César Cervera | 03 de julio de 2021
La historiografía de EE.UU. empezó un largo viaje para redescubrir la importancia de España en su proceso de independencia y, además, para comprender las enormes huellas hispanas en Norteamérica.
Es un mito muy extendido, pero más falso que un duro sevillano. George Washington no hizo desfilar a su lado al español Bernardo de Gálvez en la celebración tras la victoria que dio la independencia definitiva a las 13 Colonias. Es más, el virrey español no estaba en ese momento ni siquiera cerca del lugar, ni su relación con Washington era muy estrecha.
Sin apenas recursos militares ni navales, las 13 Colonias necesitaron desesperadamente la ayuda de dos grandes potencias europeas, Francia y España, para quitarse el yugo de los británicos. La primera, con cada vez menos intereses en Norteamérica y más odio irracional hacia los británicos, entró con facilidad por el aro en esta alianza antinatural entre revolucionarios y una monarquía que se creía colocada por Dios. Avivar las llamas de la revolución en América terminó por incendiar la propia Francia… La segunda, entonces gobernada por Carlos III, tardó más tiempo en dar el sí quiero ante el temor de que aquellas fiebres independentistas pudieran extenderse a sus propios territorios. Si finalmente el rey accedió fue por la presión de la prensa y por la tentación de recuperar Menorca y La Florida tras haberlas perdido en un duelo previo contra Inglaterra.
Maniatar a la Royal Navy ahogó la economía de las islas e impidió que a América llegaran nuevos refuerzos
A pesar de los reparos iniciales, la alianza con los españoles fue muy fructífera. La entrega de armas y suministros, los esfuerzos hispanofranceses para que los ingleses desviaran recursos del frente principal y la espectacular campaña de Bernardo de Gálvez por La Luisiana y La Florida tuvieron un efecto determinante, incluso superior a la intervención francesa, para facilitar una victoria rebelde que en los orígenes del conflicto parecía imposible mientras los ingleses controlaran los mares. Así lo advirtió Washington en el Congreso: «Los ingleses son ahora muy superiores en el mar a los franceses… y así seguirá siendo a no ser que se interponga España». Maniatar a la Royal Navy ahogó la economía de las islas e impidió que a América llegaran nuevos refuerzos. El almirante Luis de Córdova, junto al conde d’Orvilliers, acometieron una campaña en el Canal de la Mancha que logró apresar a unos 55 buques británicos que iban a cruzar el charco. El valor económico de sus conquistas superó los cuatro millones de libras, una cantidad suficiente para arruinar a la economía londinense.
Pero, ni con esas, los futuros EE.UU. y España salieron como hermanos de armas de la guerra. Lejos de celebrar la victoria española de Pensacola (mayo de 1781), que arrebató el control de La Florida a Inglaterra, algunos políticos norteamericanos, como el delegado de Maryland en el Congreso, escribió que «el éxito de los españoles será más perjudicial para nuestra operaciones de lo que hubiera sido su derrota». El interés de los rebeldes era que las tropas españolas combatiesen, no que resultasen victoriosas. La idea de compartir en el futuro el continente con otra monarquía, en este caso católica, no les entusiasmaba precisamente.
EE.UU. estaba demasiado verde como para desear un choque abierto con los españoles, que sin necesidad de presiones externas ya estaba de retirada en el continente
La Corona española, que incluso se resistió a reconocer la soberanía de las 13 Colonias, logró un gran premio territorial con su participación en el conflicto: recuperó Menorca, la costa de América Central y La Florida. Además, gracias a su distanciamiento respecto a los rebeldes consiguió que las ideas revolucionarias no se extendiera a sus territorios de ultramar, que no se levantarían hasta treinta años después en medio del caos de la invasión francesa y de la llegada de un rey tan poco convencional como Fernando VII. Lo que resultó imposible de evitar fueron las tensiones fronterizas entre dos países que de pronto compartían miles de kilómetros de frontera. En 1783, John Adams proclamó la necesidad de anexionarse Cuba y Puerto Rico, aunque aquello no tuvo ninguna consecuencia. EE.UU. estaba demasiado verde como para desear un choque abierto con los españoles, que sin necesidad de presiones externas ya estaba de retirada en el continente. Su salida de La Luisiana y La Florida se produjo sin necesidad de desenfundar las espadas. De México se marchó a empujones poco después.
Las historias más antiguas de la Guerra de Independencia resaltaron el papel de España casi por igual que el de Francia, pero después de que el Marqués de La Fayette, héroe de la guerra y de la Revolución Francesa, hiciera una gira propagandística por los Estados Unidos entre 1824 y 1825, el público estadounidense comenzó a glorificar el papel de Francia y a solapar el de España, a pesar de que este envió al doble de combatientes y perdió también a más soldados en la contienda. El influyente historiador estadounidense George Bancroft, con su obra “History of the United States of America”, escrita entre 1834 y 1878, fue quien sacó por completo a España de la escena e incluso demonizó sus acciones.
La doctrina del Destino Manifiesto convenció a los estadounidenses de que Dios les había otorgado el derecho de expandir sus fronteras hasta el infinito, sobre todo si era a costa de débiles pueblos católicos. Así quedó claro, en 1848, cuando tras una guerra desigual entre México y EE.UU. el primero tuvo que ceder la mitad de su territorio, esto es, la mitad de Nueva España, al segundo por medio del Tratado de Guadalupe Hidalgo. Como bien avisó otra doctrina similar, la Monroe: «América para los americanos». Pero, más bien, para los americanos más blancos, más anglosajones y más al norte.
La guerra de 1898 renovó a tiempo la visión negativa de España e impidió que tuviera cabida el estudio de su contribución a la independencia norteamericana
La guerra de 1898 renovó a tiempo la visión negativa de España e impidió que tuviera cabida el estudio de su contribución a la independencia norteamericana. En aquella breve contienda, la propaganda de EE.UU. recuperó a través de la prensa amarillista todos los tópicos de la Leyenda Negra para justificar su intervención en Cuba en defensa de la libertad de sus habitantes, la implantación de la democracia y la expulsión de los viles colonizadores españoles, presentados como «malos cristianos» que estaban oprimiendo a sus colonos. Ese año vería la luz en Nueva York, entre otras publicaciones negrolegendarias, una edición de la obra de Bartolomé de las Casas bajo el expresivo título de «Historia y verdadera narración de la cruel masacre y matanza de 20 millones de personas de las Indias Occidentales por los españoles».
No sería hasta que se enfriaron las hostilidades entre ambos países cuando la historiografía de EE.UU. empezó un largo viaje para redescubrir la importancia de España en su proceso de independencia y, además, para comprender las enormes huellas hispanas en Norteamérica. Resulta difícil de soslayar el hecho de que aproximadamente la mitad de lo que hoy es territorio estadounidense fue en algún momento de su historia parte del Imperio español. John F. Kennedy reconocía que «una de las grandes omisiones de los norteamericanos, en lo que se refiere a su pasado, ha sido su total desconocimiento de la influencia, desarrollo y exploración de los españoles». Su rival político, Richard Nixon, también coincidía en que «nosotros los norteamericanos debemos mucho a España».
No sería hasta que se enfriaron las hostilidades entre ambos países cuando la historiografía de EE.UU. empezó un largo viaje para redescubrir la importancia de España en su proceso de independencia
Como última estación de este esfuerzo por revisar los lazos comunes, el presidente Barack Obama ordenó colgar en el Senado estadounidense un retrato de Bernardo de Gálvez. Este mismo presidente firmó una resolución conjunta del Congreso para conferir la nacionalidad honoraria al español, el más alto honor que el país concede a un ciudadano extranjero. Coincidiendo con esta visión más equilibrada de la Guerra de Independencia, la furia iconoclasta de indigenistas y fuerzas progresistas contra el pasado español en EE.UU. ha vuelto a resucitar viejos tópicos. Casi pareciera que alguna fuerza invisible, no sabemos si pariente del tal Monroe, siempre que EE.UU. y España se aproximan interviene de la forma más inoportuna para evitar el abrazo de paz. Tocará esperar una vez más.
Marino, empresario y militar asturiano, se convirtió en un hombre de confianza de Felipe II.
El mundo académico y el de la divulgación se dan la mano para frenar las mentiras sobre la historia de España y abrir paso al pensamiento crítico.