había propiciado la incorporación del liberal Antonio Maura al conservadurismo, a partir de 1913 Dato fue tachado de disidente y traidor al maurismo. Y, en 1917, se le consideraría enemigo de las reivindicaciones obreristas, olvidando que precisamente él había sido un convencido partidario de la inflexión social de la Restauración.
Llamado de nuevo al poder en mayo de 1920, Dato creó el ministerio de Trabajo, impulsó las Juntas de Fomento y Casas Baratas, y firmó por decreto el seguro obligatorio. Pero las presiones de la burguesía catalana ante lo que consideraba una excesiva complacencia de los políticos de Madrid hacia el terror que imponía el sindicalismo revolucionario lo condujo a confiar en el general Martínez Anido el restablecimiento del orden social en Barcelona. Su suerte personal quedaba, así, echada, máxime cuando el Sindicato Único lo amenazó de muerte por escrito en noviembre de ese año. Tanto el asesinato de Canalejas, en 1912, como el crimen cometido nueve años después en la Plaza de la Independencia segaron las esperanzas regeneracionistas, conduciendo al país al plano incierto e inclinado de la dictadura.
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